Escuchadme bien, panda de snobs: Duncan McCormick pinta como un hombre que ha comprendido que el arte contemporáneo carece de alegría. En un entorno donde la melancolía intelectual hace las veces de pasaporte cultural, este artista británico se atreve a ofrecer lienzos deliberadamente optimistas, bañados por una luz que evoca ensoñaciones infantiles más que las angustias existenciales de nuestro tiempo. Sus paisajes de Shropshire transformados en visiones mediterráneas, sus interiores domésticos sublimados por colores ácidos, todo ello podría parecer facilidad si no se mirara con más atención.
La obra de McCormick se inscribe en un enfoque que recuerda las preocupaciones de la arquitectura moderna del siglo XX, especialmente la de Le Corbusier y su concepto de “máquina para habitar” [1]. Donde el arquitecto suizo revolucionó el espacio doméstico defendiendo la funcionalidad y la luz, McCormick reinventa el espacio pictórico insuflándole una luminosidad casi terapéutica. Sus lienzos funcionan como ventanas abiertas a un mundo paralelo, donde cada elemento arquitectónico se convierte en un pretexto para una explosión cromática. Las casas que pinta no son simples viviendas: se convierten en manifiestos para una nueva manera de habitar el día a día.
Este enfoque arquitectónico se manifiesta especialmente en su serie de villas mediterráneas, donde el artista descompone el espacio según líneas geométricas firmes que evocan los primeros trabajos de Le Corbusier en La Chaux-de-Fonds. McCormick entiende que la arquitectura moderna buscaba reconciliar al hombre con su entorno mediante la racionalización del espacio y la optimización de la luz natural. De manera similar, sus composiciones organizan rigurosamente los volúmenes de color para crear un sentimiento de armonía doméstica. Las terrazas rosas de sus villas, las escaleras amarillo limón, las paredes turquesa no son fantasías decorativas sino elementos estructurales que definen el espacio pictórico con la misma rigurosidad que un plano arquitectónico.
La influencia de la arquitectura moderna también se encuentra en su manera de tratar la perspectiva. McCormick adopta a menudo puntos de vista ligeramente elevados que recuerdan los dibujos axonométricos que usan los arquitectos para presentar sus proyectos. Este enfoque permite captar simultáneamente el interior y el exterior, lo privado y lo público, creando una transparencia espacial muy apreciada por los modernistas. Sus jardines vistos desde una ventana, sus patios entrevistados desde un salón, todas estas composiciones revelan una comprensión íntima de cómo la arquitectura moldea nuestra percepción del espacio habitado.
La conexión con la arquitectura moderna no se limita a estas consideraciones formales. McCormick comparte con los grandes arquitectos del siglo XX una visión utópica del hábitat humano. Donde Le Corbusier imaginaba ciudades radiantes capaces de transformar la sociedad, McCormick propone espacios domésticos que pueden regenerar el alma humana. Sus interiores con colores saturados funcionan como dispositivos terapéuticos, espacios de sanación visual en un mundo saturado de imágenes que inducen ansiedad. Esta dimensión utópica sitúa su trabajo en la línea de los grandes proyectos arquitectónicos modernos, con su fe inquebrantable en el poder transformador del entorno construido.
La evolución reciente de McCormick hacia la pintura al óleo marca además un profundo avance en esta reflexión arquitectónica. Las impastos más ricos permiten construir la luz por capas sucesivas, como un arquitecto edifica un muro ladrillo a ladrillo. Esta materialidad pictórica refuerza la impresión de que sus lienzos son habitables, que ofrecen un verdadero refugio visual más que una simple escapatoria decorativa.
Pero es en su relación con la literatura romántica inglesa donde McCormick revela la profundidad de su proyecto artístico. Sus paisajes de Shropshire transformados en visiones mediterráneas dialogan explícitamente con la obra de Alfred Edward Housman, particularmente su colección “A Shropshire Lad” publicada en 1896 [2]. Esta filiación no es anecdótica: revela cómo McCormick se inscribe en una tradición específicamente británica de sublimación del paisaje natal a través de la nostalgia poética.
Housman había hecho de Shropshire el escenario de una meditación melancólica sobre la juventud perdida y la inocencia desvanecida. Sus versos evocaban “colinas azules en el recuerdo” y “la tierra de la felicidad perdida”, transformando el campo inglés en un territorio mítico donde se cristalizaban todas las nostalgias de la edad adulta. McCormick realiza una transformación similar pero inversa: donde el poeta teñía el paisaje de melancolía, el pintor lo ilumina con un optimismo deliberado. Esta inversión revela una estrategia artística particularmente sutil.
El artista británico comprende que la nostalgia housmaniana correspondía al espíritu de finales del siglo XIX, marcado por la incipiente industrialización y la creciente urbanización. Nuestra época, saturada de ansiedades ecológicas y sociales, reclama una respuesta diferente. McCormick propone así una nostalgia positiva, que transforma las “colinas azules en el recuerdo” en colinas doradas bajo un sol eterno. Sus paisajes de Shropshire se convierten en Arcadias contemporáneas, espacios donde el alma urbana puede reencontrar una forma de paz primitiva.
Esta transformación de la mirada sobre el paisaje natal se acompaña de una reinterpretación de la temporalidad housmaniana. En Housman, el tiempo era lineal y cruel: la juventud huía irremediablemente hacia la edad adulta desencantada. McCormick propone, en cambio, un tiempo cíclico y reparador, donde cada lienzo ofrece la posibilidad de un regreso a la inocencia primera. Sus pistas de patinaje soleadas, sus jardines eternamente florecidos crean un presente perpetuo que escapa al desgaste temporal.
La referencia a Housman también permite entender por qué McCormick privilegia escenas carentes de presencia humana directa. Así como el poeta evocaba paisajes habitados por la ausencia de los seres queridos, el pintor compone espacios donde la humanidad se intuye sin mostrarse: una pista de patinaje sugiere el patinaje, un jardín invita al paseo, una villa evoca la vida doméstica. Esta humanidad en contraposición refuerza la impresión de nostalgia positiva que caracteriza su trabajo.
La influencia de la literatura romántica también se manifiesta en su paleta cromática. Los rosas, naranjas y amarillos que dominan sus composiciones evocan los atardeceres románticos, esos momentos privilegiados en que la naturaleza revela su belleza sublime. McCormick actualiza esta estética romántica liberándola de su patetismo tradicional: sus atardeceres ya no son melancólicos sino alegres, sus paisajes idílicos no esconden ninguna amenaza latente.
Esta apropiación del legado romántico inglés sitúa a McCormick en una posición artística particularmente interesante. Propone nada menos que una refundación de la tradición paisajística británica, liberada de sus atavíos victorianos pero fiel a su espíritu original.
La trayectoria de McCormick desde sus inicios londinenses hasta su establecimiento en el Shropshire rural reproduce, de hecho, el recorrido clásico del artista romántico, huyendo de la corrupción urbana para reencontrar la autenticidad campestre. Pero donde sus predecesores románticos buscaban en la naturaleza un consuelo para sus tormentos interiores, McCormick encuentra una fuente de energía positiva que transmite a través de sus cuadros.
El paso de la acrílico al óleo en sus obras recientes marca una maduración de este enfoque neorromántico. La riqueza material de la pasta permite construir luces más complejas, atmósferas más sutiles que recuerdan a los maestros paisajistas del siglo XIX, conservando a la vez la franqueza cromática contemporánea.
Esta evolución técnica revela también una comprensión profunda de la historia de la pintura. McCormick domina perfectamente los códigos del postimpresionismo a lo Bonnard y del arte pop a lo Hockney, pero los sintetiza al servicio de una visión personal que trasciende sus influencias. Su éxito radica precisamente en esta capacidad de hacer nuevo con lo antiguo, de proponer una estética inmediatamente reconocible al tiempo que se inscribe en una tradición secular.
La acogida internacional de su trabajo confirma este éxito. Que sus cuadros encuentren compradores desde Taiwán hasta Turquía, de Estados Unidos al Líbano, demuestra que su lenguaje visual supera los particularismos culturales para tocar algo universal en la experiencia humana. Esta universalidad de la felicidad pintada, esta capacidad de suscitar la alegría con la sola contemplación de un paisaje imaginario, es quizás el verdadero genio de McCormick.
Porque más allá de las referencias eruditas y filiaciones estéticas, sus cuadros funcionan ante todo como generadores de emoción positiva. En un mundo artístico a menudo dominado por la ironía y la crítica social, McCormick se atreve a proponer un arte del encantamiento. Sus villas color rosa chicle, sus jardines turquesa, sus cielos naranjas no tienen otra ambición que alegrar la vista y apaciguar el alma. Esta simplicidad aparente oculta una sofisticación técnica y conceptual que coloca al artista entre los pintores más interesantes de su generación.
La evolución reciente de su cotización en el mercado del arte confirma este reconocimiento. Que sus cuadros alcancen precios diez veces superiores a sus estimaciones iniciales revela un apetito colectivo por esta estética de la felicidad que ha sabido desarrollar. Los coleccionistas parecen entender instintivamente que McCormick ofrece algo raro en el arte contemporáneo: una belleza sin segundas intenciones, una alegría sin culpa.
Este éxito comercial plantea obviamente preguntas sobre el lugar del optimismo en el arte contemporáneo. McCormick demuestra que es posible crear un arte exigente y popular, sofisticado y accesible, sin sacrificar la integridad artística en el altar de la facilidad. Sus cuadros demuestran que la complejidad conceptual puede coexistir con la simplicidad emocional, que el arte puede alimentar simultáneamente el intelecto y alegrar los sentidos.
Esta lección es valiosa en una época en la que el arte contemporáneo a veces parece haberse desconectado de su público por un exceso de intelectualismo. McCormick recuerda que el arte también tiene la función de consolar, elevar y transfigurar la cotidianeidad. Sus paisajes imposiblemente hermosos, sus interiores deliciosamente coloridos ofrecen un respiro visual en un mundo saturado de imágenes violentas y ansiogénicas.
Queda por ver si esta estética de la felicidad resistirá la prueba del tiempo. El arte optimista siempre corre el riesgo de la superficialidad y la complacencia. McCormick parece ser consciente de este peligro, como lo demuestra su evolución reciente hacia composiciones más matizadas, menos sistemáticamente alegres. Esta capacidad de autocrítica y evolución constituye quizás la mejor garantía de su perpetuidad artística.
Porque Duncan McCormick no es solo un pintor de la felicidad: es un artista que ha comprendido que nuestra época necesita belleza para sobrevivir. Sus lienzos funcionan como oasis visuales en el desierto contemporáneo, recordatorios de que el arte aún puede transformar el mundo haciéndolo más bello. Esta ambición, aparentemente anticuada, revela en realidad una modernidad profunda. McCormick pinta para una humanidad cansada que necesita recuperar su capacidad de asombro.
- Le Corbusier, Hacia una arquitectura, París, Éditions Crès, 1923.
- Alfred Edward Housman, A Shropshire Lad, Londres, Kegan Paul, Trench, Trübner & Co., 1896.
















