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Marlene Dumas: La pintura como exorcismo

Publicado el: 15 Diciembre 2024

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 11 minutos

Marlene Dumas crea retratos que rechazan la semejanza para capturar las tensiones psíquicas de la condición humana. A partir de fotografías e imágenes de segunda mano, explora la sexualidad, la violencia y la culpa con una intensidad que incomoda tanto como ilumina nuestras zonas oscuras colectivas.

Escuchadme bien, panda de snobs: Marlene Dumas no pinta retratos, ella desgarra el alma humana con una precisión quirúrgica que debería manteneros despiertos por la noche. Nacida en 1953 en Ciudad del Cabo, esta sudafricana establecida en Ámsterdam desde 1976 ha construido una obra que se niega sistemáticamente a confortarnos en nuestras certezas estéticas. Donde buscáis la belleza, ella os ofrece la verdad, y la verdad, queridos amigos, nunca es agradable de mirar.

La artista trabaja a partir de imágenes de segunda mano, fotografías de revistas, imágenes pornográficas o polaroids de amigos, que somete a una transformación radical. Sus pinceladas líquidas, su técnica de mojado sobre mojado, sus colores improbables crean rostros que parecen disolverse ante nuestros ojos. Estas figuras no representan a individuos sino estados emocionales, tensiones psíquicas, violencias contenidas. Esto es lo que distingue a Dumas de la cohorte de retratistas contemporáneos: ella no busca captar una semejanza sino revelar lo que bulle bajo la superficie pulida de la humanidad.

Su relación con la poesía baudelairiana merece que se detenga en ella prolongadamente, porque ilumina con una luz particularmente viva el enfoque de la artista. En 2021, el Museo de Orsay celebró el bicentenario del nacimiento de Charles Baudelaire invitando a Dumas a crear una serie inspirada en el Spleen de París [1]. Esta colaboración póstuma entre dos espíritus igualmente enamorados de la belleza de lo terrible no fue anecdótica. Baudelaire, ese poeta que veía en la modernidad una mezcla inextricable de esplendor y miseria, encuentra en Dumas a una heredera espiritual que comparte su obsesión por la ambivalencia de lo bello.

Los catorce cuadros nacidos de este proyecto muestran a Dumas en la cima de su arte, navegando entre retratos ejecutados con precisión del poeta y su amante Jeanne Duval, y representaciones más abstractas de motivos extraídos de los poemas, la rata, la botella, el juguete del pobre. Como Baudelaire describía en sus poemas en prosa las paradojas de una sociedad atrapada entre progreso y decadencia, Dumas pinta las contradicciones de una humanidad que porta simultáneamente la inocencia y la crueldad. La propia artista ha confesado la dificultad de esta empresa, buscando “pintar un retrato de hombre que muestre algo de todo eso, en su rostro” frente a las “emociones contradictorias y saltos poéticos” del texto baudelairiano [2].

Esta afinidad con el poeta de las Fleurs du mal se arraiga en una visión compartida del arte como revelador de verdades perturbadoras. Donde Baudelaire denunciaba “la estupidez y la vanidad de las damas ociosas y de los llamados caballeros”, Dumas desmonta los mecanismos de poder que se esconden detrás de cada representación. Sus cuadros inspirados en Le Spleen de París no son meras ilustraciones, constituyen una respuesta pictórica a las cuestiones del poeta sobre la condición humana moderna. El rostro de Baudelaire que pinta dos veces aparece espectral, casi borrado, como si el poeta continuara desde el más allá observando con mirada implacable nuestras almas colectivas.

La serie creada para el Musée d’Orsay explora particularmente el tema de la soledad y la desesperación que atraviesa la obra baudelairiana. En Le Désespoir de la vieille, Dumas representa a una mujer casi completamente borrada por el pigmento negro, encorvada en un rincón, imagen de una angustia tan absoluta que se vuelve casi abstracta. Esta capacidad para condensar la emoción poética en pura sensación visual acerca a Dumas a la estética baudelairiana donde lo feo y lo bello, lo sublime y lo abyecto coexisten en una tensión productiva. El poeta escribía que el arte debía extraer la belleza del mal; Dumas, ella, afirma que “no hay belleza si no muestra una parte del horror de la vida” [3].

Esta afinidad con Baudelaire revela también la importancia de la literatura en el proceso creativo de Dumas. Su obra se nutre de lecturas “apasionadas y parciales” de poesía y literatura. No busca ilustrar textos sino establecer con ellos un diálogo donde pintura y palabras se enriquecen mutuamente. Sus lienzos se convierten entonces en espacios donde resuenan los ecos de otras voces, otras épocas, creando una polifonía que rechaza la simple contemplación para exigir el compromiso intelectual y emocional del espectador.

La dimensión psicoanalítica de su trabajo constituye el segundo pilar de su enfoque artístico, y no es casualidad que Dumas estudiara psicología en la universidad de Ámsterdam entre 1978 y 1980. Esta formación marcó profundamente su manera de abordar el retrato, que concibe menos como una representación física y más como un mapa de los territorios inconscientes. Sus cuadros funcionan como sesiones analíticas donde lo reprimido sale a la superficie, donde las máscaras sociales se resquebrajan para dejar entrever lo que preferiríamos mantener oculto.

Dumas se interesa particularmente por las zonas grises de la psique humana: la sexualidad en sus manifestaciones más crudas, la violencia latente que duerme en cada uno, la culpa heredada de estructuras sociales opresivas. Su infancia bajo el apartheid en Sudáfrica ha alimentado una reflexión permanente sobre los mecanismos psicológicos de la dominación y la exclusión. Obras como Evil is Banal (1984), donde se representa con un rostro y una mano ennegrecidos, cuestionan su propia complicidad como mujer blanca en un sistema racista. Esta capacidad de volver el bisturí analítico contra sí misma evidencia una honestidad intelectual rara.

La cuestión de la identidad sexual y la representación del deseo atraviesa también su obra con una intensidad particular. Dumas pinta desnudos que no tienen nada del erotismo convencional, son cuerpos expuestos en su vulnerabilidad, su extrañeza y su potencial amenaza. Trabaja frecuentemente a partir de material pornográfico que subvierte para crear imágenes que oscilan entre revelación y ocultación, entre exhibición y pudor. Esta ambivalencia refleja las tensiones inherentes a la sexualidad humana, esa mezcla de impulso y censura que Freud situó en el corazón del inconsciente.

Sus retratos de niños, especialmente los de su propia hija Helena, perturban por su rechazo al sentimentalismo. Los bebés que pinta aparecen a menudo verdosos, casi monstruosos, como en Die Baba (1985), donde el niño con rasgos que evocan a Hitler plantea la pregunta insoportable: ¿en qué momento la inocencia se convierte en crueldad? Estas imágenes desafían nuestra necesidad de ver la infancia como un estado de gracia, obligándonos a reconocer que la violencia y la destructividad también son componentes de la condición humana desde la más tierna edad.

La relación de Dumas con las imágenes fotográficas que utiliza como material primario también revela una comprensión aguda de los mecanismos psíquicos de la proyección y la identificación. Ella nunca copia servilmente sus fuentes, las somete a un proceso de distanciamiento que permite al inconsciente de la artista infiltrar la representación. Este método hace eco de las teorías sobre la pantalla del fantasma, esa superficie donde se proyectan nuestros deseos y nuestras angustias. Los rostros que pinta se convierten así en espejos deformantes donde reconocemos algo de nosotros mismos, incluso, y sobre todo, cuando la imagen nos repugna.

La serie Models (1994) o el retrato de Naomi Campbell (1995) ponen en cuestión los mecanismos de la construcción identitaria a través de la mirada del otro. Al pintar estos iconos de belleza, Dumas no celebra su glamour sino que revela la violencia simbólica que las constituye como objetos del deseo masculino. Sus brochazos líquidos hacen literalmente que los rostros se derritan, como si la identidad misma no fuera más que una construcción precaria, siempre amenazada de disolución. Esta inestabilidad fundamental de la imagen del yo resuena profundamente con las concepciones psicoanalíticas del sujeto como fundamentalmente dividido, fragmentado, en perpetua reconstrucción.

Sus retratos de figuras políticas controvertidas, como el de Oussama ben Laden (2010), llevan aún más lejos esta investigación de las zonas oscuras de la psique colectiva. Al humanizar al terrorista, Dumas no hace apología de la violencia, sino que nos confronta con una verdad molesta: el monstruo se parece a nosotros. Esta capacidad de rechazar la facilidad del maniqueísmo, de explorar la humanidad común que persiste incluso en las figuras más repulsivas, es testimonio de una profundidad analítica que supera ampliamente el simple ejercicio pictórico.

La cuestión de la mirada y el reconocimiento, central en las teorías psicoanalíticas sobre la formación del sujeto, atraviesa toda la obra de Dumas. Sus figuras nos miran a menudo con una intensidad perturbadora, transformándonos en voyeurs cómplices. Este juego de ver y ser visto, esta dialéctica de la mirada que constituye al sujeto a la vez que le amenaza, estructura la relación que Dumas establece entre la obra y el espectador. No podemos contemplar pasivamente sus cuadros, nos implican, nos acusan, nos obligan a reconocer nuestra propia implicación en las estructuras de poder y deseo que ella representa.

El trabajo de Dumas sobre la representación de los cuerpos, ya sean desnudos, retratos o escenas eróticas, rechaza sistemáticamente la idealización. Sus personajes llevan los estigmas de su historia psíquica: la angustia se lee en la distorsión de los rasgos, la violencia en la empastación de la materia pictórica, el deseo en la fluidez de los colores que sangran más allá de los contornos. Esta materialidad misma de la pintura se convierte en el vehículo de una exploración de la materialidad del cuerpo y del inconsciente que lo habita.

Su técnica del húmedo sobre húmedo, donde los colores se mezclan y contaminan mutuamente, funciona como una metáfora de los procesos psíquicos mismos. Nada es fijo, todo circula, se transforma, escapa al control. Esta liquidez de la imagen refleja la fluidez del inconsciente tal como la concebía el psicoanálisis: un flujo continuo de asociaciones, condensaciones, desplazamientos que desafía cualquier intento de fijación definitiva.

La influencia que reconoce de artistas como Edvard Munch o Francis Bacon no es fortuita. Estos pintores compartían con ella una obsesión por las manifestaciones visuales de la angustia psíquica, por esos momentos en que la interioridad desborda la apariencia y deforma lo visible. Pero donde Bacon encerraba sus figuras en jaulas arquitectónicas y Munch las sumergía en paisajes expresionistas, Dumas prefiere aislarlas sobre fondos neutros, concentrando toda la intensidad emocional en el tratamiento del rostro y del cuerpo en sí mismos.

Lo que impresiona en la obra completa, es la negativa absoluta a la consolación. Dumas no nos ofrece ningún consuelo, ninguna escapatoria frente a las verdades que saca a la luz. Sus pinturas funcionan como síntomas en el sentido psicoanalítico del término: revelan lo que debe permanecer oculto, hacen un retorno de lo reprimido bajo una forma disfrazada pero reconocible. Esta dimensión sintomática de su arte explica tal vez el malestar que suele suscitar, nos enfrentamos a aspectos de nosotros mismos y de nuestra sociedad que preferiríamos ignorar.

Al llegar al término de esta reflexión, parece que la obra de Marlene Dumas desafía cualquier intento de clasificación cómoda. No es simplemente retratista, ni expresionista, ni neorromántica, es todo eso a la vez y nada de eso completamente. Su arte funciona como un espejo roto que nos devuelve fragmentos de verdad imposibles de recomponer en un todo armonioso. Esta fragmentación misma constituye tal vez su aporte más valioso: en una época saturada de imágenes pulidas y de representaciones formateadas, Dumas nos recuerda que lo humano es fundamentalmente irreproducible, irreductible e inescrutable.

Su capacidad para unir en una misma obra la herencia de la gran poesía europea y las intuiciones del pensamiento psicoanalítico sobre las profundidades de la psique humana la convierte en mucho más que una simple artista contemporánea. Se presenta como arqueóloga del alma, como cartógrafa de los territorios interiores que no nos atrevemos a explorar. Sus lienzos no decoran las paredes, las perforan, creando aberturas vertiginosas hacia abismos que preferiríamos no contemplar.

El honor que le hizo el Museo de Orsay en 2021, al ser la primera artista viva en exponer en la galería de los impresionistas, reconoce implícitamente esa estatura excepcional. Pero más allá de las consagraciones institucionales, es en el malestar que provocan sus obras donde reside su verdadero valor. Porque el arte que simplemente nos gusta no es más que un entretenimiento; el que nos perturba profundamente es el único que merece que nos detengamos en él. Marlene Dumas no crea para agradar, crea para despertar, para incomodar, para obligarnos a pensar y sentir lo que preferiríamos evitar.

En esta época en que la imagen prolifera hasta volverse insignificante, donde todo se consume y se olvida a la velocidad de la conexión a internet, el trabajo de Dumas nos recuerda que ciertas imágenes resisten, insisten, vuelven para perseguirnos. Sus retratos son de esos que no se pueden olvidar, precisamente porque no nos dejan tranquilos. Siguen trabajando en nosotros mucho tiempo después de haberlos dejado, como astillas clavadas en la conciencia, como preguntas sin respuesta que nos persiguen en el sueño.

Ahí está, finalmente, el signo distintivo del gran arte: no es que nos maraville en el momento, eso puede lograrlo cualquier espectáculo bien elaborado, sino que sigue operando en nosotros, que modifica nuestra mirada sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Marlene Dumas pinta rostros, ciertamente, pero al hacerlo, reconfigura los nuestros. Nos obliga a vernos como no queríamos vernos, y es precisamente por eso que su obra permanecerá cuando tantas otras hayan caído en el olvido. La belleza, decía ella, no existe sin mostrar el horror de la vida. Y nosotros, espectadores a pesar de nosotros mismos de nuestra propia decadencia, no podemos sino asentir ante sus cuadros que nos ofrecen ese espejo implacable: sí, somos nosotros, en toda nuestra miserable esplendor, los que habéis pintado.


  1. Exposición “Marlene Dumas: Le Spleen de Paris”, Musée d’Orsay, París, 12 de octubre de 2021 – 30 de enero de 2022, proyecto concebido en colaboración con Donatien Grau
  2. Entrevista con Marlene Dumas, Artnet News, noviembre de 2021
  3. Marlene Dumas, Sweet Nothings: Notes and Texts, 1982-2014, D.A.P., 2014
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Referencia(s)

Marlene DUMAS (1953)
Nombre: Marlene
Apellido: DUMAS
Género: Femenino
Nacionalidad(es):

  • Sudáfrica

Edad: 72 años (2025)

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