Escuchadme bien, panda de snobs. Alexandre Diop no pinta. Él ensambla, agrede, quema. Este franco-senegalés de treinta años radicado en Viena, Austria, construye monumentos rugientes a partir de escombros. Sus lienzos de más de tres metros no están hechos para adornar vuestros salones burgueses. Os aplastan, os obligan a postraros. Diop colecciona los restos del mundo como un ladrón de solares abandonados. Cajas de Banania que apestan al racismo cotidiano. Páginas rasgadas de libros dadaístas. Metal retorcido. Telas carbonizadas. Todo lo que está devaluado, deteriorado, olvidado. El artista llega al taller con su botín y entra en trance, con un clavo en la boca, una grapadora y un martillo en las manos. A menudo se hace sangrar mientras trabaja. La sangre termina en la obra. Escupe sobre ella.
La exposición parisina de 2022 realizada en Reiffers Art Initiatives bajo la mentoría del artista estadounidense Kehinde Wiley, “La próxima vez, el fuego”, lleva un título tomado del libro de James Baldwin publicado en 1963 [1]. No es casualidad. Baldwin escribía en una América desgarrada por la segregación, donde los cuerpos negros eran violados por el sistema cada día. “Si no nos atrevemos a todo ahora, el cumplimiento de esta profecía, recreada a partir de la Biblia en un canto de esclavo, está sobre nosotros: Dios le dio a Noé la señal del arcoíris, No más agua, el fuego la próxima vez”, escribía. Diop se apropia de esta amenaza profética como una herramienta. El fuego recorre su trabajo. En 2020, a la víspera de su ingreso a la Academia de Bellas Artes de Viena, el artista prendió literalmente fuego a su taller berlinés. Había pintado toda la noche sobre grandes tablas negras, luego entró en trance y quemó todo, casi provocando un incendio en todo el edificio. Una de sus obras se titula Alexandria, como la biblioteca que se perdió en las llamas. Esta destrucción purificadora no es una performance adolescente. Es una necesidad existencial, una manera de regresar de los infiernos a un mundo nuevo.
La violencia en Diop nunca es gratuita. Nacido en París en 1995 de padre senegalés, proveniente de un entorno privilegiado según sus propias palabras, el artista afirma que habría terminado en prisión sin la pintura. Le llamaban el “pitbull” cuando jugaba al fútbol. Esta rabia proviene de una historia personal y colectiva. Se siente violado diariamente en el respeto que se le debería otorgar. No en la intimidad de su sexualidad, sino en su dignidad como ser humano. Aprovecha el sistema patriarcal como hombre, pero siente la violencia de la vida como hombre de origen inmigrante. Baldwin hablaba de esta misma violencia estructural. Describía cómo la sociedad blanca inocente, ignorante de sus propias acciones, destruía sistemáticamente a los hombres negros. Diop traslada esta constatación al lenguaje visual de nuestra época. Sus personajes descarnados, su anatomía y su esqueleto a la vista de todos, habitan un Olimpo donde ya no están atados por las mismas leyes sociales y naturales. Se desnudan sin vergüenza, mostrando su sufrimiento y hasta qué punto la vida los ha roto.
Baldwin buscaba una América que dejara de considerarse una nación blanca y abrazara su verdadera naturaleza multirracial. Diop busca un mundo donde todos sean respetados. Sus obras son invitaciones a la paz, a la unión, incluso cuando los temas son violentos. El fuego que destruye es también el que purifica y permite que la vida aparezca. Es el elemento que permitió el surgimiento de la sociedad, el calor humano que calienta a las personas. El artista quedó especialmente marcado por un viaje a la India donde vio cuerpos quemados. El fuego como medio para ir a un más allá. Esta idea de transformación impregna todo su trabajo. Los objetos que utiliza están descompuestos, consumidos. Las inscripciones que arranca de los embalajes comerciales nutren sus lienzos. Las palabras y las fotos tomadas de los libros crean una poesía instantánea, automática.
Si Diop invoca a Baldwin, es para plantear la misma pregunta que el escritor hacía en 1963: ¿quiero realmente integrarme en una casa en llamas? La respuesta pasa por la representación de lo que podríamos llegar a ser en un futuro, de lo que fuimos en un pasado, o de lo que somos en otro presente. Sus personajes no son necesariamente personas que existen. A veces aparece Malcolm X, o músicos de jazz. Un primate preside una de sus nuevas pinturas. Para Diop, el mono es la versión más evolucionada del hombre, lo que deberíamos ser. Nos creemos inteligentes, pero mira cómo tratamos al mundo, la pobreza extrema y el sufrimiento. ¿Has visto alguna vez gorilas invadir Corea del Sur por avión?, pregunta con un humor mordaz. Esta inversión de las jerarquías resuena con la urgencia de Baldwin. Si no cambiamos, vendrá el fuego. Ya está aquí, en los lienzos de Diop que sangran y gritan.
Pero el artista no trabaja solo con la herencia literaria afroamericana. También se inscribe en una línea artística europea particular, la del dadaísmo nacido en Zúrich en 1916 [2]. Diop cita explícitamente este movimiento. Posee una cubierta de libro Dada que arrancó y pegó en una de sus pinturas. El dadaísmo era esa intención de molestar a las élites y sus valores. Hugo Ball, Tristan Tzara, Jean Arp y los demás dadaístas eran jóvenes escandalizados por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Querían romper con el arte antiguo y el espíritu de la sociedad burguesa. Irrespetuosos con las convenciones, buscaban provocar para hacer reaccionar. Tzara proclamaba que lo que llamamos dada es una farsa surgida de la nada. El movimiento promovía un espíritu rebelde y cáustico, un juego con las convenciones, su rechazo a la razón y a la lógica.
Diop retoma ese espíritu de rebelión contra las instituciones. Fue admitido en la Academia de Bellas Artes de Viena en 2020 pero no se quedó. El academicismo y las instituciones no son para él. Como los dadaístas que convertían el Cabaret Voltaire en lugar de escándalos, Diop transforma su taller en un caos donde todo es posible. Habla de iglesia urbana para designar el espacio de exposición. Etimológicamente, la palabra religión viene del latín religare, ligar las cosas entre sí. Una iglesia urbana es un lugar en la ciudad donde se puede rezar y liberarse. Sus padres siempre le explicaron que un artista debe estar arraigado en la sociedad y en la vida. Representa un contrapeso. Trabaja para el pueblo, no para las galerías ni las instituciones.
Esta posición política se une a la de los dadaístas berlineses como Raoul Hausmann o John Heartfield, cercanos a la ideología socialista. Utilizaban el collage y el fotomontaje como herramientas de sátira política. Hausmann recortaba los cuerpos en los periódicos como para recordar los cuerpos masacrados durante la guerra. Este procedimiento les permitía alejarse de su papel de artistas en el sentido antiguo. Diop adopta un enfoque similar con sus materiales encontrados. Él no se considera un pintor que intenta crear ilusiones. Muestra una realidad que ya proviene de nuestro mundo. No busca crear algo, sino mostrar lo que la gente quizás intenta ignorar. Los objetos devaluados que coloca sobre el lienzo recuperan un valor diferente, más poderoso.
Marcel Duchamp, figura central del dadaísmo, ya había operado esta mutación con sus ready-mades. En 1917, presentó su Fuente, un urinario firmado por R. Mutt. Duchamp demostraba que el acto de elegir y nombrar un objeto como obra bastaba para conferirle un valor artístico. Diop va más allá. No se limita a presentar objetos manufacturados como arte. Los agrede, los desmiembra, los quema, los refundé en composiciones que claman. Sus pinturas concentran una acumulación de materiales tan diversos como monedas, telas, varillas de metal, páginas de libro. Estos objetos forman su paleta de pintor. Los encuentra en chatarrerías, en la calle, en almacenes o casas abandonadas donde entra como un ladrón.
Su trabajo de recolección está ligado a la noción de prohibido. En Berlín, pasaba sus días recuperando objetos en bicicleta. Se colocaba en lugares donde solo había personas sin hogar. Él mismo se parecía a un vagabundo. De hecho, lo arrestaron y esposaron varias veces. El carrito lleno de objetos que está tirado en su taller es la calle, la pobreza. Es una metáfora de su trabajo: no olvidar a los olvidados, representar lo que huele mal, lo que es difícil de ver. También es ir a ver la violencia, la miseria, el criminal. Este enfoque recuerda al Arte Povera italiano que usaba materiales pobres y no convencionales. Pero mientras que el Arte Povera buscaba frecuentemente una dimensión poética, Diop inyecta una urgencia política y una rabia visceral en sus ensamblajes.
Sus referencias a la historia del arte nunca son neutrales. Cuando retoma la Olympia de Manet en El Mentira de Estado, utiliza texto, madera, bisagras de puertas y plástico. Incorpora una cubierta rota de Civilización o Barbarie, obra mayor del historiador africano Cheikh Anta Diop. La pintura de Manet causó escándalo en el Salón de 1863. Alexandre Diop añade una capa extra interrogando las mentiras de Estado y las construcciones coloniales de la historia. De igual modo, su obra “Honi soit qui mal y pense” revisita La Gran Odalisca de Ingres. Estas referencias a los desnudos femeninos de la historia del arte europeo son deliberadamente reapropiadas y saboteadas. El artista no busca celebrar estas obras maestras sino desviarlas, hacer que digan otra cosa sobre el poder y la violencia estructural.
La monumentalidad de sus formatos, a veces de más de tres metros, modifica radicalmente la relación que el espectador mantiene con la obra. La pintura no puede ser un objeto decorativo doméstico. Su uso del oro intenta darles una cualidad sacra, obligar al espectador a postrarse. Sus obras son peligrosas. Literalmente, pueden matarte si te caen encima. Esta dimensión física del riesgo está ausente en el dadaísmo histórico. Diop añade el peligro corporal real a la provocación intelectual. Sus lienzos gritan, y ese grito no es metafórico. Es el primer grito del recién nacido, los primeros llantos. La violencia que todos conocemos al nacer.
¿Qué hace que el trabajo de Diop sea tan perturbador, tan necesario en 2025? Es que él rechaza toda consolación estética. Sus obras no son bellas en el sentido convencional. Son poderosas, terroríficas, monumentales. Llevan las huellas de su fabricación: la sangre del artista, las quemaduras, los desgarros. Huelen a sudor, rabia, desesperación. Pero también llevan la loca esperanza de un mundo donde los olvidados sean vistos, donde los rechazados tengan valor, donde la violencia estructural sea nombrada y combatida. Diop no propone soluciones fáciles. Simplemente muestra lo que es: la violencia del mundo, el sufrimiento de los cuerpos, la mentira de las instituciones. Y en ese rechazo de la ilusión, en ese enfrentamiento brutal con la realidad, abre una brecha.
Esa brecha es la que Baldwin buscaba cuando escribía sobre el fuego que vendría si no cambiábamos. Es la que los dadaístas buscaban cuando gritaban sus poemas fonéticos en el Cabaret Voltaire. Es la que Diop excava a golpes de martillo en su taller vienés. Una brecha en la mentira, en el olvido, en la violencia normalizada. Una brecha por donde podría pasar algo nuevo. No una utopía. No un mundo perfecto. Pero un mundo donde las personas se vieran realmente entre sí, donde aceptaran su desnudez común, su fragilidad compartida. Un mundo donde el primate fuera la versión más evolucionada del hombre, porque no hace la guerra, porque no construye sistemas de opresión.
Las obras de Diop existen en ese espacio entre la desesperación y la esperanza, entre la destrucción y la creación. Son imágenes-objetos, como él las llama. Ni pinturas ni esculturas, sino algo más vivo, más peligroso. Rechazan la categorización fácil. Oscilan entre figuración y abstracción, entre referencia culta y material bruto. Acumulan capas de sentido sin nunca fijarse en una interpretación única. Es esa multiplicidad lo que hace su fuerza. Diop no te dice qué debes pensar. Te muestra lo que existe y te deja hacer tu propio camino. Pero sus lienzos de tres metros te obligan a levantar la cabeza. Su peso físico te recuerda que podrían aplastarte. Su complejidad visual te fuerza a mirar durante mucho tiempo, a buscar detalles, a descifrar las inscripciones.
Y en esa mirada prolongada, sucede algo. Empiezas a ver las conexiones. La caja Banania y el racismo colonial. Las páginas arrancadas y la violencia hacia los libros. El metal retorcido y los cuerpos rotos. El oro y la sacralidad robada. El fuego y la purificación necesaria. Todo encaja. Todo cuenta la misma historia de un mundo que destruir y reconstruir. Diop trabaja con urgencia. Entra en trance. Dibuja directamente sobre el lienzo sin boceto previo. Toma objetos del estudio, mezcla, rasga, corta, quema. Esa espontaneidad no es nada ingenua. Se basa en un conocimiento profundo de la historia del arte, la literatura, la historia política. Pero se niega a dejarse paralizar por ese conocimiento. Actúa.
Mirar una pintura de Diop es enfrentarse a tu propia posición en el mundo. Es preguntarte: ¿dónde me sitúo respecto a esta violencia? ¿Me aprovecho de ella? ¿La sufro? ¿La combato? Estas preguntas no son cómodas. El arte que importa nunca es cómodo. Incomoda. Provoca. Obliga a pensar. Es exactamente lo que hacían Baldwin con sus ensayos incendiarios y los dadaístas con sus actuaciones escandalosas. Es lo que hace Diop con sus ensamblajes monumentales. Nos obliga a ver lo que preferiríamos ignorar. Los olvidados. Los rechazados. Los violentados. Pero también nos muestra que esos olvidados poseen una creatividad, una capacidad de adaptación, una riqueza de valores que la sociedad dominante no reconoce.
Esta posición es política. Siempre lo ha sido. Diop lo reivindica. El arte es un acto de emancipación, dice él. Ninguna norma creada por otros limita su enfoque de la vida, del pensamiento y del proceso creativo. Rechaza los límites materiales o las fronteras de medio. Esa libertad no es gratuita. Se conquista con golpes de clavos y martillo. Se paga con sangre y sudor. Pero produce obras que tienen un poder raro en el arte contemporáneo. Un poder que no busca ni agradar ni chocar por chocar. Un poder que viene de una necesidad interior absoluta.
Esto es lo que hay que retener de Alexandre Diop en este año 2025 [3]. Representa una voz singular que rechaza los compromisos, que mantiene una exigencia ética y estética sin concesiones. Sus obras seguirán evolucionando, cambiando, resquebrajándose. Seguirán dando testimonio de los valores inherentes al hombre creador. Seguirán planteando la pregunta esencial que Baldwin planteaba hace más de sesenta años: ¿realmente queremos ser integrados en una casa en llamas? ¿O preferimos quemar esa casa y construir una nueva, donde cada uno tendría su lugar, donde nadie sería olvidado, donde se nombraría y combatiría la violencia estructural? Diop no da la respuesta. Plantea la pregunta. Y en esa pregunta ardiente, urgente y necesaria reside toda la fuerza de su arte.
- James Baldwin, The Fire Next Time, Nueva York, Dial Press, 1963.
- El movimiento dadaísta nació en Zúrich en 1916 en el Cabaret Voltaire, fundado por Hugo Ball, Tristan Tzara, Jean Arp y otros artistas y escritores que huían de la Primera Guerra Mundial.
- Alexandre Diop también expone actualmente en Londres en la Stephen Friedman Gallery. Exposición individual titulada Run For Your Life !, del 19 de septiembre al 1 de noviembre de 2025.
















