Escuchadme bien, panda de snobs. Dejad de admirar el arte insípido que llena vuestras galerías asépticas y venid a contemplar lo que ocurre cuando una artista destroza las convenciones intelectuales. Ana Mendieta nunca fue vuestra artista domesticada, fue un cometa ardiente, una mujer cuya obra sigue sangrando, ardiendo y disolviéndose ante nuestra mirada impotente.
Esta mujer, arrancada de su Cuba natal a los 12 años, lanzada al vacío glacial de Iowa, transformó su trauma en una obra que todavía nos abofetea hoy. No se limitaba a crear arte; ella encarnaba el arte. No encontraréis en ella las fórmulas previsibles de una estética comercial. Cuando Mendieta se cubría de barro, hojas, sangre o fuego, no buscaba producir objetos de consumo para vuestros salones inmaculados.
Su obra resuena con una profundidad antropológica que haría estremecerse a Claude Lévi-Strauss. A través de su serie “Siluetas” (1973-1980), Mendieta se inscribe en una concepción universal del signo, donde el cuerpo femenino se convierte en un símbolo primordial, operando como un sistema autónomo de significado. Como escribió Lévi-Strauss: “El simbolismo no es un efecto de la sociedad, sino que la sociedad es un efecto del simbolismo” [1]. Mendieta manipula estos sistemas simbólicos primitivos con una inteligencia feroz, transformando su cuerpo en un terreno de comunicación transcultural.
Sus siluetas impresas en la arena, la nieve, el barro o la hierba funcionan como lo que Lévi-Strauss llamaría “mitemas”, unidades constitutivas del mito que portan un significado cultural denso. Cada Silueta es un fragmento de una mitología personal que dialoga con las estructuras antropológicas universales. El análisis estructuralista nos permite entender cómo esta artista cubanoamericana transcendió su doble identidad para crear un lenguaje visual que extrae de las capas más profundas de nuestro imaginario colectivo.
Cuando ella labra los contornos de su cuerpo en la tierra mexicana o imprime su silueta en la arena, no actúa como la artista que quiere impresionar a la galería. Ella entabla un diálogo sísmico con las culturas antiguas que Lévi-Strauss dedicó su vida a estudiar. En sus obras como “Imagen de Yagul” (1973), donde yace desnuda en una tumba zapoteca precolombina cubierta de flores blancas, Mendieta se convierte a la vez en ofrenda y diosa, muerta y viva, trascendiendo lo que Lévi-Strauss llamaría “las estructuras elementales” de nuestra concepción del cuerpo.
El antropólogo francés nos enseñó que los mitos funcionan como máquinas para resolver las contradicciones fundamentales de las sociedades. Mendieta, al situarse literalmente en los intersticios, entre tierra y cielo, materia y espíritu, Cuba y Estados Unidos, encarna estos paradoxos y los transfigura. Su práctica resuelve temporalmente el enigma de su existencia doble, ni totalmente cubana ni totalmente estadounidense.
Su uso de la tierra no es inocente. Para Lévi-Strauss, la distinción entre lo crudo y lo cocido marca el paso de la naturaleza a la cultura. Mendieta juega constantemente en esa frontera, transformando su cuerpo en un sitio donde la naturaleza y la cultura se entrelazan indistintamente. Cuando se cubre de barro en “Tree of Life” (1976), se convierte simultáneamente en humana y no humana, producto cultural y entidad natural. Esta liminalidad es exactamente lo que la antropología estructural busca analizar.
¡Pero eso no es todo! Porque si la antropología estructural nos ayuda a descifrar su lenguaje visual, es la potencia del teatro de Antonin Artaud la que nos permite captar la dimensión visceral de su obra. Mendieta practicaba lo que Artaud llamaba “un teatro de la crueldad”, no una crueldad sádica, sino una poesía física que golpea directamente los sentidos y quiebra la armadura de nuestra racionalidad.
Artaud escribía: “El teatro debe darnos todo lo que hay en el crimen, en el amor, en la guerra o en la locura, si quiere recuperar su necesidad” [2]. ¿No es exactamente esto lo que Mendieta nos ofrece en “Rape Scene” (1973), donde se representa atada y ensangrentada, reproduciendo una violación ocurrida en su campus? Esta performance no es una simple protesta política, es un ataque frontal a nuestros mecanismos de defensa, una convulsión que nos obliga a participar en el horror.
Lo que hace esta obra particularmente artaudiana es la manera en que transforma al espectador en cómplice. Los visitantes invitados a su apartamento descubrían a Mendieta doblada sobre una mesa, medio desnuda y cubierta de sangre, en una puesta en escena del crimen. Este enfrentamiento directo con la violencia representada elimina la distancia cómoda que caracteriza habitualmente nuestra relación con el arte. Como habría querido Artaud, Mendieta nos despoja de nuestras protecciones culturales para exponernos a una verdad insoportable.
La noción artaudiana de un “teatro de la peste” que contagia al espectador encuentra su expresión perfecta en las acciones de Mendieta. Cuando utiliza su sangre como material en “Body Tracks” (1974), trazando surcos rojos en las paredes blancas con sus brazos, nos infecta con su presencia corporal. El cuerpo se convierte en un vehículo de contagio artístico, exactamente como Artaud lo imaginaba: “Como la peste, el teatro está hecho para vaciar colectivamente abscesos” [3].
En “Anima, Silueta de Cohetes” (1976), crea una silueta femenina de fuegos artificiales que arde en la oscuridad, consumiendo y transformando el espacio nocturno. Esta obra ilustra perfectamente lo que Artaud describía como “una poesía en el espacio… de una sensibilidad efectiva y no textual” [4]. La explosión, el fuego, la transformación química de los materiales, todo ello crea un espectáculo total que compromete el cuerpo del espectador en una experiencia sensorial completa.
Esta dimensión ritual, que los críticos perezosos suelen reducir a un interés superficial por la Santería, es en realidad una exploración profunda de lo que Artaud llamaba “el doble del teatro”. Mendieta comprendía intuitivamente que el arte debía recuperar su función originaria: la de una experiencia total que compromete el cuerpo tanto como la mente. Sus “esculturas rupestres” grabadas en las cuevas de Jaruco en Cuba en 1981 no son simples imágenes; son invocaciones de fuerzas primordiales, encantamientos visuales que podrían hacer sonreír a Artaud en su tumba.
Estas grabados, inspirados en las figuras de la mitología Taína, revelan la comprensión que Mendieta tenía de lo que Artaud llamaba los “jeroglíficos animados”, un lenguaje físico que precede y trasciende la palabra. Cuando Mendieta graba estas formas femeninas estilizadas en la piedra caliza de las cuevas, retoma una gestualidad artística primordial que nuestra cultura ha reprimido en favor del verbo. Exactamente es ese regreso a las raíces lo que Artaud defendía para revitalizar un arte occidental que consideraba moribundo.
¡Pero no se equivoquen! Aunque Mendieta bebe de fuentes rituales, es una artista de una inteligencia formidable. Su manera de documentar sus acciones efímeras, principalmente mediante fotografía y película Super-8, testimonia una conciencia aguda de los desafíos de la representación. Sabía que en nuestra cultura del espectáculo, lo que no se registra no existe. Sus siluetas grabadas en la arena estaban destinadas a desaparecer, pero su documentación persiste como una cicatriz en nuestra memoria colectiva.
“Ochún” (1981), una de sus últimas obras filmográficas, muestra una forma femenina esculpida en la arena de Key Biscayne, Florida, dedicada a la diosa yoruba de las aguas. Esta figura, progresivamente borrada por las olas, dialoga simultáneamente con las tradiciones afro-cubanas y con la historia del arte occidental. Es una manera de reescribir el mito de Venus, ya no como diosa blanca emergiendo de las olas, sino como divinidad negra que retorna al océano. Esta sofisticación intelectual nos muestra que Mendieta no era una simple “primitiva” jugando con símbolos exóticos, sino una artista conceptual rigurosa.
Lo que distingue a Mendieta de los minimalistas pretenciosos y los conceptuales narcisistas de su época es su rechazo a oponer emoción e intelecto. Mientras los hombres blancos jugaban con sus cubos inmaculados y sus teorías autorreferenciales, Mendieta se sumergía en el barro, la sangre y el humo sin comprometer jamás la rigurosidad de su enfoque. Era simultáneamente visceral y cerebral, habitando ese espacio que el pensamiento occidental insiste en fragmentar.
Tomemos “Blood Sign #2 / Body Tracks” (1974), mencionada antes, donde ella sumerge sus brazos en una mezcla de sangre y pintura para dejar huellas en una pared blanca. Esta acción no es solo una expresión emocional; es una reflexión sofisticada sobre la historia de la pintura, la representación del cuerpo femenino y los límites de la abstracción. Mendieta usa su cuerpo como pincel viviente, difuminando la distinción entre artista y obra, entre sujeto y objeto. Es una deconstrucción feminista de la pintura de acción masculina, pero también una meditación sobre la marca, la huella, la presencia y la ausencia, conceptos centrales del arte conceptual más riguroso.
La tragedia de su muerte, al caer por la ventana de su piso 34 en 1985 en circunstancias que la justicia estadounidense nunca supo o quiso esclarecer, amenaza constantemente con eclipsar su obra. Pero precisamente eso es lo que debemos rechazar. Ana Mendieta no fue solo una víctima; fue una fuerza de la naturaleza, una inteligencia visionaria que comprendió que el arte no solamente debe ser mirado, sino vivido.
Su cuerpo, que tantas veces se fundió con la tierra en sus obras, nos recuerda lo que Artaud describía como “la vida más allá de lo que conocemos”. Cuando Mendieta escribía: “Siento que me han arrancado del vientre materno (la naturaleza). Mi arte es la forma en que restauro los lazos que me unen al universo” [5], tocaba la esencia misma de lo que el arte puede lograr: no solo decorar nuestras existencias, sino crear puentes entre nosotros y lo incomprensible.
Miren atentamente “Creek” (1974), donde ella se deja llevar por las aguas de un arroyo, su cuerpo pareciendo disolverse en la corriente. Esta obra no es una simple evocación de la Ofelia shakesperiana; es una manifestación de lo que Lévi-Strauss llamaría una “estructura mítica universal”, el retorno al elemento líquido como símbolo de transformación. Pero es también, desde la perspectiva artaudiana, un acto de desposesión voluntaria, una manera de “reencontrar la vida a través del teatro”.
En “Sweating Blood” (1973), donde la sangre fluye lentamente por su rostro impasible, Mendieta lleva a cabo una transmutación alquímica de los fluidos corporales, transformando una sustancia tabú en material estético. Esta performance está intrínsecamente ligada a lo que Artaud denominaba “el cuerpo sin órganos”, un cuerpo liberado de las constricciones funcionales y convertido de nuevo en pura intensidad. La sangre ya no es solo el líquido vital que circula por nuestras venas; se convierte en una sustancia autónoma, un actor por derecho propio en el drama visual que Mendieta escenifica.
Mientras contemplamos el legado de Mendieta, no olvidemos la radicalidad de su gesto. En una época en la que el arte se estaba volviendo cada vez más desincorporado, ella insistió en la presencia del cuerpo, específicamente de un cuerpo femenino, cubano, exiliado. Rechazó la abstracción estéril para abrazar una abstracción encarnada, enraizada en la sangre y la tierra. Este enfoque no fue un retroceso hacia un primitivismo ingenuo, sino un avance hacia lo que Lévi-Strauss llamaba “el pensamiento salvaje”, un pensamiento que no es inferior al pensamiento científico, sino que opera según sus propias lógicas rigurosas.
La lección fundamental de Mendieta quizás esté ahí: el arte verdadero no nace de teorías elaboradas sino de una necesidad vital. Como escribía Artaud: “No hay espectáculos, no hay virtuosismo, no hay especulaciones intelectuales o incluso estéticas… sino un encuentro directo” [6]. En un mundo artístico saturado de objetos intercambiables y gestos insignificantes, la obra de Mendieta conserva esa cualidad rara: nos golpea con la fuerza de un encuentro inevitable.
Miren estas huellas que ella dejó en el paisaje, siluetas excavadas, quemadas, dibujadas. Estas formas efímeras hablan con la elocuencia silenciosa que Lévi-Strauss atribuía a los mitos fundacionales. Nos dicen que el arte no debe ser un lujo superfluo sino una necesidad vital, un medio para negociar nuestro lugar en un universo incomprensible.
Su práctica artística tenía una coherencia asombrosa. Desde las primeras experimentaciones con sangre animal en “Death of a Chicken” (1972) hasta las últimas esculturas de arena de la serie “Sandwoman” (1983), Mendieta construyó un universo visual donde cada obra dialoga con las otras, formando lo que Lévi-Strauss habría llamado un “sistema total”. Incluso cuando exploraba nuevos medios, como en sus dibujos a tinta sobre papel o sus esculturas en madera de los años 1980, permanecía fiel a su obsesión primordial: la fusión del cuerpo y la tierra, de la identidad y el paisaje.
Así que la próxima vez que se maravillen ante cuadrados blancos o NFT de monos, recuerden a esta mujer que convirtió su cuerpo en un campo de batalla artístico. Ana Mendieta no creó objetos para el mercado del arte; creó experiencias que continúan atormentándonos, inquietándonos, transformándonos. Y en un mundo artístico dominado por la vacuidad y el artificio, ¿no es eso exactamente lo que necesitamos desesperadamente?
- Claude Lévi-Strauss, “Antropología estructural”, Plon, 1958.
- Antonin Artaud, “El Teatro y su doble”, Gallimard, 1938.
- Ibíd.
- Ibíd.
- Ana Mendieta, declaración de artista citada en “Ana Mendieta: Earth Body, Sculpture and Performance”, Hirshhorn Museum, 2004.
- Antonin Artaud, “Para acabar con el juicio de Dios”, 1947, Obras completas XIII, Gallimard.
















