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Banksy: El arte como arma de resistencia masiva

Publicado el: 7 Diciembre 2024

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 9 minutos

Banksy transforma nuestros muros urbanos en manifiestos visuales donde la simplicidad del trazo oculta una crítica mordaz a nuestra sociedad. Sus ratas traviesas y niños soñadores se han convertido en símbolos de una rebelión artística que oscila entre la denuncia del sistema y la participación en él.

Escuchadme bien, panda de snobs. Banksy (nacido en 1974) no es el mesías que esperabais, ni el anticristo que algunos denuncian. Es el síntoma perfecto de una época que confunde la facilidad del mensaje con la profundidad del pensamiento, el ruido mediático con la pertinencia artística. En las calles de Bristol como en los muros de Gaza, sus obras se burlan de nosotros con una ironía tan evidente que se vuelve casi insoportable. Y, sin embargo, no puedo evitar ver en ellas el reflejo exacto de nuestro zeitgeist contemporáneo, un espejo dirigido a una sociedad que oscila constantemente entre la rebeldía y el conformismo, entre el deseo de subversión y la sumisión al mercado.

Empecemos por analizar esta obsesión del artista por la manipulación de los símbolos del poder, que constituye la firma de su trabajo desde sus inicios en los años 90. Sus ratas traviesas que invaden nuestros espacios urbanos no son ajenas a la concepción del poder de Michel Foucault, esa fuerza difusa y omnipresente que se cuela en cada rincón de nuestra sociedad. Cuando Banksy pinta a estos roedores equipados con cámaras fotográficas o de vigilancia, no solo crea una imagen impactante. Materializa la teoría del panóptico de Bentham, retomada por Foucault, donde el poder se ejerce por la sola posibilidad de ser observado. La vigilancia se convierte así en el personaje principal de una sociedad que se observa a sí misma a través del prisma distorsionador de las pantallas y los objetivos.

Pero donde Foucault teorizaba la complejidad de los mecanismos de control social con una finura quirúrgica, Banksy nos sirve metáforas mascadas, imágenes impactantes que golpean fuerte pero a veces fuera de la diana. Toma su “Niña con Globo” vendida en subasta en Sotheby’s en 2018 por 1,4 millones de euros antes de autodestruirse parcialmente. El gesto es brillante en su concepción, una crítica acerba al mercado del arte, pero tan calculado que él mismo se convierte en un producto de marketing más. Esta performance recuerda extrañamente la teoría de Guy Debord sobre la sociedad del espectáculo, donde incluso la protesta se convierte en mercancía. La obra destrozada fue revendida por 18,5 millones de euros en 2021, demostrando que el sistema tiene una capacidad infinita para digerir aquello que pretende destruir.

Esta ambivalencia fundamental atraviesa toda la obra de Banksy como un hilo rojo sangriento. Sus intervenciones en Palestina, especialmente en el muro de separación, alcanzan no obstante una dimensión más profunda que trasciende la simple provocación. Sus trampantojos que parecen perforar el hormigón para revelar paisajes paradisíacos se inscriben en una tradición filosófica que remonta a la caverna de Platón. El artista nos muestra literalmente cómo romper la ilusión, cómo ver más allá de los muros que construimos. Estas obras dejan de ser simples juegos de ingenio, se convierten en actos de resistencia que cuestionan la naturaleza misma de nuestras fronteras físicas y mentales.

Hay algo de Walter Benjamin en este enfoque del arte como herramienta política. Así como Benjamin veía en la reproducción técnica una posibilidad de democratización del arte, Banksy utiliza la reproducibilidad inherente a la plantilla para difundir su mensaje. Pero, a diferencia de Benjamin, que veía en ello el fin del aura de la obra de arte, Banksy logra paradójicamente crear una nueva forma de aura, la del efímero y del anonimato. Sus obras son tanto más valiosas cuanto que pueden desaparecer en cualquier momento, borradas por las autoridades o “salvadas” por coleccionistas poco escrupulosos que no dudan en recortar secciones enteras de paredes.

Su técnica misma, la plantilla, merece que nos detengamos en ella. Simple, eficaz, reproducible hasta el infinito, permite una difusión rápida y un reconocimiento inmediato. Pero esta simplicidad técnica oculta una complejidad conceptual que hace eco a las reflexiones de Jacques Rancière sobre el “partaje de lo sensible”. Al elegir la calle como galería, Banksy redefine los espacios donde el arte puede y debe aparecer. Revoluciona la jerarquía tradicional de los lugares de exposición, creando lo que Rancière llamaría una nueva “distribución de lo visible”.

Esta tensión entre visibilidad e invisibilidad nos lleva al corazón del segundo aspecto fundamental de su trabajo: su crítica al capitalismo consumista. Sus desviaciones de marcas y parodias publicitarias se inscriben en la línea de los análisis de Jean Baudrillard sobre la hiperrealidad. Cuando Banksy transforma el logo de Disney en una imagen de pesadilla o cuando coloca un Ronald McDonald gigante junto a un niño hambriento, no sólo crea un contraste impactante. Revela lo que Baudrillard llamaba el “simulacro”, esa realidad construida por los medios y la publicidad que acaba por reemplazar a lo real.

Su instalación “Dismaland” de 2015 lleva esta lógica hasta el absurdo. Este “parque de atracciones familiar no apto para niños”, como él mismo lo describía, es una deconstrucción magistral de nuestras sociedades de ocio. Al transformar los símbolos de felicidad prefabricada en una pesadilla distópica, Banksy se une a los análisis de Herbert Marcuse sobre el hombre unidimensional, prisionero de una sociedad que crea necesidades artificiales para controlarlo mejor. Los empleados depresivos con orejas de Mickey, el castillo de Cenicienta transformado en una ruina apocalíptica, los barcos teledirigidos llenos de migrantes: cada elemento es una reprimenda contra lo que Marcuse llamaba la “desublimación represiva”, esa manera que tiene el sistema de neutralizar toda contestación transformándola en entretenimiento.

Pero he aquí el problema: a fuerza de jugar con los códigos de la sociedad mercantil, Banksy se ha convertido en un producto él mismo. Sus obras se venden a precio de oro en las galerías incluso cuando denuncian este sistema. Esta contradicción recuerda la crítica de Theodor Adorno sobre la industria cultural: incluso la contestación más radical acaba siendo recuperada por el sistema que denuncia. Las plantillas de ratas rebeldes acaban en camisetas vendidas en grandes superficies, las imágenes de rebelión se convierten en pósteres decorativos en las habitaciones de adolescentes.

El anonimato de Banksy, lejos de ser una simple postura de marketing, como algunos afirman, podría interpretarse como un intento de resistencia a esta apropiación. Al negarse a encarnar físicamente la figura del artista, hace eco a las teorías de Roland Barthes sobre la muerte del autor. La obra existe independientemente de su creador, pertenece a quienes la miran, la interpretan, la fotografían con sus smartphones antes de que sea borrada o robada. Este borrado voluntario del artista detrás de su obra crea un espacio de libertad interpretativa que recuerda lo que Umberto Eco llamaba “la obra abierta”.

Su trabajo en el muro de Gaza ilustra perfectamente esta dimensión política de su arte. Al pintar niños que parecen atravesar el muro o que se elevan gracias a globos, Banksy no se limita a crear imágenes poéticas. Materializa lo que Jacques Rancière llama el “disenso”, esa capacidad del arte para hacer visible lo que no lo era, para hacer oír voces que fueron silenciadas. Estas intervenciones transforman el muro de separación, símbolo de opresión, en un soporte de expresión de libertad y esperanza.

Su trabajo sobre la vigilancia y el control social también merece atención. Sus numerosas representaciones de cámaras de seguridad, a menudo acompañadas por ratas que las desafían o sabotean, hacen eco a los análisis de Gilles Deleuze sobre las “sociedades de control”. Estas sociedades, que sucedieron a las sociedades disciplinarias descritas por Foucault, funcionan no ya mediante confinamiento sino por control continuo y comunicación instantánea. Las obras de Banksy sobre este tema no son simples denuncias, proponen tácticas de resistencia, formas de eludir la vigilancia con humor y ironía.

Su relación compleja con el mercado del arte revela otra dimensión de su trabajo. Al organizar ventas salvajes de sus obras por unos pocos dólares en Central Park, creando certificados de autenticidad que son en sí mismos obras de arte, Banksy juega con los mecanismos de creación del valor en el mundo del arte. Aquí se une a los análisis de Pierre Bourdieu sobre el capital cultural y simbólico. ¿Quién decide el valor de una obra de arte? ¿Cómo se construye y legitima este valor?

Su uso recurrente de la imaginería infantil, niñas con globos, niños cacheados por policías, jóvenes manifestantes lanzando ramos de flores, tampoco es inocente. Se inscribe en una tradición de arte político que utiliza la inocencia como arma crítica, recordando el trabajo fotográfico de Lewis Hine sobre el trabajo infantil a principios del siglo XX. Pero donde Hine buscaba documentar una realidad social, Banksy crea alegorías que juegan con nuestras emociones de una manera a veces demasiado calculada.

La cuestión de la reproducibilidad en su trabajo también merece un análisis profundo. Al elegir la plantilla como técnica principal, Banksy se inscribe en una tradición que se remonta a los carteles de Mayo del 68 y al trabajo de Blek le Rat. Pero lleva esta lógica más lejos al jugar conscientemente con los mecanismos de reproducción y difusión propios de la era digital. Sus obras están diseñadas para ser fotografiadas, compartidas en redes sociales, transformadas en memes. Esta estrategia de difusión viral hace eco a los análisis de Marshall McLuhan sobre los medios como extensiones del hombre.

Nos enfrentamos, por tanto, a un artista que utiliza la aparente sencillez de sus imágenes para transmitir mensajes complejos sobre nuestra época. Sus ratas, sus niños, sus policías que se besan son tantos espejos que reflejan a una sociedad que a menudo prefiere no ver su propio reflejo. Pero al querer ser demasiado accesible, al buscar demasiado el efecto inmediato, Banksy corre el riesgo de caer en la trampa que denuncia: la de una sociedad que privilegia el impacto visual sobre la reflexión profunda.

Porque ahí está toda la paradoja de Banksy: es a la vez el crítico más virulento de nuestra sociedad del espectáculo y uno de sus más brillantes representantes. Sus obras son instantáneamente reconocibles, perfectamente adaptadas a la era de las redes sociales, y, sin embargo, pretenden denunciar esa misma cultura de la imagen. Crea imágenes que modifican nuestra percepción del mundo, al tiempo que permanecen prisioneras de los medios de difusión que critican.

Banksy quizá sea menos el genio subversivo que algunos ven en él y más un notable sismógrafo de nuestra época. Sus obras, con sus mensajes simples y sus ejecuciones efectivas, son el reflejo perfecto de una sociedad que oscila entre el deseo de rebelión y la sumisión al espectáculo. Se ha convertido, a pesar de sí mismo o tal vez voluntariamente, en el artista que nos muestra cómo la propia rebeldía puede convertirse en una mercancía. Y quizá ahí radique su mayor éxito: hacernos conscientes de esa contradicción, aunque él mismo no escape a sus trampas. En un mundo donde la autenticidad se ha convertido en la más preciada de las falsificaciones, Banksy sigue siendo el ilusionista supremo, quien nos muestra los mecanismos de la manipulación mientras él mismo los maneja con un dominio consumado.

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Referencia(s)

BANKSY (1974)
Nombre:
Apellido: BANKSY
Género: Otro
Nacionalidad(es):

  • Reino Unido

Edad: 51 años (2025)

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