Escuchadme bien, panda de snobs, es hora de poner las cosas claras respecto a Barkley L. Hendricks (1945-2017), ese maestro del retrato que supo redefinir magistralmente los códigos de la representación en el arte contemporáneo. Dejad de presumir con vuestras teorías enrevesadas y abrid bien los ojos ante la potencia bruta de su obra.
La trayectoria artística de Hendricks es fascinante en más de un sentido. Nacido en Filadelfia en el barrio de Tioga, creció en una América en plena transformación social. Su talento precoz para el dibujo le condujo a la Pennsylvania Academy of Fine Arts, donde recibió una formación clásica rigurosa. Pero fue durante un viaje a Europa en 1966, gracias a la beca Cresson, cuando tuvo una verdadera revelación. Al recorrer los grandes museos europeos, le impactó la ausencia casi total de figuras negras en los retratos clásicos, salvo algunas representaciones estereotipadas de sirvientes o esclavos. Esta toma de conciencia determinaría toda su aproximación artística.
En la historia del arte occidental, la representación de los cuerpos negros ha estado mucho tiempo relegada a los márgenes, confinada al estatus de simple figuración exótica o servil. Hendricks hizo saltar en pedazos estas convenciones estrechas creando retratos a tamaño natural de una intensidad sobrecogedora. Sus sujetos nos miran con una seguridad tranquila, habitados por una presencia que trasciende el lienzo. No piden permiso para existir, se imponen, punto final.
Su técnica pictórica, heredada de los maestros antiguos que estudió largo tiempo, muestra un dominio absoluto. Los fondos monocromos, tratados en capas planas de acrílico, sirven de marco a figuras pintadas al óleo con un realismo asombroso. Esta dualidad técnica no es un mero efecto de estilo, sino que refleja una reflexión profunda sobre la dialéctica entre el ser y la apariencia, entre la esencia y lo aparente. El uso del acrílico para los fondos permite una ejecución rápida y colores uniformes, mientras que el óleo ofrece la posibilidad de trabajar las pieles y las telas con una riqueza de textura incomparable.
Tomemos “APB’s (Afro-Parisian Brothers)” de 1978, dos hombres negros elegantemente vestidos que se destacan sobre un fondo violeta pervinca. Sus siluetas impecables parecen flotar en un espacio indefinido, como suspendidas entre dos mundos. Esta puesta en escena hace eco del concepto hegeliano de reconocimiento, donde la identidad se construye en la mirada del otro. Los sujetos de Hendricks no mendigan ese reconocimiento, lo exigen con su sola presencia. El tratamiento de la ropa es particularmente revelador: el traje de tres piezas de uno de los hombres se representa con una precisión fotográfica, cada pliegue de la tela estudiado minuciosamente.
La moda juega un papel fundamental en su obra, no como simple adorno sino como afirmación política. La ropa de sus modelos, trajes impecables, zapatos de charol, joyas relucientes, están pintados con una precisión casi fotográfica. Hendricks decía él mismo: “Nadie pinta los vaqueros como yo, con la conciencia de que es un material que se lleva puesto y no que se pinta”. Esta atención maníaca al detalle del vestuario se inscribe en una tradición filosófica que remonta a Hegel, para quien la ropa constituye una mediación esencial entre el individuo y la sociedad. Los atuendos de sus sujetos no son simples atributos decorativos, sino marcadores de identidad y afirmación social.
Los críticos superficiales no quisieron ver en sus cuadros más que simples retratos “cool” de la cultura urbana afroamericana de los años 1970. ¡Qué error monumental! Estas obras son en realidad manifiestos visuales que interrogan frontalmente los mecanismos de construcción de la identidad en una sociedad postcolonial. Cuando Hendricks pinta “Lawdy Mama” en 1969, no se limita a representar a su prima luciendo un majestuoso peinado afro. Crea un ícono moderno que dialoga directamente con la tradición de la pintura religiosa bizantina, al tiempo que celebra la belleza negra en todo su orgullo. El uso de la hoja de oro para el fondo no es un simple efecto decorativo, sino una referencia directa a los íconos religiosos, desviada para sacralizar una belleza largamente negada.
El uso recurrente de fondos monocromos no es solo un simple artificio formal. Participa en una estrategia sutil destinada a descontextualizar a los sujetos, arrebatándolos de los clichés sociológicos para erigirlos como presencias autónomas. Estos fondos uniformes funcionan como pantallas de proyección donde el espectador se ve obligado a confrontar sus propios prejuicios. Esto es particularmente llamativo en “Blood (Donald Formey)” de 1975, donde el traje escarlata del modelo se destaca sobre un fondo de un rojo idéntico, creando un efecto de fusión/distinción que evoca la teoría platónica del igual y el otro. El sujeto parece simultáneamente emerger del fondo y fundirse en él, en una tensión visual que metaforiza la complejidad de las relaciones entre individuo y sociedad.
Si bien la dimensión política de su trabajo es indiscutible, Hendricks siempre se negó a ser reducido a un artista militante. Su enfoque era infinitamente más sutil y complejo. Apropiándose de los códigos de la gran tradición del retrato europeo para representar sujetos negros contemporáneos, no se limitaba a derribar las jerarquías establecidas, sino que creaba un nuevo lenguaje visual que trasciende las categorías raciales convencionales. Este enfoque se inscribe en una reflexión filosófica profunda sobre la propia naturaleza de la representación, que recuerda los análisis de Jacques Derrida sobre la deconstrucción de las oposiciones binarias.
La modernidad radical de Hendricks reside precisamente en esta capacidad para fusionar diferentes tradiciones pictóricas y forjar un estilo único. Sus retratos conjugan la frontalidad hierática de los íconos bizantinos, el naturalismo analítico de los primitivos flamencos y el teatralismo barroco del retrato de aparato. Pero estas referencias eruditas están totalmente digeridas y reinventadas al servicio de una visión resueltamente contemporánea. En “Sir Charles, Alias Willie Harris” (1972), el sujeto está representado tres veces, en posturas ligeramente diferentes, sobre un fondo verde oliva. Esta multiplicación del mismo personaje no es un simple efecto de estilo sino una meditación visual sobre la identidad y sus variaciones.
“What’s Going On” (1974) ilustra perfectamente esta magistral síntesis. La pintura presenta varias figuras con traje blanco sobre un fondo blanco, en una composición que evoca simultáneamente los grupos escultóricos antiguos y las portadas de álbumes soul de los años 1970. El título, tomado de la canción de Marvin Gaye, añade una dimensión adicional al hacer referencia a una de las críticas musicales más potentes de la sociedad estadounidense.
La atención que presta a los detalles de la vestimenta nunca es gratuita. En “Sweet Thang (Lynn Jenkins)” de 1975-1976, el tratamiento minucioso de la ropa y los accesorios forma parte de una estrategia para valorar al sujeto. La joven, elegantemente vestida, nos mira con una seguridad tranquila que desafía cualquier intento de reducción a un estereotipo. Su pose natural y su presencia magnética ilustran perfectamente lo que Hendricks llamaba “la belleza ordinaria de la vida cotidiana”.
Otro aspecto importante de su trabajo es la atención dedicada a la luz. Sus figuras emergen a menudo de la sombra en un claroscuro sutil que recuerda a Rembrandt. Pero donde el maestro holandés utilizaba la luz para crear una atmósfera de recogimiento espiritual, Hendricks la usa para esculpir a sus sujetos en el espacio, otorgándoles una presencia casi tangible. Esta materialidad asumida es una forma de resistencia a la invisibilidad social a la que se refería Ralph Ellison en “Hombre invisible, ¿para quién cantas?”.
Su dominio técnico es particularmente evidente en el tratamiento de las carnaciones. Hendricks logra representar con una notable precisión toda la gama de tonos de piel, desafiando las convenciones pictóricas tradicionales que durante mucho tiempo han pasado por alto esta dimensión. En “Lawdy Mama”, la piel del modelo está trabajada en capas sucesivas que crean una profundidad y luminosidad extraordinarias, contrastando con el oro mate del fondo.
La influencia de Hendricks en el arte contemporáneo es considerable, aunque no siempre ha sido reconocida en su justa medida. Artistas como Kehinde Wiley, Amy Sherald o Lynette Yiadom-Boakye le deben claramente mucho, pero ninguno ha igualado la potencia bruta de sus retratos. En su trabajo hay una economía de medios, una precisión quirúrgica que suscita admiración. Cada elemento está medido y calculado para lograr un impacto máximo.
Su legado no se limita a la cuestión de la representación de los cuerpos negros en el arte contemporáneo. Nos obliga a repensar fundamentalmente la naturaleza misma del retrato como género artístico. En un mundo saturado de imágenes, donde las identidades se construyen y reconstruyen en las redes sociales, sus pinturas nos recuerdan el poder de la mirada fija, de la presencia física, de la encarnación. La frontalidad de sus retratos crea un cara a cara sin escapatoria con el espectador, una confrontación que exige reconocimiento y respeto.
Es hora de dejar de lado los discursos teóricos enrevesados y mirar realmente la obra de Hendricks. Estos retratos nos interpelan hoy con la misma urgencia que hace cincuenta años. En un mundo donde las cuestiones de identidad y representación están más candentes que nunca, nos muestran un camino posible: el de un arte que celebra la diferencia sin fetishizarla, que afirma la presencia sin caer en la propaganda.
La fotografía desempeñaba un papel importante en su proceso creativo. Hendricks utilizaba la cámara como un cuaderno de bocetos mecánico, capturando a sus sujetos en su entorno natural antes de trasladarlos al lienzo. Pero sus pinturas nunca son simples reproducciones fotográficas. A menudo modificaba la vestimenta, las poses, los accesorios para crear la imagen más fuerte posible. Esta libertad respecto al documento fotográfico le permitía trascender el realismo para alcanzar una verdad más profunda.
Su enfoque del retrato va mucho más allá de la simple representación física. En “George Jules Taylor” (1972), el sujeto está representado con una intensidad psicológica que recuerda a los mejores retratos de Hans Holbein. La mirada directa, la pose segura, la ropa cuidadosamente elegida, todo contribuye a crear un retrato que es tanto una afirmación de identidad como una obra de arte.
El arte de Hendricks es un arte de la dignidad recuperada, del orgullo asumido. Sus sujetos nos miran directamente a los ojos, sin arrogancia pero sin concesiones. Están ahí, simplemente, magníficamente ahí, en toda su humanidad. Y quizá eso sea, finalmente, el mayor logro de Hendricks: haber creado imágenes que resisten el tiempo y las modas, que continúan hablándonos con una fuerza intacta.
Terminemos con una anécdota reveladora: cuando el crítico Hilton Kramer calificó su trabajo de “brillantemente dotado” en 1977, Hendricks respondió pintando un autorretrato desnudo irónicamente titulado “Brilliantly Endowed”. Eso es todo Hendricks: transformar la condescendencia en triunfo, el prejuicio en obra de arte. Un genio, os digo. Y si no estáis de acuerdo, es que no habéis entendido nada del arte contemporáneo.
















