Escuchadme bien, panda de snobs: Diane Dal-Pra pinta como si el tiempo mismo se hubiera congelado en la pintura al óleo, creando imágenes que respiran sin jamás tomar aliento. Nacida en Périgueux en 1991, y actualmente instalada en París, esta artista construye cuadros que actúan como cámaras oscuras donde la luz sólo entra por grietas imperceptibles. Sus grandes lienzos, porque Dal-Pra trabaja en grande, muy grande, capturan ese instante suspendido entre el despertar y el sueño, entre la presencia y la ausencia, entre el cuerpo y el objeto.
La obra de Dal-Pra dialoga intensamente con la filosofía del pliegue elaborada por Gilles Deleuze en su obra “Le Pli : Leibniz et le Baroque” publicada en 1988 [1]. Para Deleuze, el pliegue nunca es un simple ornamento: es una manera de pensar el mundo como una materia en perpetua ondulación, donde todo se pliega, despliega y repliega. Dal-Pra se apodera de esta idea con una inteligencia pictórica rara. En sus composiciones, los textiles no son simples accesorios decorativos sino entidades filosóficas por derecho propio. Una sábana arrugada se convierte en un territorio de investigación metafísica. Un mantel plegado contiene universos. Observad cómo, en sus lienzos recientes, los tejidos crean lo que Deleuze llamaría cavidades de intimidad, esos espacios donde el interior y el exterior se vuelven indistinguibles. Las cortinas cerradas no ocultan nada; más bien revelan la ambigüedad fundamental de toda separación. Una mujer hunde su cabeza en una pantalla luminosa, y entonces el pliegue entre carne y materia se abolió. El cuerpo se evapora literalmente en la luz, dejando atrás esa huella nebulosa que Dal-Pra domina con una precisión diabólica.
Lo que hace que el trabajo de Dal-Pra sea tan pertinente en el contexto contemporáneo es su capacidad para traducir visualmente esta noción del pliegue infinito en Deleuze sin caer jamás en la ilustración servil. Ella no pinta “el concepto”; pinta “con” el concepto. Sus figuras femeninas con hombros anchos y trenzas gruesas desaparecen progresivamente en los pliegues de las sábanas, manteles y visillos. La artista crea así una zona indecidible, ni del todo presencia ni del todo ausencia. Estos cuerpos monumentales que se disuelven cuestionan nuestra relación con los objetos domésticos que nos definen y nos devoran simultáneamente. Dal-Pra es supersticiosa, dice ella misma, y esta superstición no es anecdótica: es el motor conceptual de su obra. Los objetos tienen poder. Moldean nuestra identidad tanto como amenazan con engullirnos. En esta lógica, el pliegue se convierte en el operador plástico que permite pensar esta doble naturaleza, este doble movimiento de construcción y disolución identitaria.
Los títulos de sus obras, “Eternal Interval”, “From Solid to Gaseous” y “Voids Refuge”, actúan como instrucciones crípticas para leer estas transformaciones. Sugieren que el vacío mismo podría ser un santuario, un espacio habitable más que una amenaza. En la exposición “No Room for Emptiness” presentada en Milán a principios del año 2025, Dal-Pra lleva esta lógica hasta su punto de ruptura. El título promete una plenitud asfixiante, pero la artista subvierte completamente esta expectativa. Coquetea con el vacío, juega con él, lo estira hasta hacerlo palpable. Sus pinturas existen en un estado de inestabilidad magnífica: los cuerpos brillan, entran y salen de la forma. No es minimalismo perezoso; es una coreografía sofisticada entre lleno y vacío, entre materia y vapor.
Pero la virtuosidad conceptual de Dal-Pra no sería suficiente sin su asombroso dominio técnico. Aquí comienza su segundo diálogo, el que mantiene con los maestros del Renacimiento italiano. Dal-Pra cita regularmente a estos pintores como influencias mayores, y esta filiación no es un simple name-dropping mondano. Se inscribe en una tradición técnica muy precisa: la del sfumato y las veladuras. El sfumato, esa palabra italiana que significa “ahumado”, es una técnica pictórica que Leonardo da Vinci llevó a la perfección, produciendo transiciones tan suaves entre sombras y luces que ningún contorno es perceptible. El mismo Leonardo describía el sfumato como una pintura “sin líneas ni bordes, al modo del humo”. Dal-Pra aplica esta lección con un rigor que obliga al respeto. Sus superficies translúcidas, esos velos, esos cristales empañados y esas gotas de agua sobre una trenza, están pintados con una fineza que habría hecho asentir a Leonardo. La pintura al óleo, con su lento tiempo de secado, permite esas superposiciones infinitas de capas transparentes que crean profundidad y volumen. Dal-Pra explota esta propiedad del medio con una paciencia monástica.
Miren sus cuadros de cerca: los trazos del pincel son imperceptibles. La superficie es lisa, casi sobrenatural. Es el resultado de decenas de horas de trabajo minucioso, capa tras capa, deslizándose entre realismo y abstracción. Una tabla de madera es representada con una precisión fotográfica, y de repente se encuentra junto a una zona de puro sfumato, donde la forma se disuelve en una niebla atmosférica. Esta yuxtaposición nunca es un problema en Dal-Pra; es su firma. Ella comprende intuitivamente que la memoria funciona exactamente así: algunos detalles emergen con una nitidez brutal mientras el resto se baña en un desenfoque indistinto. Sus composiciones recuerdan a los cuatro modos canónicos de la pintura renacentista, cangiante, claroscuro, sfumato y unione, pero Dal-Pra los reinventa para nuestra época de pantallas e insomnio crónico.
Porque sí, el insomnio. Dal-Pra lo menciona abiertamente: sufre de insomnio, y este estado semi-consciente alimenta profundamente su trabajo. Esos momentos en los que no se está ni completamente despierto ni verdaderamente dormido, cuando los objetos familiares de la habitación adquieren presencias inquietantes. Eso es exactamente lo que capturan sus cuadros. Hay algo opresivo en esas atmósferas silenciosas, en ese espeso silencio que reina en sus composiciones. Una mujer apoya la cabeza sobre una mesa, un velo de encaje blanco colocado sobre su cabello trenzado como un sudario nupcial. La imagen evoca inmediatamente a Sylvia Plath y su horno, ese abandono que quizás sea solo un refugio. Pero Dal-Pra rechaza toda narrativa específica. No cuenta historias; crea atmósferas, tonalidades, colores de momentos. Como ella misma dice, explicar la idea inicial de una pintura es tan complicado como contar un sueño: está definido más por las sensaciones que por la narración.
La paleta cromática de Dal-Pra, esos tonos apagados, esos beiges, esos grises perla y esos blancos rotos, refuerzan esa atmósfera de suspensión temporal. Nada es vivo, nada grita. Es una pintura del susurro, del entre-dos, de la zona crepuscular. Sus figuras monumentales poseen una presencia escultórica que recuerda a las estatuas clásicas, elevadas al rango de íconos atemporales. Sin embargo, paradójicamente, esas mismas figuras están a punto de desaparecer, de evaporarse en los pliegues de los tejidos que las rodean. Esta tensión entre solidez y disolución es lo que hace que la obra de Dal-Pra sea tan poderosamente contemporánea. En una época en la que nuestras identidades son constantemente construidas y deconstruidas por los objetos que coleccionamos, los filtros que aplicamos, las imágenes que proyectamos, Dal-Pra interroga el grado en que nuestras posesiones materiales influyen en nuestro equilibrio interior.
Sus exposiciones principales, en el Yuz Museum de Shanghái, en el Musée d’Orsay de París, en Massimo de Carlo en Londres y Milán, y en MOSTYN en Gales, han confirmado lo que ya era evidente en sus primeras obras: estamos ante una artista que piensa con pintura. No una artista que ilustra ideas filosóficas, sino una pintora cuya inteligencia se ejerce directamente en el medio. Trabaja lentamente, muy lentamente. Un cuadro puede tomar meses. Esta lentitud no es una coquetería de taller; es una necesidad técnica y conceptual. Para crear esas transiciones imperceptibles, esas superficies que parecen contener la respiración, se necesita tiempo. Los coleccionistas deben esperar, a veces hasta nueve meses, para recibir una obra. Pero esa espera forma parte del proceso. Dal-Pra dilata el tiempo cuando pinta: ocho horas de trabajo pueden parecer setenta y dos horas de ausencia. Ella espera que sus pinturas también dilaten el tiempo para el espectador, creando esos momentos de suspensión donde las referencias espacio-temporales vacilan.
La obra de Dal-Pra también interroga nuestra relación contemporánea con la imagen y la identidad visual. Al ocultar sistemáticamente los rostros de sus figuras, cabezas hundidas en pantallas de lámparas, sumergidas en acuarios y cubiertas por telas, rechaza el culto al reconocimiento facial que obsesiona nuestra época saturada de imágenes. Pero ese rechazo no es una reacción a las redes sociales, como se podría creer ingenuamente. Es la continuación lógica de su reflexión sobre el hundimiento. Cada retrato habla de esta relación ambivalente con los objetos: definen poderosamente nuestras identidades pero simultáneamente se convierten en una armadura que nos devora. Al ocultar los rostros, Dal-Pra da más presencia a nuestra ausencia, subrayando que a pesar de todo, por supuesto, estamos aquí.
Esta artista cuyo trabajo ya forma parte de las colecciones de la Fundación Louis Vuitton, del Museo Hirshhorn, del ICA Miami y del Museo Yuz, ha construido en menos de una década un corpus coherente y profundamente original. No siguió el recorrido académico tradicional de bellas artes, estudió diseño en Burdeos y artes aplicadas, lo que quizás le confiere esa libertad técnica, esa capacidad para experimentar sin el peso paralizante de la ortodoxia académica. Sin embargo, posee un respeto casi reverencial por la historia de la pintura al óleo, ese medio utilizado desde hace siglos, cuya dimensión histórica tiene “algo fascinante e intemporal”, dice ella.
Diane Dal-Pra fabrica tótems tiernos a partir de nuestros desechos domésticos, de esos momentos efímeros que sólo dejan huellas. Sus pinturas son naturalezas muertas en el sentido más profundo, Stilleben, esas “vidas silenciosas” que se separan de la realidad agitada para precipitar el tiempo en existencias escultóricas cargadas de volumen y peso. En los pliegues de sus lienzos, se encuentran grietas temporales donde uno puede desconectarse del ahora, evocando recuerdos, percepciones e imaginaciones. Es pintura que piensa, que respira y que espera.
Si el arte contemporáneo necesita algo hoy, y ni siquiera estoy seguro de que necesite algo, quizás sea esta capacidad para desacelerar, detenerse, mirar realmente. Diane Dal-Pra nos ofrece esa pausa. Sus cuadros absorben el sonido de la sala, creando esas burbujas de silencio donde la mente puede divagar. En un mundo que grita constantemente, que exige nuestra atención en cada segundo, que transforma la imagen en mercancía desechable, Dal-Pra fabrica objetos que exigen tiempo. Objetos que no se entregan de inmediato, que no gritan sus intenciones. Pinturas que susurran y que, justamente por eso, merecen que uno se acerque para escucharlas. Aquí hay una artista que comprende que el poder de la pintura reside en su capacidad para crear duraciones alternativas, temporalidades distintas a la del flujo incesante. Sus lienzos son refugios, santuarios, espacios donde el vacío no es una ausencia sino una presencia densa y revestida. Y eso, en nuestra época saturada de imágenes huecas, es un acto de resistencia tanto como un acto de belleza.
- Gilles Deleuze, Le Pli : Leibniz et le baroque, París, Éditions de Minuit, 1988.
















