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Donald Baechler: El poder del trazo imperfecto

Publicado el: 23 Abril 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 11 minutos

Donald Baechler transforma figuras elementales en composiciones complejas. Sus cuadros yuxtaponen formas simples y fondos ricamente texturizados, revelando un artista menos preocupado por la aparente ingenuidad de sus imágenes que por las tensiones formales que estructuran su obra.

Escuchadme bien, panda de snobs, Donald Baechler nunca fue el artista que pensabais que era. Durante décadas, lo habéis ubicado en la cómoda casilla del “neoexpresionismo de los años 80”, junto a Basquiat y Haring, como si ese triunvirato neoyorquino compartiera las mismas preocupaciones artísticas. ¡Qué error monumental! El propio Baechler repetía a quien quisiera escucharlo: “Soy un artista abstracto ante todo”. Y sin embargo, seguimos viendo en sus flores, sus cabezas redondas y sus siluetas infantiles una estética falsamente naïf, mientras él construía pacientemente una obra obsesionada con la línea, la forma y el equilibrio.

La obra de Baechler, fallecido en 2022, exige ser reevaluada según sus propios términos. Sus grandes cuadros con líneas negras gruesas, colocadas sobre fondos trabajados como superposiciones contemporáneas, trascienden las interpretaciones simplistas que veían en ellos una recuperación del arte infantil. Lo que me gusta de Baechler es su capacidad para caminar por una delgada cuerda floja, como dijo tan bien Robert Pincus-Witten, “entre la cáscara de plátano de la evidencia y la de la oscuridad” [1]. Un paso de más, y la obra se desploma en un patetismo cómico. Pero Baechler, como un funámbulo consumado, siempre se detiene justo antes de la caída.

Para entender a Baechler, primero hay que comprender su relación con la historia del arte, no la que habitualmente se le atribuye (la filiación con el arte marginal), sino la que él mismo reclamaba. Cuando se le preguntaba por sus influencias principales, citaba sin dudar a Cy Twombly, Giotto y Rauschenberg. ¡Nada menos! Esa trinidad revela todo su proyecto artístico: la línea primigenia y la riqueza de las superficies en Twombly, la monumentalidad narrativa y la claridad formal en Giotto, la técnica del collage y la yuxtaposición de imágenes dispares en Rauschenberg.

El enfoque de Baechler hacia la pintura forma parte de una tradición estadounidense que se puede remontar a Robert Motherwell, figura emblemática del expresionismo abstracto y teórico principal del arte moderno. Esta filiación es especialmente visible en la manera en que Baechler maneja las tensiones entre simplicidad y complejidad, entre la espontaneidad aparente y la deliberación meticulosa. Como Motherwell, Baechler era un intelectual disfrazado de pintor intuitivo, un erudito que ocultaba su vasta cultura bajo formas de una inmediatez engañosa. Motherwell escribía que “el problema central de la pintura moderna es descubrir cuáles son las posibilidades de sentimiento que contiene la estructura moderna”, y es exactamente eso lo que Baechler exploraba en su obra [2]. La relación de Baechler con Motherwell se articula en torno a esta búsqueda común: encontrar un equilibrio entre la expresión personal y las exigencias formales de la pintura. En sus collages complejos y sus imágenes aparentemente banales, Baechler invoca el espíritu de Motherwell que buscaba transformar el acto privado de la creación en experiencia pública. Como su predecesor, manipula las formas arquetípicas (la flor, la cabeza, el globo) para infundirles una resonancia emocional que trasciende su aparente simplicidad. Su uso de superficies altamente texturizadas hace eco del interés de Motherwell por las cualidades materiales de la pintura, por lo que él llamaba “la sustancia misma” del arte. Cuando Baechler construye sus fondos complejos, acumulaciones de tejidos, papeles y capas de pintura, continúa la tradición de Motherwell que consideraba el lienzo como un campo de batalla donde se enfrentan materialidad y concepto. Ambos artistas compartían también una fascinación por el proceso creativo en sí, por las posibilidades y limitaciones inherentes a los materiales utilizados. A Baechler le gustaba construir superficies accidentadas precisamente para que su trazo no pudiera seguir un recorrido demasiado fluido; buscaba lo que él llamaba una “fractura integrada”, una resistencia material al gesto pictórico. Este enfoque hace eco de la observación de Motherwell según la cual “la pintura es una serie de decisiones tomadas en un estado de tensión intensa”. Para ambos artistas, la autenticidad surge no de una expresión desenfrenada, sino de un diálogo constante con las constricciones formales y materiales. Si Motherwell exploraba las posibilidades expresivas de la abstracción pura, Baechler navegaba en el límite entre figuración y abstracción, utilizando imágenes reconocibles como pretextos para exploraciones formales. Su manera de aislar formas simples contra fondos complejos recuerda a las “Elegías a la República Española” de Motherwell, donde formas negras monumentales se destacan sobre fondos animados por sutiles variaciones cromáticas. Esta relación de figura a fondo, central en la obra de ambos artistas, se convierte en Baechler en el escenario de una tensión permanente entre reconocimiento y extrañeza, entre familiaridad y alienación.

Paralelamente a esta filiación con Motherwell, la obra de Donald Baechler mantiene un diálogo fascinante con la tradición del teatro del absurdo, particularmente con las piezas de Samuel Beckett. Esta conexión puede parecer sorprendente, pero ilumina de manera impactante el enfoque artístico de Baechler. Sus personajes simplificados, sus flores sin raíces y sus objetos flotantes evocan irremediablemente el universo beckettiano poblado por figuras aisladas en espacios indeterminados. En “Esperando a Godot”, Beckett reduce la existencia humana a su esencia más elemental, dos vagabundos esperando a alguien que nunca llegará, en un paisaje definido únicamente por un árbol esquelético [3]. De igual manera, Baechler aísla sus motivos en espacios ambiguos, despojándolos de todo contexto narrativo convencional. Esta estrategia de reducción y aislamiento está en el corazón de la estética de ambos creadores. Cuando Beckett escribe “Nada es más divertido que la desgracia”, expresa una sensibilidad que se encuentra en las obras de Baechler, donde lo cómico y lo trágico están inextricablemente ligados. Las cabezas simplificadas de Baechler, con sus expresiones mínimas y ambiguas, recuerdan a los personajes beckettianos, a la vez clownescos y profundamente melancólicos. Se piensa especialmente en “Flower”, esa escultura monumental de Baechler que presenta una flor estilizada, casi caricaturesca, pero cuya presencia masiva evoca tanto la celebración como el duelo, ambivalencia típicamente beckettiana. La temporalidad particular que habita en la obra de Baechler también hace eco a la de Beckett. En sus pinturas, el tiempo parece suspendido, congelado en un presente eterno donde los motivos flotan como apariciones. Esta suspensión temporal recuerda a la de las piezas de Beckett, donde la acción parece desarrollarse en un tiempo cíclico, sin progreso ni resolución. “Walking Figure”, esa escultura emblemática de Baechler instalada en el aeropuerto Gabreski, representa una silueta en movimiento perpetuo pero paradójicamente inmóvil, perfecta encarnación de la famosa frase de “Fin de partida”: “Algo sigue su curso”. La economía de medios es otra característica que comparten ambos artistas. Beckett reducía progresivamente su escritura a lo esencial, eliminando todo lo que consideraba superfluo, hasta alcanzar en sus últimas obras una concentración extrema. Baechler, de manera análoga, destila sus imágenes a su forma más elemental, buscando capturar la esencia de sus sujetos con un mínimo de rasgos. Esta parsimonia no es un minimalismo frío, sino una búsqueda de una intensidad máxima mediante la reducción. Los silencios de Beckett encuentran su equivalente pictórico en los espacios vacíos de las composiciones de Baechler, esas zonas de respiro que cargan la obra con una tensión palpable. Ambos artistas comprenden que la ausencia puede ser tan expresiva como la presencia. La repetición, estrategia central en la obra de Beckett (pensemos en los diálogos circulares de “Godot”), encuentra un paralelo en la forma en que Baechler repite incesantemente los mismos motivos, cabezas, flores, globos, sometiéndolos a infinitas variaciones, como para agotar sus posibilidades o revelar su insignificancia fundamental. En definitiva, el humor particular que impregna la obra de Baechler se asemeja al de Beckett: un humor negro, a veces ácido, que surge de la misma absurdidad de la condición humana, de nuestros desesperados intentos por crear sentido en un mundo que quizá carezca de él. Como escribía Beckett en “El Innombrable”: “No puedo continuar, continuaré”, una fórmula que podría describir perfectamente la tensión productiva en el corazón de la empresa artística de Baechler.

Para apreciar plenamente a Baechler, hay que entender su método de trabajo. Lejos de ser un gesto espontáneo, cada cuadro es el fruto de un proceso de acumulación y borrado. En su amplio taller de Manhattan, coleccionaba obsesivamente imágenes, fotografías, recortes de periódicos, dibujos encontrados, de los cuales finalmente sólo conservaba una fracción mínima para sus obras. “De mil imágenes que guardo, probablemente uso una o dos”, confesaba. Esta acumulación maniática no era un fin en sí misma, sino la condición necesaria para una elección posterior, una selección rigurosa.

Lo que hace que las obras de Baechler sean tan cautivadoras es precisamente esa tensión entre acumulación y reducción, entre complejidad y sencillez. Sus fondos son laberintos visuales, superposiciones de telas, papeles y capas pictóricas, mientras que sus figuras, esos famosos perfiles, flores o globos, tienen una simplicidad desarmante. Hay algo heroico en este enfoque: extraer del caos visual contemporáneo formas esenciales, casi arcaicas.

Tomemos “Standing Nude (After Shelby Creagh)” de 1982. Esta obra revela a un artista que, paradójicamente, se esfuerza por desaprender a dibujar. Las formas son crudas, torpes, deliberadamente inexpertas. La cabeza del modelo está truncada por una nube blanca que activa el espacio vacío sobre la figura. Las manos y los pies ni siquiera están esbozados, los miembros se afinan en puntas afiladas o se cortan por los bordes del papel. Este enfoque marca una ruptura en el estilo de Baechler, entre los dibujos relativamente gráciles de 1981 y sus obras deliberadamente torpes de 1983-84, donde gruesas líneas negras convergen hacia imágenes emblemáticas, primitivas, infantiles, que conservan todo su poder.

Hay algo impactante en esta ausencia de articulación, en esta resistencia a los objetivos convencionales del dibujo del natural. El artista parece forzarse a ver con una mirada nueva, a sentir lo que ve, quizá usando su mano no dominante. El resultado es una línea más fuerte, más segura, pero también más áspera.

Esta evolución hacia una rudeza y una textura más marcadas caracteriza las obras de los años siguientes. La línea se convierte en una entidad sinuosa que fusiona perfectamente pintura y dibujo. La superficie adquiere su propia personalidad erizada, con pedazos de papel pegados y páginas de cuaderno arrancadas que aumentan la tactilidad del soporte. Los elementos de collage también sirven como borraduras, borrando porciones de la imagen, a veces reformuladas o revisadas, a veces dejadas como lagunas.

Lo que muchos han interpretado como una estética ingenua, infantil, era en realidad una estrategia sofisticada para crear lo que Baechler llamaba una “fractura integrada”. “Construyo mis superficies porque no quiero saber qué va a hacer la línea”, explicaba. “Quiero que el recorrido del pincel sobre el lienzo no sea un viaje fluido y fácil, quiero problemas en el camino.”

Este enfoque material abrasivo se volvió predominante con los dibujos inspirados por Shelby Creagh, donde se aplican pedazos de muselina para crear una superficie más rugosa y densa, obligando a los trazos de grafito y acrílico negro a maniobrar a través de una topografía cambiante de crestas y fisuras, un obstáculo autoimpuesto que frenó los gestos salpicados de sus obras anteriores.

Una de las obras más notables de este período es “Afrikareise” (1984), aparentemente basada en el documental de vanguardia del cineasta austríaco Peter Kubelka, “Unsere Afrikareise” (Nuestro viaje a África, 1966), que sigue a un grupo de cazadores blancos europeos durante un safari africano. A pesar de la estructura no narrativa del film, las desigualdades del colonialismo y el contraste entre los explotadores extranjeros consentidos y los explotados indígenas no podrían ser más marcados.

La cabeza estoicamente miserable que flota en el centro de “Afrikareise” evoca multitud de asociaciones, desde la Última Batalla de Custer y, por implicación, la historia de conquista y despojo del Destino Manifiesto, hasta la flecha humorística que Steve Martin llevaba en la cabeza en sus espectáculos cómicos de los años 70.

Incluso las esculturas de Baechler, esas flores monumentales de bronce que parecen recortadas directamente en sus lienzos, participan de esta estética de la “fractura integrada”. “Walking Figure” (2008), esa silueta femenina de 9 metros de altura en aluminio que da la bienvenida a los visitantes en el aeropuerto del condado de Suffolk, es el ejemplo perfecto. Deliberadamente plana, casi bidimensional, desafía las expectativas de la escultura tradicional mientras crea una presencia visual innegable.

Lo que hace de Donald Baechler un artista esencial es su capacidad para navegar entre mundos aparentemente contradictorios: la abstracción y la figuración, la sofisticación y la ingenuidad, el humor y la gravedad. En un panorama artístico contemporáneo obsesionado con la novedad y la ruptura, Baechler ha construido una obra que dialoga sutilmente con la historia del arte mientras crea su propia mitología visual.

No se equivoque: Baechler no era un artista “graffiti”, ni un simple nostálgico de la infancia. Era un pintor serio, obsesionado por cuestiones formales que se remontan a los albores del arte moderno. Que sus obras nos hagan sonreír no disminuye en absoluto su ambición artística, al contrario, demuestra su profunda comprensión de la condición humana, a la vez trágica y absurda.

Así que, la próxima vez que se encuentre frente a una de esas cabezas redondas, esas flores estilizadas o esos globos emblemáticos, mire más allá de la imagen. Observe cómo la línea negra lucha contra la superficie texturada, cómo la figura sencilla emerge de un fondo caótico, cómo la obra entera oscila entre el orden y el desorden, el control y la entrega. Es ahí, en esa tensión irresuelta, donde reside el genio de Donald Baechler.


  1. Robert Pincus-Witten, “Donald Baechler”, Artforum, 2010.
  2. Robert Motherwell, “El mundo del pintor moderno”, Dyn, no. 6, noviembre de 1944.
  3. Samuel Beckett, “Esperando a Godot”, Les Éditions de Minuit, 1952.
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Referencia(s)

Donald BAECHLER (1956-2022)
Nombre: Donald
Apellido: BAECHLER
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Estados Unidos

Edad: 66 años (2022)

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