Escuchadme bien, panda de snobs, vosotros que os pavoneáis en las galerías como pavos reales estreñidos, pretendiendo ver genio en cada mancha accidental de pintura que cae sobre un lienzo. Claire Tabouret no es solo un nombre para colocar estratégicamente en vuestras conversaciones para impresionar a vuestra suegra o a vuestro banquero. No, mientras vuestros artistas favoritos crean instalaciones hechas de basura encontrada en un contenedor que se atreven a llamar “comentario sociopolítico sobre la sociedad de consumo”, Tabouret, ella, pinta como si le fuera la vida en ello, con una intensidad que os haría temblar las rodillas si realmente os tomaseis el tiempo de mirar.
Esta francesa exiliada en Los Ángeles posee ese raro don de captar la esencia de un ser, de congelar lo efímero mientras traduce el movimiento perpetuo que nos habita a todos. Sus lienzos están habitados por una presencia fantasmal, un aura espectral que te atrapa desde la primera mirada. Un poco como cuando Proust se sumerge en los meandros de la memoria involuntaria, Tabouret explora las profundidades de la identidad, pero sin ceder jamás a la facilidad del recuerdo ornamental.
Ya sea en sus retratos de niños con ojos abiertos de par en par o en sus múltiples autorretratos que parecen duplicarse como reflejos en un espejo roto, Claire Tabouret practica una arqueología del rostro humano con una precisión quirúrgica. Diseca las capas de emociones que nos constituyen, como si intentara resolver la ecuación imposible de nuestra existencia. Ahí es donde la primera referencia se impone a mí: el existencialismo sartreano.
Recordad esta fórmula icónica de Jean-Paul Sartre en El existencialismo es un humanismo: “La existencia precede a la esencia” [1]. Este principio fundamental encuentra un eco impresionante en la obra de Tabouret. Sus personajes no son definidos por una naturaleza preestablecida, sino que parecen estar perpetuamente construyéndose ante nuestros ojos. Tomad su serie “Las debutantes” (2015), esas jóvenes con vestidos de gala en tonos azulados que nos miran con una mezcla de ansiedad y determinación. Estas figuras encarnan perfectamente esta noción sartreana según la cual el hombre “primero no es nada” y debe definirse por sus actos y elecciones.
Los rostros que Tabouret pinta están como suspendidos entre dos estados, entre dos elecciones, entre presencia y ausencia. En “Autorretrato doble” (2020), la artista se representa con dos rostros juntos, como para materializar esa angustia de la elección, esa responsabilidad aplastante que es el corazón de la filosofía existencialista. “El hombre está condenado a ser libre”, escribía Sartre [2], y esta vertiginosa libertad se traduce en las expresiones ambiguas de los sujetos de Tabouret.
Esta inquietante extrañeza que emana de sus cuadros no deja de recordar lo que Sartre denominaba la “náusea”, esa brutal toma de conciencia de lo absurdo de la existencia. Los personajes de Claire Tabouret parecen todos haber vivido esa experiencia fundamental, ese momento en que el velo de las ilusiones se rasga para revelar la verdad desnuda de nuestra condición.
Pero sería un error reducir la obra de Claire Tabouret a una simple ilustración de principios filosóficos. Porque su pintura es ante todo una experiencia sensorial de una intensidad rara. Sus colores, esas subcapas fluorescentes que traslucen bajo tonalidades más oscuras, crean un efecto de profundidad casi hipnótico. Da la impresión de que sus sujetos están iluminados desde el interior por una luz espectral, como si ya estuvieran medio en otro mundo.
Ahí es donde entra en juego mi segunda referencia: el cine expresionista alemán. Las películas de F.W. Murnau o Fritz Lang tienen esa misma capacidad para crear universos donde la luz se convierte en un personaje por derecho propio, esculpiendo los rostros y revelando almas atormentadas.
En “Nosferatu” (1922), obra maestra de Murnau, la luz y la sombra se enfrentan en un baile macabro que trasciende la simple narración [3]. De la misma manera, los retratos de Claire Tabouret no cuentan simplemente una historia, nos sumergen en una experiencia visual donde los juegos de sombra y luz revelan verdades ocultas.
Observa atentamente “Les Insoumis” (2013), esa composición donde niños disfrazados nos miran con una intensidad perturbadora. ¿No es esa la misma utilización dramática del claroscuro que en las películas expresionistas? Esa manera de hacer emerger los rostros de la oscuridad, como en esa escena icónica de “M, el vampiro de Düsseldorf” (1931) donde el rostro de Peter Lorre aparece de repente en la penumbra [4].
El expresionismo alemán, nacido en los tormentos de la posguerra, buscaba expresar las angustias de una sociedad traumatizada a través de una estética de distorsión y exageración. Los decorados deformados, los ángulos de cámara improbables y los contrastes violentos servían para traducir visualmente un malestar existencial profundo. ¿No es exactamente eso lo que hace Claire Tabouret cuando deforma ligeramente sus figuras, cuando acentúa ciertos rasgos, cuando aplica capas de colores que parecen supurar a través de la piel de sus sujetos?
En “El gabinete del doctor Caligari” (1920), Robert Wiene usaba decorados pintados con perspectivas imposibles para crear una sensación de alienación [5]. Claire Tabouret, en cambio, usa fondos monocromos o paisajes evanescentes que parecen absorber a sus personajes, creando esa misma impresión de desapego de la realidad. Sus series de luchadores entrelazados evocan irresistiblemente los cuerpos contorsionados del cine expresionista, esas figuras que parecen prisioneras de una coreografía pesadillesca.
Lo que más me agrada de la obra de Tabouret es esa capacidad para crear una tensión permanente entre el individuo y el grupo. Sus retratos colectivos están poblados de figuras que, aunque reunidas, parecen profundamente solas. Cada rostro es un mundo cerrado, impenetrable, y sin embargo todos están unidos por una especie de comunión silenciosa. Eso es lo que Sartre llamaba la “mirada del otro”, esa experiencia fundamental donde el otro me revela a mí misma mientras me reduce al estado de objeto [6].
En su serie “The Team” (2016), Tabouret nos presenta a un equipo femenino de baloncesto de los años 1930. Cada jugadora mira al objetivo con la misma intensidad perturbadora, y sin embargo cada una parece aislada en su propia burbuja existencial. Es precisamente esa paradoja la que exploraba el expresionismo alemán: la soledad dentro de la multitud, la alienación en el corazón mismo de la sociedad moderna.
Estas mujeres, estos niños que pinta Claire Tabouret tienen algo de los personajes de “Metrópolis” (1927) de Fritz Lang [7]. Son a la vez presentes y ausentes, individuos y arquetipos, seres de carne y fantasmas. Su mirada atraviesa la pantalla, o el lienzo, para interpelarnos directamente, rompiendo la frontera entre la obra y el espectador.
Lo que distingue a Tabouret de tantos artistas contemporáneos es su rechazo a la ironía fácil, al comentario social superficial. Su pintura no es conceptual en el sentido de ilustrar una idea preexistente. Es más bien una exploración visceral de la condición humana, una inmersión en los abismos de la conciencia.
Cuando pinta a esos niños maquillados de manera grotesca en la serie “Los Disfraces” (2015), no se limita a comentar la inocencia perdida o la precocidad forzada. Nos confronta con la angustia fundamental del ser que se busca detrás de las máscaras sociales. Como escribía Sartre, “soy lo que no soy y no soy lo que soy” [8], fórmula que podría describir perfectamente estas figuras ambiguas, a medio camino entre la infancia y la adultez, entre la autenticidad y el rol social.
El expresionismo alemán estaba obsesionado con la figura del doble, del doppelgänger, esa presencia inquietante que nos recuerda nuestra propia extrañeza hacia nosotros mismos. Pensemos en “El estudiante de Praga” (1913), donde el protagonista vende su reflejo al diablo [9]. Claire Tabouret explora constantemente este tema, especialmente en sus autorretratos donde se representa duplicada, como en “Autorretrato (doble)” (2020), o fragmentada, como en esos retratos donde su rostro parece disolverse bajo el efecto de toques pictóricos violentos.
En sus pinturas sobre piel sintética, serie presentada en el ICA Miami en 2023, Tabouret lleva aún más lejos esta exploración de la dualidad. El material mismo se vuelve una metáfora de nuestra naturaleza dividida: sintético pero evocando lo orgánico, suave pero resistente, familiar pero extraño. Estas obras me recordaron las palabras de Fritz Lang sobre el doppelgänger: “Es nuestra sombra, nuestra parte oscura, aquello que nos negamos a ver en nosotros mismos” [10].
La paleta cromática de Claire Tabouret es particularmente interesante. Estos colores ácidos, estos verdes fosforescentes, estos rosas eléctricos que subyacen a tonos más oscuros crean un efecto de tensión visual que recuerda el uso revolucionario del color en las últimas películas expresionistas. En particular, pienso en el uso de filtros de color en ciertas escenas de “Fausto” (1926) de Murnau, donde el color no es simplemente decorativo sino expresivo de estados psicológicos [11].
La obra de Tabouret trasciende las fronteras tradicionales entre abstracción y figuración, así como el expresionismo alemán trascendía las convenciones narrativas de su época. Sus figuras emergen de un caos de colores y texturas, como si lucharan por salir de un magma primordial. Esta tensión entre orden y caos, forma e informe, está en el centro mismo de la experiencia existencial tal como la describía Sartre.
Lo que veo en los retratos de Claire Tabouret es el eco visual de esta frase de “El ser y la nada”: “El hombre es una pasión inútil” [12]. Sus sujetos parecen todos habitados por esta conciencia dolorosa de su propia contingencia, de su propia fragilidad. Y, sin embargo, persisten, nos miran, afirman su presencia a pesar de todo.
En un mundo artístico inundado por la ironía posmoderna y el cinismo fácil, Claire Tabouret aún se atreve a creer en el poder emocional de la pintura. No le teme a la autenticidad, al pathos, a la sinceridad. En esto, paradójicamente, es más radical que muchos artistas que presumen de transgredir las normas pero que no hacen más que reciclar poses rebeldes que se han vuelto convencionales.
La comisaria de su reciente exposición “Au Bois d’Amour”, Kathryn Weir, hablaba de la “formación de la subjetividad y la construcción de la identidad” [13] en la obra de Tabouret. Esta formulación erudita no hace justicia al impacto visceral de su pintura. Porque lo que Tabouret explora no es un concepto abstracto de identidad, sino la experiencia concreta, encarnada, de nuestro estar-en-el-mundo.
Sartre escribió que “el infierno son los otros” [14], frase a menudo mal entendida. No quería decir que los otros son intrínsecamente infernales, sino que es a través de la mirada del otro que quedamos congelados, objetivados, reducidos a una esencia. Los retratos grupales de Claire Tabouret ilustran perfectamente esta paradoja: cada individuo es a la vez sujeto que mira y objeto observado, atrapado en una red inextricable de miradas que lo definen y lo limitan.
El expresionismo alemán estaba obsesionado con la figura de la autoridad, pensemos en el Dr. Caligari, en Mabuse, en todos esos personajes manipuladores que encarnan un poder opresivo. Asimismo, los retratos de niños de Tabouret parecen todos enfrentarse a una autoridad invisible pero opresiva. Sus miradas desafiantes hacia el objetivo son actos de resistencia silenciosa contra esa autoridad que busca definirlos, catalogarlos.
Lo que también me gusta de Claire Tabouret es su capacidad para crear obras que resuenan tanto con nuestra época como con las angustias eternas de la condición humana. Sus sujetos están anclados en la historia, esas fotos de archivo que usa como punto de partida, pero nos hablan directamente, como si el tiempo no existiera.
¿No es esto exactamente lo que hacía el expresionismo alemán? Estas películas usaban relatos góticos, folclóricos o históricos para hablar de las angustias muy contemporáneas de la Alemania de Weimar. De igual manera, cuando Tabouret pinta a esas debutantes con vestidos del siglo XIX, a esas bañistas atemporales o a esos mineros de la fiebre del oro, en realidad nos habla de nosotros mismos, de nuestras propias incertidumbres, de nuestras propias búsquedas de identidad.
La obra de Claire Tabouret es una meditación visual sobre lo que Sartre llamaba “mala fe” [15], esa tendencia que todos tenemos a mentirnos a nosotros mismos, a refugiarnos en identidades prefabricadas para evitar la angustia de la libertad. Sus sujetos parecen estar capturados en ese instante crucial en que la máscara vacila, en que la verdad del yo amenaza con irrumpir a través de las capas de convenciones sociales.
Como las figuras atormentadas del cine expresionista alemán, los personajes de Tabouret son a la vez monstruosos y profundamente humanos, extraños y familiares. Nos recuerdan que la extrañeza no está fuera de nosotros, está en el corazón mismo de nuestra experiencia del mundo.
Claire Tabouret no necesita artificios conceptuales ni discursos teóricos para justificar su pintura. Se sitúa en esa larga tradición de artistas para quienes la pintura no es un comentario sobre el mundo, sino una forma de estar en el mundo, de interrogarlo, de transfiguarlo. En nuestra época, donde el arte contemporáneo a menudo se pierde en juegos autorreferenciales estériles, esta autenticidad es tan refrescante como subversiva.
Los vitrales que ella creará para Notre-Dame de París marcarán sin duda un punto de inflexión en su carrera. Pasar de lo íntimo a lo monumental, de lo secular a lo sagrado, este proyecto le permitirá inscribir su arte en la piedra misma de la historia. No dudo que sabrá infundir en ello esa misma intensidad psicológica que es la fuerza de su pintura.
Mientras tanto, sumérgete en sus lienzos, déjate atrapar por esas miradas que te fijan a través del tiempo y el espacio. Porque como escribía Sartre, “lo importante no es lo que hacen de nosotros, sino lo que nosotros hacemos con lo que han hecho de nosotros” [16]. La obra de Claire Tabouret es una invitación a esa libertad esencial, a esa vertiginosa responsabilidad de ser uno mismo en un mundo que busca constantemente definirnos desde afuera.
- Sartre, Jean-Paul, El existencialismo es un humanismo, Editions Gallimard, 1946.
- Ibíd.
- Eisner, Lotte H., La pantalla demoníaca: Las influencias de Max Reinhardt y del expresionismo, Editions Ramsay, 1985.
- Kracauer, Siegfried, De Caligari a Hitler: Una historia psicológica del cine alemán, L’Âge d’homme, 1973.
- Ibíd.
- Sartre, Jean-Paul, El ser y la nada, Editions Gallimard, 1943.
- Elsaesser, Thomas, Metropolis, British Film Institute, 2000.
- Sartre, Jean-Paul, El ser y la nada, Editions Gallimard, 1943.
- Eisner, Lotte H., La pantalla demoníaca: Las influencias de Max Reinhardt y del expresionismo, Editions Ramsay, 1985.
- Lang, Fritz, entrevista con Peter Bogdanovich, Who the Devil Made It, Alfred A. Knopf, 1997.
- Bouvier, Michel, El expresionismo en el cine, La Martinière, 2008.
- Sartre, Jean-Paul, El ser y la nada, Editions Gallimard, 1943.
- Weir, Kathryn, catálogo de la exposición “Claire Tabouret: I am spacious, singing flesh”, Palazzo Cavanis, Venecia, 2022.
- Sartre, Jean-Paul, A puerta cerrada, Editions Gallimard, 1947.
- Sartre, Jean-Paul, El ser y la nada, Editions Gallimard, 1943.
- Sartre, Jean-Paul, Saint Genet, comediante y mártir, Editions Gallimard, 1952.
















