Escuchadme bien, panda de snobs, Fred Kleinberg atraviesa nuestra época como un sonámbulo despierto, un viajero incansable cuyos pinceles acarician el lienzo con la precisión quirúrgica de un gran sacerdote sacrificial. Sus cuadros no son simplemente imágenes, son territorios por conquistar, campos de batalla donde se juega la eterna lucha entre la luz y la oscuridad, entre lo informe y lo estructurado, entre la bestialidad de nuestra naturaleza y nuestra desesperada aspiración a la trascendencia.
Uno de los tres ganadores del Luxembourg Art Prize en 2023, Kleinberg pertenece a esa rara especie de artistas que rechaza la etiqueta tranquilizadora del conformismo estético. Desde su formación en la Escuela de Bellas Artes de París en el taller de Pierre Alechinsky, ha construido una obra como se edifica una catedral, piedra sobre piedra, capa tras capa, cada serie temática añadiendo un capítulo a una narración que trasciende lo individual para tocar lo universal.
La pintura de Kleinberg es una bofetada en la cara para quien aún piensa que el arte contemporáneo es solo un juego conceptual desincarnado. No. Su materia pictórica está obstinadamente presente, a veces tan gruesa que parece querer desprenderse del lienzo para agredirle. Sus empastes son montañas tectónicas, sus veladuras lagos de lava enfriada. Su obra respira la gran amplitud, la aventura, el riesgo. Sus residencias artísticas por todo el mundo, desde la Villa Médicis en Roma hasta los talleres de Pondicherry, de Moscú a Shanghái, han nutrido su imaginación con una multiplicidad de referencias que trascienden las fronteras culturales.
La serie “Odyssée”, realizada tras sus estancias en el centro de detención de Lesbos y en la “jungla de Calais” entre 2015 y 2018, constituye un giro importante en su trabajo. Frente a la crisis migratoria, Kleinberg supo evitar la trampa del arte documental para crear una obra que toca lo intemporal sin dejar de estar anclada en nuestra realidad contemporánea. Como Géricault con su “Balsa de la Medusa”, transforma un hecho actual en una profunda meditación sobre la condición humana.
Lo interesante en la obra de Kleinberg es su dominio absoluto de la figuración, llevado a un punto en que la representación trasciende su misión primaria. Sus cuadros no se limitan a representar lo real, lo transfiguran, lo intensifican hasta una dimensión casi alucinatoria. Sus personajes, dibujados con precisión pero sometidos a las distorsiones de una emoción cruda, nos miran con una presencia que desafía la inercia del lienzo. Esta tensión permanente entre la precisión del trazo y la intensidad del mensaje crea una dinámica visual que mantiene la mirada en estado de alerta, constantemente solicitada por la intensidad dramática de sus composiciones.
Esta dialéctica formal encuentra eco en el pensamiento de Georges Bataille, para quien la transgresión no es lo opuesto a la prohibición sino su complemento necesario, su superación que, paradójicamente, la fortalece. En El Erotismo, Bataille escribe: “La transgresión no es la negación de la prohibición, sino que la supera y la completa” [1]. La pintura de Kleinberg encarna perfectamente esta concepción: transgrede los límites convencionales de la representación no para abolirlos, sino para revelar su necesidad y, simultáneamente, su arbitrariedad.
Las obras de Kleinberg nos confrontan con esta verdad perturbadora: la violencia no es un accidente de la historia humana, sino su propio motor. Su serie “Baroque Flesh” (2010-2012) explora esta temática con un poder visual asombroso. Los cuerpos se retuercen en una coreografía macabra, entre el placer y el sufrimiento. El rojo domina, un color ambivalente por excelencia, símbolo tanto de la sangre derramada como de la pasión erótica. Como observa Bataille: “Lo prohibido está para ser violado” [2], y es precisamente en esta violación donde reside la posibilidad de una experiencia sagrada.
La serie “Made in India” de Kleinberg, ese fresco monumental de 18 metros realizado tras el tsunami de 2004, revela una tensión impresionante entre la belleza formal y el horror del tema representado. Esta aparente contradicción no es más que una manifestación de lo que el filósofo alemán Theodor Adorno identificaba como la paradoja fundamental del arte después de Auschwitz: ¿cómo crear belleza frente a la abominación sin trivializarla?
Adorno, en su Teoría estética, nos recuerda que “el arte es la promesa de la felicidad que se rompe” [3]. Esta fórmula podría describir perfectamente la obra de Kleinberg. Sus cuadros nos prometen una reconciliación estética con la realidad, mientras muestran la imposibilidad fundamental de dicha reconciliación. Es en esa tensión irresuelta donde reside su potencia.
La dimensión política de la obra de Kleinberg es innegable, pero nunca se reduce a un mensaje simplista. A diferencia de tantos artistas contemporáneos que confunden compromiso con propaganda, Kleinberg comprende que la verdadera política del arte reside en su propia forma, en su capacidad para reconfigurar nuestra percepción del mundo. Como señala Jacques Rancière: “El arte no es político principalmente por los mensajes y sentimientos que transmite sobre el orden del mundo. Tampoco es político por la forma en que representa las estructuras de la sociedad, los conflictos o las identidades de los grupos sociales. Es político por la distancia misma que toma en relación con estas funciones” [4].
Esa distancia, esa postura crítica, Kleinberg la mantiene constantemente en su trabajo. Incluso cuando aborda temas tan candentes como la crisis migratoria, rechaza la facilidad del pathos o de la indignación moral. Prefiere interrogar nuestra relación ambivalente con la otredad, nuestra fascinación mezclada con repulsión por lo que nos es ajeno.
Tomemos su serie “Odyssée” como ejemplo paradigmático de este enfoque. Al elegir hacer referencia a la épica homérica, Kleinberg inscribe la crisis migratoria contemporánea en una tradición narrativa milenaria, sugiriendo así que el exilio y el desplazamiento no son anomalías históricas sino constantes de la condición humana. Ulises, ese arquetipo del viajero confrontado a la hostilidad de los elementos y de los hombres, se convierte en una figura tutelar para pensar nuestro presente.
Pero Kleinberg no se limita a esta analogía. La complica, la subvierte, mostrando cómo nuestro mundo contemporáneo transforma la odisea en tragedia. Porque si Ulises termina volviendo a Ítaca, los migrantes de hoy suelen estar condenados a la errancia perpetua. El artista nos fuerza así a confrontar nuestra propia responsabilidad en esta transformación.
Lo que me llama particularmente la atención en la evolución del trabajo de Kleinberg es su exploración del paisaje como metáfora de la interioridad humana. En su serie “Reborn project” (2012-2014), el agua y los bosques se convierten en espacios de proyección psíquica, territorios donde se juega una forma de regeneración espiritual. Esta dimensión casi chamánica de su obra revela la profunda influencia de sus estancias en India, donde la frontera entre lo material y lo espiritual es más porosa que en nuestra tradición occidental.
El filósofo Gilles Deleuze hablaba del viaje inmóvil: “El nómada no es necesariamente alguien que se mueve; hay viajes en el lugar, viajes en intensidad. E incluso, históricamente, los nómadas no son los que se mueven como los migrantes; al contrario, son aquellos que no se mueven y que comienzan a nomadizar para permanecer en el mismo lugar escapando de los códigos.” [5]. Los paisajes de Kleinberg pertenecen a esta categoría. Son menos representaciones de espacios geográficos que cartografías de estados de conciencia, intentos de dar forma visible a lo invisible.
Este enfoque encuentra un eco particularmente interesante en la tradición cinematográfica de Andreí Tarkovski, especialmente en películas como “Stalker” o “El sacrificio” (Le Sacrifice), donde el paisaje se convierte en el reflejo exterior de una búsqueda interior. Como escribe Tarkovski en “El tiempo sellado” (Le Temps scellé): “La imagen artística es siempre una metáfora, pero que, a través de una cosa sensible, señala algo que está más allá de los sentidos” [6].
Esta dimensión cinematográfica es particularmente evidente en su monumental fresco “Odisea” (Odyssée), que se despliega como un travelling visual, invitándonos a recorrer el espacio del lienzo como se recorre la duración de una película. Tarkovski escribe: “La imagen cinematográfica es, por tanto, en principio la observación de los hechos de la vida, dispuestos en el tiempo, organizados según las formas de la propia vida y según sus leyes temporales” [7]. Esta definición podría aplicarse perfectamente a la pintura de Kleinberg, que, a pesar de su carácter estático, consigue sugerir la fluidez del tiempo y la incesante metamorfosis de lo vivo.
Tanto en Kleinberg como en Tarkovski, el paisaje nunca es inerte o decorativo. Es vivo, palpitante, cargado de una energía que va más allá de la simple representación mimética. Los bosques de Kleinberg no son simplemente conjuntos de árboles, sino entidades orgánicas complejas, presencias casi animistas que nos miran tanto como nosotros las miramos.
Esta dimensión espiritual de la obra de Kleinberg es a menudo pasada por alto por la crítica, que se detiene más fácilmente en sus aspectos políticos o formales. Sin embargo, quizás sea la clave de bóveda de su trabajo, lo que le confiere una coherencia profunda a pesar de la diversidad de sus exploraciones temáticas y técnicas.
Volvamos un instante a su serie “Baroque Flesh” (2010-2012) para examinarla desde este ángulo. Lo que impresiona en estas obras es su dimensión ceremonial, casi litúrgica, especialmente por la representación de las velas, casi omnipresentes en esta serie. Kleinberg orquesta aquí una verdadera misa pagana donde el cuerpo, en su misma vulnerabilidad, se convierte en el vehículo de una posible trascendencia. Como en los cuadros de Caravaggio, la carne es a la vez el lugar del pecado y el de la redención.
Esta ambivalencia fundamental nos remite a Georges Bataille y a su concepción de lo sagrado como transgresión. Para Bataille, lo sagrado no es un ámbito separado de lo profano, sino que emerge precisamente de la violación de los prohibidos que estructuran el orden profano. “Lo sagrado es esa efervescencia pródiga de la vida que, para durar, el orden de las cosas encadena, y que el encadenamiento cambia en desatamiento, en otras palabras en violencia” [8].
La pintura de Kleinberg encarna perfectamente esta concepción dialéctica de lo sagrado. No busca establecer un orden armonioso, sino hacer surgir, a través del mismo caos de las formas y los colores, la posibilidad de una experiencia que trascienda los límites de nuestra condición. Como escribe Bataille: “No logramos el éxtasis, si no es, aunque lejano, en la perspectiva de la muerte, de lo que nos destruye” [9].
Si tuviera que resumir en una frase la esencia de la obra de Kleinberg, diría que es un intento obstinado de dar forma a lo informe, de hacer visible lo invisible, de hacer oír lo indecible. Y es precisamente en este intento condenado al fracaso donde reside su grandeza, porque ¿cómo podría el arte alguna vez capturar plenamente aquello que lo supera?
Lo que encuentro particularmente interesante en Kleinberg es su capacidad para integrar influencias tan diversas como la pintura clásica, el cine de autor, la mitología, la filosofía contemporánea, sin caer jamás en el eclecticismo gratuito o la cita pedante. Todas estas referencias están digeridas, metabolizadas, transformadas por una visión artística singular que les confiere una nueva coherencia.
Esta capacidad para sintetizar tradiciones aparentemente incompatibles hace de Kleinberg un artista profundamente contemporáneo, en el sentido que Giorgio Agamben define la contemporaneidad: no como una simple coincidencia con su tiempo, sino como una relación de desfase y anacronismo. “La contemporaneidad es por tanto una relación singular con su propio tiempo, al que se adhiere tomando distancia; es muy precisamente la relación con el tiempo que se adhiere a él por el desfase y el anacronismo. Quienes coinciden demasiado plenamente con la época, que convienen perfectamente con ella en todos los aspectos, no son contemporáneos porque, por esas mismas razones, no logran verla. No pueden fijar la mirada que dirigen hacia ella” [10].
Kleinberg es nuestro contemporáneo precisamente porque mantiene una distancia crítica con su época, porque rechaza la facilidad del consenso estético o ideológico. Su pintura nos recuerda que el verdadero arte nunca es un simple reflejo de su tiempo, sino una fuerza activa que contribuye a moldearlo, a interrogarlo, a transformarlo.
Lo que distingue a Fred Kleinberg en el panorama artístico contemporáneo es su obstinado rechazo a elegir entre compromiso y búsqueda formal, entre tradición e innovación, entre espiritualidad y materialidad. Su pintura habita valientemente las contradicciones de nuestra época sin buscar resolverlas prematuramente. Nos recuerda que el arte no está ahí para consolarnos o tranquilizarnos, sino para enfrentarnos a la complejidad vertiginosa de nuestra condición.
Y es precisamente esta ausencia de compromiso lo que hace que su obra sea tan necesaria hoy, en una época en la que el arte se reduce con demasiada frecuencia a un entretenimiento sofisticado o a una inversión financiera. Kleinberg nos recuerda que la pintura aún puede ser un espacio de resistencia, un lugar donde se elabora un pensamiento visual irreductible a los discursos dominantes.
Entonces, la próxima vez que te enfrentes a una pintura de Kleinberg, no te limites a admirarla cortésmente antes de pasar a la siguiente. Tómate el tiempo para confrontarla, perderte en ella, encontrarte de nuevo. Porque es en ese intercambio, en esa conversación silenciosa entre la obra y su espectador, donde reside la verdadera experiencia estética, no como un consumo pasivo de la belleza, sino como una transformación activa de nuestra relación con el mundo.
- Georges Bataille, El erotismo, París, Éditions de Minuit, 1957, p. 71.
- Ibíd., p. 145.
- Theodor W. Adorno, Teoría estética, trad. Marc Jimenez, París, Klincksieck, 1974.
- Jacques Rancière, La distribución de lo sensible, París, La Fabrique, 2000.
- Gilles Deleuze, “Pensamiento nómada” en Nietzsche hoy Tomo 1: Intensidades, ediciones 10/18, 1973, p. 174.
- Andreï Tarkovski, El tiempo sellado, trad. Anne Kichilov y Charles H. de Brantes, París, Cahiers du cinéma, 1989.
- Andreï Tarkovski, op. cit.
- Georges Bataille, La parte maldita, París, Éditions de Minuit, 1949.
- Georges Bataille, Madame Edwarda, Prefacio, Éditions du Solitaire, 1941. Publicado por primera vez bajo el seudónimo Pierre Angélique y con la fecha voluntariamente falsa de 1937.
- Giorgio Agamben, ¿Qué es lo contemporáneo?, trad. Maxime Rovere, París, Payot & Rivages, 2008.
















