Escuchadme bien, panda de snobs: Gary Simmons no se contenta con hacer arte, exhume los cadáveres de América y los hace bailar ante nuestros ojos atónitos. Durante más de tres décadas, este artista conceptual nacido en 1964 en Queens maneja el borrado como otros manejan el pincel, creando obras fantasmales que revelan las mentiras sobre las que esta nación ha construido sus mitos fundacionales. Su reciente retrospectiva “Public Enemy” en el Museum of Contemporary Art de Chicago y en el Pérez Art Museum de Miami demuestra con una agudeza inquietante que el arte de Simmons no ha perdido su pertinencia. Al contrario, en una época en la que los libros de historia son censurados en las escuelas de Florida y donde los debates sobre la enseñanza de la esclavitud están en auge, sus creaciones resuenan con una urgencia renovada.
La estética de Simmons se basa en una técnica tan simple como efectiva: el borrado. Con sus manos enguantadas, extiende, embadurna y borra parcialmente sus dibujos a la tiza o sus pinturas, creando imágenes espectrales que oscilan entre presencia y ausencia. Este gesto nunca es gratuito. Materializa literalmente la forma en que la historia estadounidense ha sido sistemáticamente blanqueada, en que ciertos relatos han sido deliberadamente difuminados para preservar una visión idealizada del pasado. Cuando Simmons dibuja personajes de dibujos animados racistas de los años 1920, como Bosko, y los borra a medias, no sólo critica esos estereotipos, revela su persistencia fantasmagórica en el imaginario colectivo contemporáneo.
La instalación “Lineup” de 1993 sigue siendo uno de los ejemplos más impactantes de este enfoque. Ocho pares de zapatillas doradas colocadas frente a una marquesina de comisaría vacía interrogan nuestros prejuicios raciales con una economía de medios formidable. La ausencia de cuerpos obliga al espectador a proyectar sus propias asociaciones, revelando así el automatismo de nuestros sesgos cognitivos. Esta obra funciona como una prueba de Rorschach social, donde cada uno revela a pesar suyo sus presuposiciones sobre la identidad de los portadores de esos zapatos. Treinta años después, en una América donde los jóvenes hombres negros continúan siendo perfilados por la policía, esta instalación conserva una actualidad escalofriante.
La escuela del adoctrinamiento
El universo escolar ocupa un lugar central en la iconografía de Simmons, y con razón. El artista entiende que es ahí, en esos espacios supuestamente neutrales, donde se transmiten los valores y los no dichos de una sociedad. Su instalación “Disinformation Supremacy Board” de 1989 presenta pupitres escolares dispuestos frente a grandes pizarras blancas inmaculadas. Esta blancura no es inocente: simboliza las historias que no se cuentan, las perspectivas que son deliberadamente omitidas del relato oficial. La obra cobra una resonancia particular en un momento en que los programas escolares son objeto de encarnizadas batallas políticas, especialmente en Florida, donde la exposición se ha presentado.
Esta crítica a la institución educativa encuentra sus raíces en la sociología de Pierre Bourdieu, quien demostró cómo la escuela reproduce las desigualdades sociales bajo la apariencia de meritocracia [1]. Simmons ilustra visceralmente esta teoría revelando cómo el sistema educativo estadounidense históricamente ha participado en la perpetuación del racismo sistémico. Sus instalaciones escolares no denuncian solo la ignorancia, sino la ignorancia organizada, estructural. Las pizarras blancas de “Disinformation Supremacy Board” no están vacías por accidente, lo están por diseño. Esta vacuidad programática recuerda la forma en que la historia de la esclavitud ha sido durante mucho tiempo suavizada en los manuales escolares estadounidenses, reducida a una nota al pie en la gran narrativa de la libertad.
El artista lleva esta lógica más lejos con obras como “Big Dunce” de 1989, un gorro de burro gigante y blanco colocado sobre un taburete en una esquina del aula. Esta escultura evoca inmediatamente la humillación escolar, pero su color y tamaño desproporcionado le confieren una dimensión más inquietante. Este gorro podría bien ser la capucha del Ku Klux Klan, estableciendo un vínculo directo entre la humillación pedagógica y la violencia racista. Simmons revela así cómo los mecanismos de estigmatización y exclusión operan desde la más tierna infancia, preparando el terreno para discriminaciones más brutales.
Este análisis sociológico de la educación como herramienta de dominación atraviesa toda la obra de Simmons. Sus murales realizados directamente en los paneles de los museos participan de esta misma lógica: al incrustarse en la arquitectura institucional, contaminan el espacio supuestamente neutro del arte para revelar sus complicidades históricas. Cuando la exposición termina, estas obras son cubiertas con pintura pero permanecen para siempre grabadas en las paredes, como secretos enterrados que continúan acechando el lugar. Esta permanencia en la impermanencia ilustra perfectamente cómo el pasado racista de América, incluso borrado en la superficie, continúa estructurando el presente.
El enfoque de Simmons va más allá de la simple denuncia para proponer una arqueología visual del racismo institucional. Sus obras funcionan como testimonios acumulados que revelan las capas sucesivas de opresión que han moldeado la sociedad estadounidense. Movilizando los códigos visuales de la escuela, demuestra que la educación nunca es neutra, que siempre porta las marcas de las relaciones de fuerza que atraviesan una sociedad. Esta dimensión sociológica de su trabajo lo vincula a los análisis más profundos de la reproducción social, conservando al mismo tiempo una fuerza poética que le permite tocar a un público mucho más allá del círculo académico.
Arquitectura y memoria: Los fantasmas del modernismo
La arquitectura ocupa un lugar particular en el universo de Simmons, especialmente a través de su serie “1964”, que revisita tres estructuras emblemáticas: la Glass House de Philip Johnson, el pabellón del Estado de Nueva York en la Exposición Universal de 1964, y la lámpara del filme “Marnie” de Alfred Hitchcock. Estas obras revelan cómo la estética modernista, en su búsqueda de pureza y transparencia, oculta historias turbias y complicidades innombrables.
La Glass House de Johnson merece especial atención ya que cristaliza las ambigüedades del modernismo americano. Esta icónica arquitectura, celebrada por su transparencia radical y su elegante simplicidad, oculta un pasado controvertido: su creador Philip Johnson mantuvo simpatías nazis en los años 1930, participando incluso en la propaganda del Tercer Reich como periodista [2]. Cuando Simmons reproduce esta estructura con trazos difusos y fantasmales, revela la amarga ironía de un edificio transparente diseñado por un hombre con secretos opacos. El borrado característico de su técnica transforma esta arquitectura modernista en un espectro, sugiriendo que las ideologías mortíferas continúan acechando nuestros espacios más refinados.
Este enfoque crítico de la arquitectura modernista se inscribe en la línea de los análisis del historiador Hal Foster, quien mostró cómo el estilo internacional sirvió a menudo de pantalla para proyectos políticos autoritarios [3]. Simmons materializa esta crítica haciendo literalmente fantasmales estas estructuras, revelando su dimensión espectral. Sus dibujos arquitectónicos nunca son simples representaciones: funcionan como radiografías que revelan las patologías ocultas de la modernidad.
El pabellón del estado de Nueva York, con sus círculos blancos suspendidos en el espacio, evoca el utopismo tecnológico de los años 1960, esa fe ciega en el progreso que caracterizaba a la América anterior a Vietnam y Watergate. Al difuminarlo con sus dedos, Simmons revela la fragilidad de estos sueños de futuro, su carácter efímero. Esta obra resuena especialmente en la era contemporánea, donde las promesas de Silicon Valley suenan cada vez más vacías y el optimismo tecnológico cede paso a una desconfianza generalizada.
El candelabro de “Marnie” completa esta trilogía al introducir una dimensión cinematográfica que revela las obsesiones de Hitchcock por el control y la manipulación. En Hitchcock, los decorados nunca son inocentes: participan en la construcción de un universo donde la elegancia superficial oculta pulsiones asesinas. Simmons se apropia de esta estética para revelar cómo la arquitectura puede servir como instrumento de dominación simbólica.
El borrado practicado por Simmons en estas estructuras arquitectónicas no se relaciona con la destrucción sino con la revelación. Al difuminar sus contornos, las libera de su evidencia engañosa para mostrar su verdadera naturaleza: construcciones ideológicas disfrazadas de necesidades estéticas. Este enfoque recuerda los análisis de Henri Lefebvre sobre la producción social del espacio, mostrando cómo la arquitectura siempre participa en un proyecto político, incluso cuando pretende ser neutral [4].
La arquitectura se convierte bajo el pincel de Simmons en un territorio de memoria donde se inscriben los traumas colectivos. Sus casas encantadas, inspiradas en las películas de terror de los años 1960 y 1970, materializan la idea de que ciertos lugares conservan la huella de violencias pasadas. En “Mother, Oh Mother” de 2010, su representación de la casa Bates de “Psycho” transforma la arquitectura doméstica en un mausoleo, revelando cómo el espacio privado puede convertirse en el teatro de patologías familiares y sociales. Estas obras sugieren que la arquitectura americana lleva en sí las cicatrices de su historia violenta, que detrás de la fachada tranquilizadora del hogar a menudo se esconden secretos inconfesables.
Esta dimensión memorial de la arquitectura encuentra su forma más acabada en los murales de Simmons. Al incrustarse directamente en las paredes de las instituciones artísticas, estas obras transforman el espacio de la exposición en testimonios, revelando las capas sucesivas de la historia cultural estadounidense. Cuando la exposición termina y las paredes se repintan, estas obras permanecen enterradas en la arquitectura, creando una memoria subterránea que habita los lugares. Esta estrategia revela cómo el espacio museístico, lejos de ser neutral, siempre lleva la huella de las relaciones de poder que lo han moldeado.
La ambivalencia del presente
Tres décadas después de sus primeras obras, Gary Simmons sigue examinando las heridas de América con la misma agudeza diagnóstica. Su reciente serie “Thin Ice” de 2024, presentada en Hauser & Wirth en Nueva York, da testimonio de esta persistencia crítica al tiempo que revela una evolución sutil de su práctica. El artista desarrolla una reflexión acerca de la inestabilidad del momento presente en Estados Unidos, utilizando la metáfora del hielo delgado para evocar la precariedad del equilibrio social.
El personaje de Bosko reaparece en esta nueva serie, pero transformado: ahora patina sobre hielo, ejecutando piruetas que evocan tanto la gracia como la caída inminente. Esta imagen del patinador negro evoca inmediatamente las complejidades de la actuación racial en América, donde la excelencia artística o deportiva de los afroamericanos se celebra al tiempo que permanece atrapada en estereotipos persistentes. Las “progresiones” de Bosko, para retomar el título de esta serie de pinturas, revelan la ilusión del progreso social: treinta años después de las primeras obras de Simmons, las mismas preguntas resurgen con una urgencia renovada.
La escultura “Black Frosty” que acompaña esta serie lleva la ironía hasta lo absurdo: un muñeco de nieve negro, materialmente imposible, estrangulado por una bufanda blanca que evoca tanto la suavidad invernal como el lazo corredizo. Esta obra cristaliza la ambivalencia fundamental de la cultura americana, capaz de transformar los símbolos más inocentes en instrumentos de opresión. El muñeco de nieve, arquetipo de la inocencia infantil, se convierte en Simmons en una alegoría de la violencia racial disfrazada.
La evolución reciente del trabajo de Simmons revela una madurez artística que no ha perdido nada de su virulencia crítica. Sus nuevas obras dan testimonio de una comprensión profunda de los mecanismos de perpetuación del racismo sistémico, mostrando cómo los estereotipos se renuevan constantemente bajo formas aparentemente inofensivas. Esta persistencia temática no es signo de un repetir obsesivo, sino al contrario, la prueba de la agudeza profética de su diagnóstico inicial.
El propio artista reconoce esta continuidad inquietante: “Escuchadme bien, panda de snobs”, confiesa en una entrevista reciente. Esta permanencia de los problemas revela la magnitud del desafío que representa la deconstrucción del racismo sistémico. Las obras de Simmons funcionan como un sismógrafo social, registrando los temblores y réplicas de un trauma histórico nunca realmente resuelto.
La fuerza particular de Gary Simmons reside en su capacidad para mantener un equilibrio precario entre la denuncia y la seducción estética. Sus obras poseen una belleza indiscutible que atrae la mirada antes de perturbarla. Esta estrategia retórica resulta formidablemente efectiva: al captar primero la atención del espectador por su potencia visual, abren un espacio de reflexión crítica que sería imposible con un enfoque puramente didáctico. La característica técnica de su borrado produce imágenes de una melancolía impactante, transformando la crítica social en una experiencia estética memorable.
Esta dimensión poética de su trabajo no debe ocultar su dimensión política. Al contrario, la refuerza al hacer sensibles mecanismos de opresión a menudo abstractos. Cuando Simmons transforma los símbolos de la cultura popular estadounidense en espectros inquietantes, revela la parte oscura de esta nación, sus contradicciones fundamentales, sus promesas traicionadas. Su arte funciona como una terapia colectiva, forzando a Estados Unidos a mirar de frente los fantasmas que prefiere olvidar. En una época de polarización extrema, esta función catártica del arte nunca ha sido tan necesaria.
La obra de Gary Simmons nos recuerda que el verdadero arte no puede limitarse a decorar las paredes de los ricos coleccionistas. Debe interrogar, molestar, revelar las verdades que la sociedad prefiere callar. Al transformar el borrado en acto creador, Simmons demuestra que la desaparición puede ser más elocuente que la presencia, que el silencio puede gritar más fuerte que todos los discursos. Su arte nos enseña que en la América contemporánea, lo que no se dice a menudo pesa más que lo que se proclama. Y mientras estos silencios continúen rondando la nación estadounidense, el arte de Gary Simmons conservará toda su necesaria subversión.
- Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, La Reproduction : Éléments d’une théorie du système d’enseignement, París, Éditions de Minuit, 1970.
- Mark Lamster, The Man in the Glass House: Philip Johnson, Architect of the Modern Century, Nueva York, Little, Brown and Company, 2018.
- Hal Foster, The Art-Architecture Complex, Londres, Verso, 2011.
- Henri Lefebvre, La Production de l’espace, París, Anthropos, 1974.
















