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Glenn Brown, pintor que devora la historia del arte

Publicado el: 15 Marzo 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 9 minutos

Glenn Brown crea un vértigo visual transformando obras maestras históricas en visiones alucinatorias. Sus superficies pictóricas perfectamente lisas evocan reproducciones digitales mientras laten con una energía inquietante, fusionando el legado clásico con una sensibilidad contemporánea radical.

Escuchadme bien, panda de snobs. Nunca he visto obras que me hayan dado tantas ganas de lamerlas mientras me hacen estremecer de asco. Glenn Brown, ese británico de aspecto distinguido que siempre hace nudos de corbata impecables y lleva pañuelos a juego, ha creado un universo pictórico que te atrapa como una pesadilla de la que no quieres despertar.

Brown opera en una dimensión paralela donde los grandes maestros parecen haber sufrido una mutación radioactiva. No copia simplemente las obras de otros artistas, las devora, las digiere y las regurgita en forma de criaturas nuevas, ajenas a su fuente original pero extrañamente familiares. No es apropiación, es necromancia pictórica.

Sus superficies pictóricas son de una perfección heladora. Parecen fotografías de pinturas, reproducciones de catálogos de exposiciones impresas en lienzo. Acércate y te darás cuenta de que no hay textura alguna. Todo lo que parece un empaste vigoroso es solo ilusión, un trampantojo perfecto que transforma el gesto expresionista en su fantasma bidimensional. Es como si Brown hubiera aplanado la historia del arte con una apisonadora, y luego la hubiera resucitado en forma de espectro.

El arte de Brown evoca la literatura gótica en su forma más pura. Al igual que en las obras de Mary Shelley, sus cuadros son creaciones ensambladas a partir de fragmentos muertos que cobran una nueva y inquietante vida. En “Reproducción” (2014), un retrato manifiestamente inspirado en Rembrandt, el rostro del sujeto se transforma en una masa torturada de carne verdosa y enfermiza. La obra nos recuerda al Dr. Frankenstein y su criatura, un monstruo compuesto por partes de cadáveres cosidas juntas, animado por el relámpago de la imaginación artística [1]. Al igual que el monstruo de Frankenstein que estudiaba la literatura para comprender su existencia, Brown disecciona metódicamente las obras maestras de la historia del arte para crear sus propias visiones perturbadoras.

Tome “Valles Marineris” (2020), esa escultura donde una masa de brochazos esculpidos parece haber cobrado vida, erigiéndose en el espacio como un organismo mutante. No es sin recordar el momento en que la criatura de Frankenstein toma conciencia de su existencia, horrorizada por su propia apariencia pero dotada de una extraña y monstruosa belleza. La escultura de Brown, como el monstruo literario, desafía las categorías, existiendo en un espacio liminal entre la belleza y el horror, el arte y su simulacro.

Pero Brown no es solo un anticuario del horror gótico. También está profundamente arraigado en las corrientes fenomenológicas de la percepción visual. Sus pinturas nos obligan a repensar nuestra relación con la imagen y la realidad que representa o que simula. Edmund Husserl, ese viejo filósofo alemán de respetable barba, nos enseñó que la conciencia es siempre conciencia de algo, la intencionalidad es su característica fundamental [2]. Los cuadros de Brown llevan esta idea al extremo, pues son representaciones de representaciones, conciencias de conciencias anteriores.

Brown crea un vértigo fenomenológico al mostrarnos no un objeto, sino la percepción de una percepción. En “La música de las montañas” (2016), ese dibujo con tinta negra que parece contener varios rostros superpuestos emergiendo de un enredo de líneas, Brown ilustra perfectamente este juego de espejos perceptivo. La obra no es simplemente un dibujo, es un dibujo que muestra cómo percibimos los dibujos, cómo nuestra conciencia organiza el caos visual en formas reconocibles.

Los múltiples retratos que Brown crea en sus dibujos nos recuerdan el concepto husserliano de “variación eidética”, esa técnica filosófica que consiste en imaginar un objeto bajo diferentes formas para captar su esencia invariante [3]. Brown hace exactamente eso superponiendo varios retratos históricos, obligándonos a buscar lo que constituye la esencia misma de un rostro humano a pesar de las infinitas variaciones de su representación.

La superficie lisa de sus pinturas desafía nuestra expectativa táctil. Queremos sentir el grosor de la pintura donde nuestro ojo la ve, pero nuestros dedos no encontrarían más que una superficie plana como un espejo. Esta desconexión entre lo visual y lo táctil crea una ruptura en nuestra experiencia fenomenológica del mundo, confrontándonos con cómo nuestra percepción construye la realidad en lugar de la realidad misma.

Lo que me gusta de la obra de Brown es que es a la vez intensamente histórica y radicalmente contemporánea. Él extrae del repertorio visual de cinco siglos de pintura occidental, pero su arte está impregnado por la angustia digital de nuestra época. Estas superficies perfectamente lisas evocan las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos, ventanas hacia un mundo de imágenes infinitas pero intangibles.

En “Touch the Flaming Dove” (2021), Brown retoma un estudio de pies de Dürer, lo invierte y lo transforma en una meditación sobre la muerte y la trascendencia. Los pies, que apuntaban hacia abajo en el dibujo original, ahora están dirigidos hacia arriba, como para sugerir una ascensión hacia el cielo estrellado que forma el fondo. Es una obra que habla de nuestra condición humana en la era digital, flotamos en un espacio de imágenes desincorporadas, buscando desesperadamente una conexión con algo tangible, real.

Sus obras más recientes, como las expuestas en Max Hetzler en París en 2024, muestran figuras humanas representadas en colores irreales, azul cobalto, verde kriptón, amarillo azufre. Estos cuerpos parecen pulsantes, como animados por una energía interna. Evocan las descripciones alucinatorias de las novelas góticas, donde las fronteras entre el cuerpo y su entorno se disuelven en estados de conciencia alterada. El gótico no es sólo un estilo histórico para Brown, es una sensibilidad que impregna nuestro mundo contemporáneo, la inquietante extrañeza de una realidad cada vez más mediada por pantallas.

La obra “Let me ferry you out to sea To see who you could have been When the time comes to row back in You’ll be in the place you should have been” (2017), título tomado de una canción, es ejemplar de esta fusión entre el gótico y la fenomenología. En esta pintura monumental inspirada en los techos de Tiepolo, las figuras parecen literalmente en estado de transformación líquida. Como escribe Sarah Kent, son “claramente identificables como nubes, dioses y figuras eclesiásticas, putti y ángeles, pero también suspendidas en la materia licuada de la que están formadas” [4]. Esta obra encarna la visión fenomenológica de un mundo en perpetuo devenir, donde los objetos de nuestra conciencia nunca son fijos sino siempre están en proceso de formación.

Si Van Gogh pintaba la esencia invisible de las cosas visibles, Brown pinta la esencia visible de las cosas invisibles, es decir, las imágenes que acechan nuestra cultura como fantasmas. Las reproducciones de obras de arte, esos espectros que nos rodean diariamente en los libros, las pantallas y los museos, se vuelven bajo su pincel criaturas vivas, palpitantes, pero siempre ligeramente inquietantes en su familiaridad deformada.

Las esculturas de Brown son particularmente fascinantes en este aspecto. Acumulando capas gruesas de pintura sobre figuras de bronce preexistentes, crea objetos que parecen literalmente atrapados entre dos estados del ser, la solidez del bronce y la fluidez de la pintura. Estas obras recuerdan las descripciones de Edmund Husserl sobre cómo nuestra conciencia constituye los objetos a través del tiempo [5]. Nunca percibimos un objeto en su totalidad instantáneamente, sino a través de una serie de apariciones temporales que forman una síntesis continua.

A primera vista, podría pensarse que Brown es sólo otro artista posmoderno que juega con la apropiación y la cita. Pero es un error monumental. A diferencia de los artistas que se limitan a copiar imágenes existentes como un ejercicio intelectual frío, Brown infunde a sus reinterpretaciones una intensidad emocional casi operística. Sus pinturas no son comentarios distanciados sobre la historia del arte, son visiones febrilmente que nos muestran la historia del arte como una pesadilla de la que no podemos despertar.

Hay algo adolescente en este enfoque, y lo digo como un cumplido. La adolescencia es ese período donde se descubre la profundidad y la intensidad de las emociones, donde el mundo parece a la vez maravillosamente vivo y terriblemente amenazante. Las pinturas de Brown capturan esa intensidad, son serias pero no solemnes, intelectuales pero viscerales, históricas pero inmediatas.

“Deep Throat” (2007), inicialmente inspirado en un grupo de árboles de una pintura de Soutine, se transforma en una evocación del Hombre Verde, esa figura mítica pagana que representa el espíritu de la naturaleza. Pero en la versión de Brown, ese rostro vegetal se vuelve casi amenazante, recordándonos el lado oscuro y devorador de la naturaleza. Es un ejemplo perfecto de cómo Brown fusiona las referencias históricas con una sensibilidad contemporánea para crear algo que trasciende sus fuentes.

Lo que distingue a Brown de sus contemporáneos es su compromiso total con la pintura como medio. Mientras que muchos artistas ven la pintura como una opción más dentro de un arsenal de medios, Brown la ve como un universo completo en sí mismo. Para él, la pintura no es un medio para representar el mundo, es el mundo. Como él mismo dijo: “Quiero que piensen [que las manzanas en ‘Burlesque’] son un desnudo recostado, que pasean por el paisaje, que miran ese color verde más bien repelente, que se pregunten si es un atardecer o un amanecer y por qué esa extraña luz amarillento verdosa blanquecina desciende de la nada e ilumina ese pequeño evento que ocurre” [6].

Las obras de Brown están pobladas por figuras que parecen sufrir una enfermedad desconocida, piel verdosa, ojos inyectados en sangre, carne que parece licuarse. Estos síntomas visuales evocan las descripciones de enfermedades misteriosas que afligen a los personajes de las novelas góticas. En “El castillo de Otranto” de Horace Walpole, los personajes están constantemente sujetos a desmayos, temblores y terrores inexplicables [7]. Las figuras de Brown parecen sufrir una afección similar, una enfermedad de la imagen, una patología de la representación.

Esta dimensión patológica es particularmente evidente en las obras donde Brown trata los pies, esas partes del cuerpo que habitualmente ocultamos, que consideramos banales o incluso repugnantes. Al transformar estudios de pies de Dürer o Baselitz en meditaciones pictóricas monumentales, Brown eleva lo más humilde al estatus de lo sublime, manteniendo a la vez una sensación de extrañeza inquietante. Es una estrategia directamente derivada de la literatura gótica, donde lo abyecto y lo sublime coexisten en una tensión perpetua.

El color desempeña un papel crucial en esta tensión. Brown usa tonos que parecen a la vez artificiales y orgánicos, verdes tóxicos, amarillos enfermizos, azules eléctricos que evocan simultáneamente la descomposición natural y la síntesis química. Estos colores no son simplemente decorativos; son sintomáticos, expresan una condición existencial donde la frontera entre lo natural y lo artificial se ha vuelto porosa.

El arte de Glenn Brown es una forma de nigromancia contemporánea, reanima a los muertos de la historia del arte, no para celebrarlos nostálgicamente, sino para crear nuevas entidades que acechan nuestro presente. Y como toda buena práctica nigromántica, su arte nos enfrenta a nuestra propia mortalidad, a la fragilidad de nuestra percepción y a la extraña belleza de nuestra descomposición inminente.

Es un arte que nos recuerda que todos estamos, como Brown dijo acertadamente, “en descomposición elegante” [8]. En un mundo obsesionado con la juventud eterna y la perfección digital, Brown nos muestra la belleza grotesca de nuestra condición mortal. Y es precisamente por eso que su obra merece nuestra atención más sostenida.


  1. Shelley, Mary. Frankenstein o el Prometeo moderno. 1818.
  2. Husserl, Edmund. Meditaciones cartesianas. Traducido por Gabrielle Peiffer y Emmanuel Levinas, Vrin, 1947.
  3. Husserl, Edmund. Ideas directrices para una fenomenología. Traducido por Paul Ricoeur, Gallimard, 1950.
  4. Luke, Ben. “Crítica de Glenn Brown: Una mezcla emocionante y brillante de ciencia ficción e historia”, The Standard, 25 de enero de 2018.
  5. Husserl, Edmund. Lecciones para una fenomenología de la conciencia íntima del tiempo. Traducido por Henri Dussort, PUF, 1964.
  6. MacRitchie, Lynn. “Entrevista: Glenn Brown.” Art in America, 2009.
  7. Walpole, Horace. El castillo de Otranto. 1764.
  8. Klein, Jacky. “En conversación: Glenn Brown y Jacky Klein.” Gagosian Quarterly, 28 de abril de 2021.
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Referencia(s)

Glenn BROWN (1966)
Nombre: Glenn
Apellido: BROWN
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Reino Unido

Edad: 59 años (2025)

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