Escuchadme bien, panda de snobs, aquí tenéis a un pintor que pasó su vida engañándonos con una honestidad desarmante. Howard Hodgkin, este inglés nacido en 1932 y fallecido en 2017, este baronet del pincel que recogía honores como otros recogen hojas secas, no dejó de afirmar que no hacía arte abstracto. Qué audacia. Mirad sus cuadros: salpicaduras de turquesa, estelas de naranja, masas de verde que desbordan los marcos como una marea indisciplinada. Y sin embargo, protestaba. No, decía, pinto situaciones emocionales. Pinto la memoria. Como si la memoria alguna vez se pareciera a una mancha de pintura sobre contrachapado.
Pero precisamente ahí reside toda la perversidad de su empresa. Hodgkin nos dio cuadros que son a la vez todo y nada, que prometen relatos y sólo entregan sensaciones, que llevan títulos como Waking up in Naples o In a French Restaurant y que no muestran otra cosa que la imposibilidad de mostrar nada. Construyó una obra entera sobre la brecha entre lo que puede decirse y lo que puede pintarse, entre el recuerdo y su representación, entre el deseo y su satisfacción. Un pintor de la carencia, por tanto, disfrazado de colorista alegre.
Su técnica misma traiciona esta obsesión por el control y la pérdida. Pintaba sobre madera, nunca sobre lienzo. ¿Por qué? Porque, decía él, “la madera responde” [1]. El lienzo cedería, se deformaría, se hundiría bajo el peso de sus arrepentimientos. Porque Hodgkin era un pintor lento, terriblemente lento. Un solo cuadro podía tomarle años, capas sucesivas de pintura aplicadas, raspadas, cubiertas, hasta que el objeto se convirtiera en una acumulación de tiempo transcurrido. Cada superficie lleva la huella de esta lucha, de esta búsqueda desesperada de algo que siempre se escapa.
Y luego están esos marcos. Hodgkin no se limitaba a enmarcar sus obras: las desbordaba, las invadía, las colonizaba. La pintura se derramaba sobre el marco, convirtiéndolo en parte integral de la imagen. Algunos vieron en ello una metáfora de la emoción que desborda, de la pasión que no puede ser contenida. Otros, más pragmáticos, lo consideraron un recurso decorativo, una coquetería. Pero este gesto revela sobre todo una angustia profunda: la delimitación, la frontera entre la obra y el mundo, entre el dentro y el fuera. Como si buscara proteger sus imágenes de una intrusión, de una mirada que viniera a imponer sus propios marcos.
Porque Howard Hodgkin era un hombre habitado por la nostalgia y el secreto. Homosexual casado durante años, padre de familia antes de atreverse a vivir con su compañero Antony Peattie, coleccionista de miniaturas indias, lector compulsivo de novelas policíacas de Agatha Christie, llevaba una existencia compartimentada, estanca. Sus cuadros, supuestamente autobiográficos, no revelan nada. O más bien, revelan la imposibilidad de revelar. Son puertas cerradas, ventanas empañadas, postigos entreabiertos sobre interiores que nunca veremos realmente.
La poesía de lo casi dicho
Hodgkin era un gran lector de poesía, y es en esa relación que mantenía con la literatura donde quizá se dibuja mejor la naturaleza de su proyecto pictórico. Cuando le preguntaban qué poetas frecuentaba, respondía Stevie Smith, esa inglesa excéntrica del siglo XX que escribía versos de una aparente sencillez, casi infantil, pero cargados de una melancolía desgarradora. El paralelismo es revelador. Stevie Smith, al igual que Hodgkin, practicaba un arte del despojo engañoso, una ingenuidad construida que ocultaba abismos. Su poema más famoso, aquel que evoca a alguien que se está ahogando pero al que se cree que está saludando con la mano, podría servir de epígrafe para toda la obra de Hodgkin.
Esta afinidad con la poesía no es anecdótica. Estructura profundamente su acercamiento a la pintura. Seamus Heaney, durante una exposición de Hodgkin en Dublín en 2006, había citado a Philip Larkin y su poema The Trees, esos árboles cuyas hojas nuevas parecen “algo casi dicho”. El casi-dicho: eso es exactamente lo que Hodgkin intentaba capturar. No lo dicho, no lo mostrado, sino ese momento tembloroso justo antes de la articulación, ese estremecimiento que precede a la palabra o a la imagen. La memoria, para Hodgkin, nunca era clara, nunca nítida. Era niebla, impresión, color difuso. Era lo contrario de la precisión documental.
Por eso rechazaba con tanta vehemencia que se contaran las historias detrás de sus cuadros. Los críticos, siempre ávidos de narrativas reconfortantes, querían saber: ¿qué pasó aquella mañana en Nápoles? ¿Quién estaba sentado en ese restaurante francés? Hodgkin se resistía. No por coquetería, sino porque sabía que el relato mataría la pintura. Que una vez revelada la anécdota, el cuadro no sería más que una ilustración, una nota al pie de una vida. Pero lo que él buscaba era precisamente lo contrario: hacer del cuadro un acontecimiento en sí mismo, una experiencia que no necesita del relato para existir.
Esta postura es profundamente poética. La poesía, más que cualquier otro arte del lenguaje, resiste la paráfrasis. No se puede resumir un poema, sólo se puede leer, una y otra vez, experimentando sus ritmos, sus sonoridades, sus silencios. Los cuadros de Hodgkin funcionan de la misma manera. No quieren decir nada, quieren ser vividos. Su sentido no es descifrable, es sensible. Decir que un cuadro representa a un amigo ausente o una puesta de sol en Bombay no nos enseña nada sobre lo que el cuadro hace, sobre cómo opera en nuestra mirada y nuestro cuerpo.
Los títulos mismos participan de esa poética de la indirección. No describen, sugieren. Abren pistas que la imagen ni confirma ni desmiente. Crean una tensión, un desfase, un espacio de juego entre las palabras y las formas. Absent Friends, por ejemplo, ese cuadro de 2000-2001 que dio título a una exposición póstuma: unas amplias pinceladas de negro, marrón y turquesa. ¿Es visible la ausencia? No. Pero el título la convoca, y de repente esos colores se cargan de tristeza, de ausencia. El título actúa como un filtro emocional, colorea nuestra percepción sin determinar lo que vemos.
Esta práctica del título evocador pero no descriptivo recuerda ciertos procedimientos de la poesía moderna. El título se convierte en un umbral, un pórtico por el que se entra en la obra sin saber exactamente a dónde se va. Crea una expectativa que nunca se llenará del todo. Y es precisamente en ese incumplimiento donde reside la fuerza del trabajo. Hodgkin pintaba desde la memoria, pero una memoria fragmentaria, lacunar, incierta. No buscaba reconstruir el pasado sino capturar el afecto, el tono emocional. En esto, su trabajo está cercano al de Proust, otro gran explorador de la memoria involuntaria, de esos momentos en los que el pasado reaparece no como relato coherente sino como sensación cruda.
Pero a diferencia de Proust, que desplegaba frases infinitas para captar esos instantes fugaces, Hodgkin comprimía, sintetizaba, reducía. Sus cuadros son haikus de color, epigramas visuales. Unos pocos trazos de pincel, y es todo un mundo el que aparece y desaparece. Esta economía de medios, esta capacidad para sugerir la inmensidad con el mínimo, es otra lección de poesía. El gran poema no es el que lo dice todo, sino el que deja más espacio para el silencio, para lo que no se puede decir.
La arquitectura del retiro
La otra clave para entender a Hodgkin se encuentra en su relación con el espacio, la arquitectura, el lugar de creación. Su estudio londinense, situado en la parte trasera de su casa georgiana de Bloomsbury, es un espacio extraordinario. Antigua lechería del siglo XIX, fue transformado en 1991 en un santuario completamente blanco. Paredes blancas, suelo blanco, techo de vidrio translúcido que difunde una luz uniforme, sin sombras. Un espacio de casi trescientos metros cuadrados vaciado de toda distracción, de todo color. El arquitecto Robert Barnes diseñó un techo usando millones de tubos de vidrio para crear una luminosidad constante, sin importar el tiempo [2].
Esta blancura absoluta no es casual. Para un pintor famoso por sus explosiones cromáticas, la elección de trabajar en un entorno tan despojado constituye una paradoja reveladora. Hodgkin necesitaba ese vacío, esa neutralidad, esa ausencia. Decía que la luz de su estudio era como un envoltorio. Un envoltorio protector, pero también un envoltorio que contiene, que delimita, que separa el interior del exterior. El estudio era para él un lugar de retiro en el sentido monástico del término, un espacio de soledad radical donde podía enfrentarse a sus imágenes sin mediación, sin interferencias.
Esta concepción del estudio como espacio sagrado, casi litúrgico, dice mucho sobre su práctica. Hodgkin nunca pintaba con música, nunca rodeado de los objetos que coleccionaba con pasión. Solo él, la luz blanca y el cuadro en curso. Esta ascetismo era necesaria. Pintar, para él, era un acto de concentración extrema, una forma de meditación dolorosa. Pasaba más tiempo sentado mirando sus cuadros, esperando el momento adecuado para intervenir, que pintando efectivamente. Esa paciencia, esa capacidad de no hacer nada, era el corazón de su proceso.
El espacio del estudio funcionaba también como una cámara de aislamiento sensorial. Al eliminar toda estimulación exterior, creando una suerte de vacío, Hodgkin podía concentrarse en las imágenes interiores, las que surgían de su memoria. La blancura del estudio era la pantalla sobre la que se proyectaban sus recuerdos. Era la página en blanco antes de la escritura, el silencio antes de la música. Esa blancura no era una ausencia sino una potencialidad, un reservorio infinito de posibles.
Hay algo profundamente arquitectónico en la manera en que Hodgkin construía sus cuadros. Los marcos, como ya hemos dicho, formaban parte integral de la obra. Pero más allá de ese gesto, toda su composición responde a un pensamiento arquitectónico. Sus cuadros crean espacios. No espacios ilusorios, ventanas abiertas a un mundo ficticio al estilo del Renacimiento. No, espacios reales, físicos, tridimensionales. La madera sobre la que pintaba no es un soporte transparente sino un objeto, una cosa que tiene su peso, su materialidad, su presencia.
Esta materialidad es esencial. Hodgkin insistía en que sus cuadros debían ser ante todo objetos, cosas que existen firmemente en el mundo. Esta solidez era necesaria porque todo lo demás, la memoria, la emoción, el sentido, era tan inestable, tan fluido. El cuadro como objeto era un punto de anclaje en un mundo de flujo. Era una arquitectura mínima, un refugio contra la evanescencia del tiempo.
Los marcos, al sobresalir, creaban una zona de transición entre la imagen y su entorno. Funcionaban como umbrales, pórticos, jambas de puertas. Se piensa en la arquitectura de John Soane, que Hodgkin admiraba profundamente. Soane, ese visionario neoclásico, maestro de los efectos de luz y de los espacios entrelazados, creaba interiores donde cada habitación se abría a otra, donde los espejos multiplicaban las perspectivas, donde nunca se sabía exactamente dónde se estaba. Esta complejidad espacial, esta disolución de límites claros entre dentro y fuera, entre un espacio y otro, encuentra eco en los cuadros de Hodgkin.
La exposición de sus estampas en Pitzhanger Manor de Soane del 1 de octubre de 2025 al 8 de marzo de 2026 no es casualidad. Había una afinidad profunda entre estos dos creadores de espacios. Ambos trabajaban la idea del envolvimiento, del encuadre, de la puesta en escena de la experiencia visual. En Soane, las aberturas circulares, las bóvedas, las hornacinas creaban encuadres sucesivos que guiaban la mirada. En Hodgkin, los marcos pintados, los bordes que sobresalen, los planos de color que se superponen creaban efectos similares de profundidad y misterio.
Esta dimensión arquitectónica de su trabajo también está ligada a su obsesión por los interiores. Hodgkin era un decorador nato, un creador de atmósferas. Su casa de Bloomsbury era famosa por su refinada excentricidad: cientos de ejemplares del mismo libro encuadernados en verde y rojo para cubrir una pared y absorber el ruido, pantallas hechas con bolsas de plástico blancas baratas para obtener la luz más difusa posible, sillas de todas las épocas y estilos dispuestas con un cuidado maniático. Cada detalle contaba, participaba en la creación de un entorno controlado, de un espacio donde todo estaba calculado.
Esta atención obsesiva a la decoración, lejos de ser superficial, revela una preocupación profunda: la relación entre el individuo y su entorno, entre el yo y lo que lo rodea. Los interiores de Hodgkin, ya sean pintados o vividos, nunca son neutrales. Están cargados de memoria, de presencias fantasmales, de emociones residuales. Un cuadro como Grantchester Road evoca la casa de un amigo arquitecto, pero lo que se ve no es una representación fiel. Es una impresión, una atmósfera, la sensación de estar en ese espacio en un momento dado. La arquitectura se convierte en afecto.
El legado paradójico
¿Qué queda, finalmente, de esta empresa? Objetos preciosos, ciertamente, que se venden muy caros y adornan las paredes de los museos. Pero sobre todo, quizás, una lección sobre la imposibilidad de la restitución. Hodgkin pasó su vida intentando pintar lo que no puede ser pintado: el tiempo que pasa, los amigos desaparecidos, las emociones desvanecidas. Fracasó, magníficamente. Sus cuadros no capturan nada, no fijan nada. Solo apuntan hacia lo que falta, hacia lo que se ha perdido.
Su amigo Patrick Caulfield, visitando su propia retrospectiva, lloraba repitiendo “no es suficiente, no es suficiente” [3]. Hodgkin relataba esta anécdota con una emoción palpable, porque también era su propio sentimiento. Nunca suficiente. Nunca del todo eso. Siempre una diferencia entre la intención y el resultado, entre el recuerdo y su traducción pictórica. Esta insatisfacción crónica, lejos de ser una debilidad, era el motor de su trabajo.
Hacia el final de su vida, curiosamente, sus cuadros se despojaron. Menos capas, menos materia, más vacío. Como si, tras décadas de lucha, hubiera comprendido que cuanto menos se dice, más se acierta. Que el silencio puede ser más elocuente que el discurso. Estas últimas obras, con sus pocos brochazos sobre madera desnuda, alcanzan una forma de sabiduría. Ya no pretenden nada. Se contentan con estar ahí, modestas, frágiles, emotivas.
La muerte lo sorprendió en 2017, a los ochenta y cuatro años, mientras aún preparaba exposiciones. Se imagina que habría continuado indefinidamente si su cuerpo se lo hubiera permitido. No por ambición sino por necesidad. Porque pintar, para él, no era una elección sino una condición de existencia. Una manera de habitar el tiempo, de hacer frente a la inevitable desaparición. Sus cuadros son monumentos a lo efímero, arquitecturas para lo impalpable. Celebran lo que se escapa intentando retenerlo, sabiendo que este intento está condenado al fracaso. Y es precisamente en este fracaso asumido donde reside su belleza.
- Veery journal, citado en Wikipedia, consultado el 5 de noviembre de 2025 durante la investigación documental.
- Robert Barnes, Carta al Editor, London Review of Books, Vol. 43 No. 13, 1 de julio de 2021.
- Charlotte Burns, “Howard Hodgkin: ‘I felt like an outcast in the art world'”, The Guardian, 4 de mayo de 2016.
















