Escuchadme bien, panda de snobs: Isshaq Ismail pinta rostros que os miran con la insolencia de quienes no tienen nada que perder. Nacido en 1989 en Acra, este artista ghanés propone desde hace una década un corpus de obras que sacuden los cánones estéticos con una brutalidad asumida y una inteligencia formal notable. Sus lienzos saturados de colores vivos, poblados por figuras con rasgos desmesurados, labios hinchados y rostros aplastados, constituyen mucho más que una simple provocación visual. Son la encarnación de un pensamiento crítico sobre la identidad contemporánea, sobre lo que significa existir en un mundo obsesionado por la belleza normativa y la conformidad social.
Lo que el propio artista denomina “semi-abstracción infantil” [1] no tiene nada de infantil en el sentido peyorativo del término. Esta denominación constituye por el contrario una estrategia conceptual formidable: al imitar la aparente simplicidad del dibujo infantil, Ismail libera la pintura de las cadenas de la representación académica. El impasto generoso, esa capa espesa de pintura que aplica con espátula, transforma sus lienzos en relieves táctiles, en superficies que parecen palpitar bajo el espesor de la materia pictórica. Las pinceladas gestuales, gruesas y cargadas de pigmentos saturados, construyen retratos que oscilan entre la caricatura y lo sagrado, entre la burla y la gravedad. Esta libertad formal no es gratuita: le permite al artista decir lo que las convenciones no toleran, mostrar lo que la belleza académica oculta.
Existe una filiación evidente, aunque nunca reivindicada explícitamente por Ismail, con la obra de Francis Bacon. El pintor británico, cuyas obras marcaron la segunda mitad del siglo XX, había hecho del grotesco su territorio predilecto. En Bacon, los cuerpos se retuercen, los rostros se disuelven, la carne humana se convierte en carne. Los críticos a menudo describieron sus figuras como “violentamente deformadas, casi como trozos de carne cruda, que son almas aisladas prisioneras y atormentadas por dilemas existenciales” [2]. Esta estética de la distorsión no era un simple ejercicio de estilo: traducía una visión de la humanidad de posguerra, herida, traumatizada, privada de sus certezas.
Ismail continúa este diálogo con lo grotesco, pero lo desplaza, lo reinventa para nuestra época. Donde Bacon pintaba la angustia existencial del individuo occidental frente al vacío metafísico, Ismail se interesa en los cuerpos marcados por las realidades poscoloniales, por las violencias del capitalismo contemporáneo, por las normas estéticas que jerarquizan a los seres humanos. Sus figuras grotescas cuestionan frontalmente la cuestión de lo bello y lo feo, de lo deseable y lo repulsivo. ¿Quién decide estas categorías? ¿Bajo qué criterios un rostro merece ser representado, contemplado, amado? El artista ghanés invierte estas preguntas contra el espectador con una eficacia formidable. Sus retratos con rasgos exagerados desafían la mirada, obligándola a enfrentarse a sus propios prejuicios estéticos.
La técnica misma de Ismail evoca la de Bacon, quien comparaba su trabajo con el de un escultor que modela arcilla. El artista ghanés describe su proceso en términos similares: manipula la pintura como una materia maleable, construyendo sus figuras mediante acumulación de capas, por raspados, por sucesivos añadidos. Este enfoque escultórico confiere a los rostros una presencia física intensa. No simplemente se representan en el lienzo: parecen emerger de él, extraerse. Las capas de impasto crean sombras, relieves, una topografía facial que hace que cada retrato sea único en su propia materialidad. Esta dimensión táctil cuenta tanto como la visual: las obras de Ismail piden ser vistas de cerca, exigen que el espectador se acerque para captar toda su riqueza formal.
Pero lo grotesco en Ismail difiere de la de Bacon en un punto esencial: mientras que el pintor británico cultivaba una forma de desesperación metafísica, el artista ghanés mantiene una tensión entre la crítica y la esperanza. Sus figuras, por muy distorsionadas que sean, nunca caen en el nihilismo. Permanecen habitadas por lo que él llama el “deseo, la elevación, la fuerza, la resiliencia, la alegría y la esperanza” que prueban que “el sujeto humano nunca es totalmente destruido por la adversidad o la violencia” [1]. Esta dimensión afirmativa distingue radicalmente a Ismail de sus predecesores europeos. Lo grotesco se vuelve en él una herramienta de resistencia, un medio de reivindicar un lugar dentro del campo de la representación para aquellos que habitualmente están excluidos.
Esta aproximación encuentra un eco poderoso en los trabajos del sociólogo Erving Goffman sobre el estigma y la identidad social. En su obra fundamental publicada en 1963, Goffman analiza cómo ciertos atributos corporales o sociales lanzan un profundo descrédito sobre los individuos que los portan [3]. El sociólogo distingue tres tipos de estigmas: las deformidades corporales, los defectos morales y los estigmas tribales relacionados con la raza, la nacionalidad o la religión. Lo que interesa a Goffman no es tanto el estigma en sí sino la relación social que produce: un atributo solo se vuelve estigmatizante en la mirada del otro, en la brecha que crea entre lo que Goffman llama la identidad social virtual (lo que se espera de una persona “normal”) y la identidad social real (lo que realmente es).
Las figuras pintadas por Ismail pueden leerse como encarnaciones visuales de esta tensión en Goffman. Llevan en su propio rostro la marca de su desviación de la norma, de su diferencia. Sus rasgos exagerados, su fealdad reivindicada, constituyen tantos estigmas visibles que las sitúan fuera de los cánones de la belleza occidental. Pero en lugar de ocultar estos estigmas, en lugar de practicar lo que Goffman llama el “fingimiento” (esta estrategia por la cual el individuo estigmatizado oculta su atributo desacreditado), Ismail los exhibe, los amplifica, los convierte en armas estéticas. Esta lógica recuerda lo que algunos sociólogos han llamado el “revertir el estigma”: ese proceso por el cual las personas estigmatizadas se apropian de los atributos que las desacreditan para convertirlos en emblemas de orgullo, marcadores de una identidad colectiva reivindicada.
El artista ghanés realiza precisamente este giro en el campo pictórico. Al pintar rostros que asumen plenamente su grotesco, su no conformidad con los estándares de belleza dominantes, desplaza el estigma del cuerpo representado hacia la mirada que juzga. Ya no es la figura pintada la que representa un problema, sino el sistema de valores estéticos que la rechaza. Ismail “representa a las masas y defiende a los sin voz” [2] dando una visibilidad monumental a aquellos que los cánones artísticos occidentales han excluido o caricaturizado históricamente. Sus retratos se convierten en actos de resistencia contra lo que Goffman llamaría las “expectativas normativas” del mundo del arte.
Esta dimensión sociológica del trabajo de Ismail se manifiesta particularmente en su serie de obras monocromas azules, creadas durante su residencia en la galería Efie de Dubái en 2023. Al cubrir sus figuras con un azul lapislázuli uniforme, el artista borra los marcadores raciales de sus personajes. Ya no son ni negros ni blancos, ni claramente identificables con un origen geográfico preciso. Esta operación cromática universaliza los rostros al tiempo que preserva su carga expresiva. El azul, color tradicionalmente asociado al poder real, a la profundidad y a la espiritualidad, confiere a las figuras una dignidad paradójica. Permanecen grotescas en su forma, pero nobles en su presentación. Esta tensión entre forma y color, entre fealdad estructural y belleza cromática, intensifica aún más la reflexión sobre los criterios del juicio estético.
El enfoque de Ismail se inscribe en una interrogación más amplia sobre lo que significa ser visto, ser reconocido como sujeto en las sociedades contemporáneas. Goffman destacaba que la identidad siempre se construye en la interacción, en la mirada del otro. Las personas estigmatizadas deben gestionar constantemente la información que muestran, controlar su presentación para minimizar el desprestigio. Viven en lo que Goffman llama “contactos mixtos”, esas interacciones tensas entre “normales” y estigmatizados donde cada uno debe negociar su lugar. Las figuras pintadas por Ismail rechazan esta negociación. No buscan adaptarse a la mirada del espectador, ni hacerse aceptables. Imponen su presencia con una frontalidad que no deja escapatoria. El espectador no puede apartar la vista, no puede ignorar lo que ve. Está obligado a posicionarse frente a esos rostros que lo desafían.
Esta estrategia visual coincide con lo que el artista describe él mismo como una voluntad de hacer declaraciones polémicas sobre las circunstancias sociopolíticas contemporáneas. Sus lienzos no son simples estudios formales: constituyen intervenciones críticas en los debates sobre identidad, raza, poder y representación. Al elegir pintar lo grotesco, Ismail aborda una cuestión política fundamental: ¿quién tiene derecho a ser considerado bello, digno de ser representado en el arte? Los cánones estéticos nunca son neutrales; reflejan y refuerzan jerarquías sociales, raciales y económicas. Al cuestionarlos frontalmente, el artista ghanés participa en una lucha más amplia por el reconocimiento y la dignidad.
La fuerza del trabajo de Ismail reside en su capacidad para mantener simultáneamente varios niveles de lectura. Sus lienzos funcionan primero como objetos visuales poderosos, saturados de colores, construidos con una energía gestual inmediatamente perceptible. Seducen al ojo antes de perturbar la conciencia. Pero bajo esta superficie hedonista se esconde una crítica aguda de los mecanismos de distinción y jerarquización que estructuran nuestras sociedades. Las figuras grotescas de Ismail son espejos deformantes que nos devuelven nuestra propia violencia simbólica, nuestros propios prejuicios estéticos. Nos obligan a reconocer que nuestros juicios sobre la belleza y la fealdad nunca son inocentes, que siempre conllevan relaciones de poder, exclusiones y violencias.
Esta lucidez crítica no impide que la obra de Ismail irradie una forma de optimismo terco. Sus figuras, a pesar de su grotesco, a pesar de los estigmas que llevan, desprenden una vitalidad, una presencia afirmativa. Existen plenamente, sin vergüenza ni ocultamiento. Encarnan esa posibilidad que Goffman evocaba de una reivindicación identitaria que transforma el estigma en emblema. En este sentido, el trabajo de Ismail forma parte de una empresa de reapropiación: reapropiación del derecho a la fealdad, reapropiación de lo grotesco como categoría estética legítima y reapropiación de la representación por aquellos que históricamente han sido excluidos.
El ascenso fulgurante de Ismail en el mercado del arte internacional demuestra un reconocimiento de este enfoque. En menos de una década, sus obras han pasado de valer unos pocos miles de euros a cientos de miles en las subastas. Este éxito comercial podría parecer contradictorio con el discurso crítico del artista. ¿Cómo conciliar una crítica radical de las normas estéticas dominantes con la integración exitosa en los circuitos más establecidos del mundo del arte? Esta tensión no es exclusiva de Ismail: atraviesa toda la historia del arte crítico y vanguardista. Pero merece ser destacada, porque revela la capacidad del sistema artístico de absorber, incluso neutralizar las críticas más virulentas transformándolas en mercancías deseables.
Sin embargo, sería reduccionista ver en el éxito de Ismail sólo una recuperación mercantil. Sus obras continúan planteando preguntas incómodas, perturbando las certezas. Mantienen esta tensión productiva entre fascinación estética y malestar ideológico que caracteriza las grandes obras críticas. Nos recuerdan que la lucha por la dignidad y el reconocimiento no se juega sólo en el ámbito político o social, sino también en el ámbito simbólico de la representación. Pintar lo grotesco, dar una visibilidad monumental a lo que habitualmente se rechaza o se oculta, constituye un acto político en sí mismo. Es afirmar que todos los rostros merecen ser vistos, que todas las existencias merecen ser reconocidas, que la belleza no puede ser el privilegio de una minoría conforme a los cánones occidentales.
Isshaq Ismail pertenece a esa generación de artistas africanos que se niegan a ser encasillados como ilustradores del exotismo o testigos de la desgracia. Él reivindica el derecho a una expresión plástica compleja, intelectualmente exigente, formalmente audaz. Su obra dialoga tanto con la historia del arte occidental (Bacon, Basquiat) como con las tradiciones artísticas ghanesas. Se inscribe en los debates teóricos contemporáneos sobre la identidad y la representación, conservando al mismo tiempo una potencia visual inmediata. Esta capacidad de trabajar simultáneamente en varios registros, de articular lo formal y lo político, lo local y lo universal, la crítica y la celebración, le convierte en un artista destacado de su generación. Sus cuadros no ofrecen respuestas definitivas a las preguntas que plantean. Mantienen abiertas las heridas, las tensiones y las contradicciones que atraviesan nuestras sociedades. Nos recuerdan que la lucha por el reconocimiento está lejos de terminar, que el derecho a la existencia plena y completa sigue siendo una conquista pendiente para una gran parte de la humanidad. Y lo hacen con una fuerza, una urgencia y una inteligencia formal que las hacen inolvidables.
- Gallery 1957, “Isshaq Ismail”, gallery1957.com, consultado en octubre de 2025
- Sotheby’s, “Isshaq Ismail Biography”, sothebys.com, consultado en octubre de 2025
- Erving Goffman, Estigma. Los usos sociales de las discapacidades, París, Les Éditions de Minuit, 1975 [1963]
















