Escuchadme bien, panda de snobs: si todavía buscáis en el arte contemporáneo filipino esa complacencia poscolonial que caracteriza a tantos pintores asiáticos que intentan agradar a las galerías occidentales, seguid vuestro camino. Jigger Cruz, nacido en 1984 en Malabon City, no os ofrecerá ni el confort de la nostalgia exótica ni la facilidad de una rebelión previsible. Este pintor, formado en la Far Eastern University y aprendiz de Manuel Ocampo, se ha impuesto como uno de los artistas más relevantes de su generación al practicar una forma de iconoclasmo que merece ser estudiada con seriedad.
La práctica de Cruz consiste esencialmente en cubrir pinturas clásicas, copias de maestros flamencos, retratos al estilo renacentista, con capas gruesas de pintura al óleo aplicadas directamente desde el tubo o a través de mangas pasteleras. El resultado: superficies tormentosas, estratos de colores vivos que casi obliteran completamente la imagen original. Esta técnica, que algunos calificarían rápidamente como vandalismo, revela en realidad una aguda inteligencia sobre el peso de la historia en la producción artística contemporánea. Cruz no destruye por el placer anárquico de la destrucción; construye un discurso visual sobre la imposibilidad de escapar del canon occidental al mismo tiempo que afirma la necesidad de inscribir su propia voz en él.
Para comprender la urgencia del gesto de Cruz, hay que volver a la historia colonial de Filipinas y a la figura tutelar de Juan Luna. Este pintor filipino, formado en Europa a finales del siglo XIX, encarna la paradoja del artista colonizado: reconocido por las instituciones europeas, coronado de éxitos en los salones parisinos, Luna sigue siendo prisionero de un sistema de representación que no es el suyo. Su cuadro “La vida parisina” (1892), conservado hoy en el Museo Nacional de Filipinas, ilustra perfectamente esta ambivalencia [1]. La obra muestra a tres hombres filipinos, el mismo Luna, José Rizal y Ariston Bautista Lin, observando a una cortesana en un café parisino. Estos tres intelectuales, figuras importantes del movimiento de propaganda filipino por la independencia, están representados vestidos a la europea, adoptando los códigos visuales de la metrópoli imperial. La mujer en el centro, a menudo interpretada como una metáfora de la “madre patria” filipina, permanece pasiva, objeto de la mirada masculina y colonial.
Esta pintura cristaliza el dilema de todo artista originario de un territorio antiguamente colonizado: ¿cómo crear cuando las herramientas mismas de la creación, la pintura al óleo, la perspectiva, los géneros pictóricos, pertenecen al colonizador? ¿Cómo expresarse en un lenguaje que no fue concebido ni para ti ni por ti? Luna eligió la asimilación brillante, dominando las técnicas académicas europeas hasta superar a muchos de sus contemporáneos europeos. Pero este éxito sigue siendo ambiguo, porque implica la aceptación de los criterios estéticos del colonizador. Cruz, más de un siglo después de Luna, propone una respuesta radicalmente diferente. Al cubrir esas pinturas académicas con materia bruta, al ocultar los rostros y los paisajes clásicos bajo salpicaduras de color puro, rechaza la deuda. No busca demostrar que un filipino puede pintar tan bien como un europeo; afirma que esa misma pregunta ya no tiene razón de ser.
El gesto de Cruz se inscribe en lo que podríamos llamar una “arqueología agresiva” de la pintura. Cada uno de sus lienzos conserva la huella de la imagen original, a veces visible por transparencia, a veces totalmente oculta. Esta estratigrafía pictórica funciona como metáfora de la historia colonial filipina: las referencias occidentales permanecen presentes, inevitables, pero ya no dictan el sentido último de la obra. Los colores llamativos que Cruz superpone, rosas chillones, verdes ácidos y amarillos tóxicos, crean una nueva narrativa visual que ya no espera la aprobación del centro. No se trata aquí de un borrón y cuenta nueva, sino de una reescritura violenta, asumida y jubilosa.
El propio artista reconoce esta dimensión política implícita en su trabajo. En una entrevista sobre su práctica, declara: “Simplemente intento bromear sobre todo eso, conectarme con la historia del arte, pero también crear una nueva escena y una nueva superficie para observarla desde otra perspectiva” [2]. Esta “broma” no debe tomarse a la ligera. Revela una estrategia de subversión que pasa por el humor y la burla más que por el discurso teórico puro. Cruz se niega a posicionarse como víctima de la historia; se convierte en el manipulador lúdico de ésta, transformando la carga del pasado en un material maleable.
Ahora conviene abordar el segundo eje de reflexión que sugiere la obra de Cruz: la cuestión filosófica de la destrucción creativa. Aquí, es imposible no pensar en Friedrich Nietzsche y en esta fórmula fulgurante extraída de “La genealogía de la moral”: “Para que un templo sea erigido, un templo debe ser destruido” [3]. Esta sentencia resume perfectamente la lógica en juego en la práctica de Cruz. El filósofo alemán no hablaba simplemente de iconoclasmo nihilista, sino de una necesidad ontológica: toda creación verdadera exige la destrucción previa de los valores antiguos. No se construye sobre el vacío; se construye sobre ruinas.
Cruz aplica literalmente este principio a la pintura. Sus lienzos no son abstracciones puras surgidas ex nihilo; son testimonios violentos donde lo antiguo es simultáneamente borrado y mantenido. Esta tensión entre presencia y ausencia, entre destrucción y construcción, dota a su trabajo de una densidad conceptual que lo distingue del expresionismo abstracto americano al que podría asociársele demasiado rápidamente. Allí donde un Jackson Pollock o un Willem de Kooning buscaban liberar la pintura de toda referencia externa, Cruz mantiene deliberadamente la referencia bajo la superficie. La historia del arte occidental sigue siendo visible, pero como un fantasma, un espectro que se debe conjurar constantemente para avanzar.
La dimensión nietzscheana de este trabajo va más allá de la simple metáfora de la destrucción. Toca la cuestión del valor en sí mismo. ¿Qué hace que un cuadro tenga valor? ¿Su habilidad técnica? ¿Su capacidad para reproducir fielmente la realidad? ¿Su lugar en una tradición reconocida? Cruz barre estos criterios con un revés de boquilla de bolsillo. Al cubrir copias de maestros flamencos, pinturas ya desprovistas de toda originalidad al ser copias, cuestiona frontalmente la noción de autenticidad que funda el mercado del arte occidental. ¿Una copia cubierta con pintura gestual se vuelve más auténtica que la propia copia? ¿El gesto iconoclasta de Cruz tiene más valor que la habilidad del copista?
Estas preguntas no son simples juegos intelectuales. Tocan el corazón de lo que significa ser artista en un contexto postcolonial. El artista filipino contemporáneo no puede hacer como si ignorara la historia colonial de su país, ni puede pretender crear en un vacío cultural. Pero tampoco debe dejarse paralizar por esta historia. La solución de Cruz consiste en asumir plenamente la violencia de su gesto: sí, destruye; sí, cubre; sí, borra. Pero precisamente porque destruye conscientemente, metódicamente, crea las condiciones para una verdadera novedad.
La evolución reciente de su práctica confirma esta lectura. Durante el Art Fair Philippines 2024, Cruz presentó obras considerablemente depuradas. Menos capas, menos colores, formas geométricas simplificadas. El artista explica: “He superado todo eso. No necesito gustar a nadie… Cuando uno es joven, hay que ser arrogante. Pero también era justo pasar por esa etapa, por ese proceso de crecimiento” [4]. Esta declaración revela una madurez artística que no abandona la radicalidad sino que la desplaza. Cruz no renuncia a su proyecto de deconstrucción; ahora lo realiza con más economía de medios, lo que paradójicamente refuerza su potencia.
El color, en Cruz, es especialmente interesante. Daltónico, percibe los tonos de manera diferente a la mayoría de los espectadores. Esta particularidad fisiológica se convierte en una ventaja estratégica: liberado de las convenciones cromáticas, puede yuxtaponer colores que el ojo “normal” consideraría discordantes. Sus verdes y violetas, que él no distingue, crean tensiones visuales inesperadas. Esta incapacidad se convierte en capacidad, transformando un supuesto impedimento en firma estilística. Una vez más, Cruz convierte el estigma en fuerza creadora.
También hay que mencionar la dimensión material, casi fetichista, de su enfoque. Cruz no se limita a pintar; esculpe la pintura, creando relieves gruesos que sobresalen del marco, invaden las baguetas y transforman el cuadro en un objeto tridimensional. Esta insistencia en la materialidad bruta de la pintura, su textura, su peso y presencia física, contrasta violentamente con la creciente desmaterialización del arte contemporáneo. En una época en que el arte digital y los NFT pretenden hacer obsoleta la pintura sobre lienzo, Cruz reafirma la sensualidad de la materia pictórica. Sus obras huelen, pesan, se empastan. Resisten la reproducción fotográfica, exigiendo una confrontación física directa.
La trayectoria de Cruz, del joven pintor ambicioso al padre de familia que busca simplicidad y honestidad, también ilustra una crítica implícita al mito del artista torturado. Demasiado a menudo, el mercado del arte valora el sufrimiento, la angustia, lo trágico. Cruz, en cambio, reivindica ahora una forma de ligereza, de inocencia recuperada. Observar a su hija dibujar círculos y triángulos le recordó que la creación puede ser alegre, espontánea, liberada del peso teórico. Esta evolución no significa un abandono de la dimensión crítica de su trabajo, sino más bien un desplazamiento: la crítica ya no pasa por la acumulación demostrativa de capas de pintura, sino por la precisión del gesto minimalista.
La obra de Jigger Cruz nos obliga a replantear las relaciones entre centro y periferia en el arte contemporáneo globalizado. Rechaza tanto el exotismo complaciente como la simple imitación de los modelos occidentales. Su solución, cubrir, obliterar y reconstruir, no es ni una síntesis armoniosa ni un rechazo puro y simple, sino un acto de transformación donde la historia colonial se convierte en material de construcción en lugar de en una carga paralizante. Los templos de la historia del arte occidental son destruidos en sus lienzos, pero sus ruinas constituyen los cimientos de nuevos edificios. Esta dialéctica de destrucción y creación sitúa a Cruz en el corazón de los debates contemporáneos sobre la identidad cultural, la postcolonialidad y la autonomía artística. Su trabajo demuestra que un artista puede estar profundamente arraigado en su contexto nacional y hablar a la vez un lenguaje universal, que puede asumir la herencia colonial sin someterse a ella, y que puede destruir con método para construir mejor con libertad. En una época saturada de discursos sobre la descolonización de los imaginarios, Cruz ofrece una respuesta plástica, material e indudablemente eficaz: pintar por encima, una y otra vez, hasta que la imagen original se vuelva ilegible, hasta que finalmente emerja algo irreductiblemente nuevo.
- Juan Luna, “La vie parisienne”, conocido también bajo el título “Intérieur d’un café”, 1892, óleo sobre lienzo, Musée national des Beaux-Arts, Manille, Filipinas.
- Jigger Cruz, citado en Quiet Lunch Magazine, 2018.
- Friedrich Nietzsche, “La genealogía de la moral”, 1887.
- Jigger Cruz, citado en The Nation Thailand, 2024.
















