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Joel Elenberg: Tres años de verdad misteriosa

Publicado el: 15 Julio 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 11 minutos

Joel Elenberg transforma el mármol en un lenguaje universal. Este escultor australiano, fallecido a los 32 años, revela la esencia oculta de la materia mediante una técnica virtuosa heredada de Carrara. Sus tótems y máscaras dialogan entre el arcaísmo y la modernidad, creando arquetipos atemporales de un poder emocional impresionante.

Escuchadme bien, panda de snobs: todos estamos equivocados al venerar las carreras que se extienden por décadas, las obras completas que llenan bibliotecas enteras, los artistas que han tenido tiempo para pulir su reputación hasta la perfección. Joel Elenberg nos recuerda con una brutalidad impactante que un genio puede explotar en tres años de creación pura y dejar un legado que desafía el tiempo. Fallecido a los treinta y dos años en una villa balinesa en 1980, este escultor australiano comprimió toda una existencia artística en el período entre su descubrimiento del mármol en 1977 y su prematuro fallecimiento. ¡Pero qué compresión! Como un diamante formado bajo una presión extrema, la obra de Elenberg brilla con una intensidad que pocos artistas alcanzan en toda una vida.

Nacido en 1948 en Melbourne en una familia judía de Carlton, Elenberg poseía esa energía desenfrenada que caracteriza a los verdaderos creadores. Sus allegados recuerdan cómo recorría las calles elegantes de Lygon Street, comprándose los trajes italianos más caros en Delmonicos, cultivando un estilo que le hacía una figura legendaria del barrio bohemio de Carlton. Esa elegancia natural, esa capacidad para transformar lo ordinario en extraordinario, la encontramos intacta en sus esculturas de mármol. Elenberg comenzó con la pintura, pero tan pronto como posó sus manos sobre la piedra, encontró su medio. “Un pincel nunca podría contener suficiente pigmento para lo que quiero decir” [1], declaraba con la lucidez que caracteriza a los artistas tocados por la gracia.

La historia de Elenberg no puede separarse de la de Constantin Brâncuși, el maestro rumano que revolucionó la escultura moderna. Cuando Anna Schwartz, compañera de Elenberg, declara que “Brâncuși fue el artista más influyente en el trabajo de Joel. Se pueden ver fuertes influencias en este tipo de forma de Brâncuși y esa base es muy brâncusiana” [2], toca el núcleo de una filiación espiritual que va más allá de la simple influencia estética. Brâncuși estableció un principio revolucionario: la escultura debía revelar la esencia de las cosas más que su apariencia. “Lo que es real no es la forma exterior, sino la esencia de las cosas”, afirmaba el maestro. Elenberg integró esta filosofía en su propia carne artística, pero añadiendo una dimensión telúrica propia.

El periodo italiano de Elenberg, de 1977 a 1980, representa el apogeo de esta síntesis creadora. Invitado por Arthur Boyd a ocupar su villa toscana Il Paretaio, luego instalado en Carrara en el estudio SGF dirigido por los artesanos Silvio Santini, Paolo Grassi y Mario Fruendi, Elenberg descubrió un universo donde la tradición milenaria del tallado del mármol se encuentra con la vanguardia contemporánea. Esta colaboración con los maestros carrarenses revela un aspecto esencial de su personalidad artística: a diferencia de la imagen romántica del escultor solitario, Elenberg era profundamente social, capaz de crear puentes entre culturas y generaciones. Los testimonios cuentan que los artesanos italianos decían de él que tenía “manos mágicas”, reconocimiento supremo en un oficio donde la virtuosidad técnica se transmite de maestro a aprendiz desde el Renacimiento.

La obra de mármol de Elenberg revela una comprensión profunda de las lecciones brâncusianas, pero también una capacidad notable para adaptarlas a su sensibilidad personal. Tomemos su Tótem de 1979, un ensamblaje sofisticado de mármol blanco statuario y Rosso di Portogallo rojo sangre. Esta pieza encarna perfectamente la filosofía brâncusiana de la esencia revelada, manifestando a la vez un enfoque único del color y la simbología. El contraste cromático entre el blanco puro y el rojo óxido evoca, según las palabras de Anna Schwartz, “la sangre y el cuerpo humano” [2]. Pero más allá de esta lectura literal, la obra funciona como un sistema de tensiones dinámicas donde cada elemento geométrico dialoga con los otros en un equilibrio precario y poético.

La técnica de Elenberg demuestra un dominio asombroso para un artista tan joven. Las formas redondas del Tótem fueron torneadas en torno, la incrustación realizada a mano con una rueda diamantada, un proceso complejo que no admite errores. Esta virtuosidad técnica al servicio de una visión artística clara acerca a Elenberg de Brâncuși, pero también de la tradición de los maestros escultores del Renacimiento. Como ellos, comprende que la técnica nunca es un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar una verdad espiritual superior. Sus Head III de 1978 y sus diferentes Mask son testimonio de esta constante búsqueda de un equilibrio entre virtuosismo formal y potencia expresiva.

Aquí entra en juego la dimensión junguiana de la obra de Elenberg, dimensión que ilumina con una nueva luz su fascinación por las máscaras y los tótems. Carl Jung desarrolló el concepto de arquetipos, esas imágenes primordiales que habitan el inconsciente colectivo de la humanidad. Para Jung, algunas formas artísticas poseen una resonancia universal porque extraen de ese depósito común de símbolos y significados. Las máscaras de Elenberg, con sus superficies pulidas que reflejan la luz como espejos, funcionan precisamente como arquetipos junguianos: evocan simultáneamente las máscaras mortuorias de la Antigüedad, los tótems de las culturas oceánicas y los rostros estilizados del arte africano tradicional.

Jung enseñaba que la individuación, proceso por el cual una persona se convierte plenamente en sí misma, pasa por la confrontación con la sombra, esa parte oscura y reprimida de la personalidad. Las últimas obras de Elenberg, creadas cuando sabía de su enfermedad incurable, parecen encarnar esa confrontación con la sombra. Brett Whiteley, su amigo íntimo, sugería que estas obras finales podrían entenderse simbólicamente “como un intento majestuoso de rendir homenaje a la gran verdad misteriosa que cada uno de nosotros, en su momento, debe enfrentar” [3]. Esta dimensión escatológica confiere a las máscaras de Elenberg una profundidad que supera ampliamente el ejercicio de estilo o la búsqueda estética.

La psicología junguiana también nos ayuda a comprender el atractivo de Elenberg por las formas totémicas. Jung veía en los tótems objetos de mediación entre el mundo consciente y el inconsciente, soportes de proyección para contenidos psíquicos reprimidos. El Tótem de Elenberg, con su verticalidad asertiva y formas geométricas encajadas, funciona como un axis mundi, un eje cósmico que une la tierra con el cielo, lo material con lo espiritual. Esta dimensión sagrada no es fortuita: se enraíza en la fascinación de Elenberg por las culturas primordiales, su “empatía particular hacia los pueblos de las Primeras Naciones” y su pasión por “el arte africano antiguo y el arte del pasado remoto” [2].

El análisis junguiano también revela por qué las obras de Elenberg continúan ejerciendo una atracción tan poderosa sobre el público contemporáneo. Jung distinguía dos modos de creación artística: el modo psicológico, que refleja las realidades de la vida cotidiana, y el modo visionario, que “desgarra de arriba abajo el telón sobre el que se pinta la imagen de un mundo ordenado y permite entrever el abismo insondable de lo que aún no se ha convertido” [4]. Las esculturas de Elenberg pertenecen decididamente al modo visionario: nos enfrentan a formas que parecen emerger de un tiempo primordial, al tiempo que evocan un futuro tecnológico que aún no sabemos nombrar.

Esta temporalidad doble, que hace coexistir lo arcaico y lo futurista, constituye una de las firmas más reconocibles del estilo de Elenberg. Sus Head III y sus diferentes Mask evocan simultáneamente las esculturas africanas de ébano, las máscaras japonesas del teatro Nô y los cascos de ciencia ficción. Esta polivalencia temporal no es fruto del azar: refleja la capacidad única de Elenberg para extraer del inconsciente colectivo formas que hablan a nuestra época mientras conservan su arraigo en la memoria ancestral de la humanidad.

La dimensión junguiana de la obra de Elenberg también esclarece su relación particular con la materia. Para Jung, la transformación alquímica, esa transmutación del plomo en oro perseguida por los alquimistas medievales, constituía una metáfora perfecta del proceso de individuación. El alquimista no se limitaba a transformar la materia: se transformaba a sí mismo en el proceso. Elenberg trabaja el mármol con esa misma conciencia alquímica. No se limita a tallar la piedra: la metamorfosea revelando sus cualidades ocultas, su capacidad para capturar y reflejar la luz, su sensualidad táctil que invita a acariciar las superficies pulidas.

El uso del mármol negro belga en varias de sus piezas testimonia este enfoque alquímico. Esta piedra rara y difícil de trabajar se convierte bajo sus manos en un material de profundidad óptica extraordinaria, capaz de absorber la luz al tiempo que crea reflejos sutiles. La alternancia entre el negro y el blanco de los mármoles era percibida por el artista como “la representación de los dos polos de la vida”, nueva manifestación de esta dialéctica junguiana entre sombra y luz, inconsciente y consciente, que atraviesa toda su obra.

La trayectoria fulgurante de Elenberg nos interroga sobre la naturaleza del tiempo artístico. En tres años de creación intensiva, ha producido un corpus que rivaliza con las obras de artistas que han trabajado durante décadas. Esta compresión temporal no es accidental: revela una urgencia existencial que otorga a cada obra una intensidad particular. Sabiendo su enfermedad mortal, Elenberg vivió sus últimos años en una aceleración creativa que evoca las últimas sonatas de Beethoven o los últimos autorretratos de Van Gogh. Esta conciencia de la finitud agudiza la visión artística hasta alcanzar una agudeza profética.

La exposición “Joel Elenberg: Stone Carving 1977-1978, Italy-Australia” en la Robin Gibson Gallery de Sídney en octubre de 1978 marca el apogeo de este periodo creativo. La crítica Nancy Borlase escribe entonces que “la exposición vuelve a poner la escultura en su pedestal, reafirmando su estatus precioso de arte noble” [5]. Este reconocimiento crítico llega en el momento en que Elenberg domina perfectamente su lenguaje plástico, donde la síntesis entre influencias brâncusianas y visión personal alcanza su equilibrio más logrado.

Sin embargo, lo que hace que la obra de Elenberg sea realmente única es su capacidad para transformar esta síntesis cultural en un lenguaje personal. Donde otros podrían haberse conformado con imitar a Brâncuși o reproducir las formas del arte primitivo, Elenberg crea un vocabulario plástico original que lleva su firma espiritual. Sus máscaras no son ni copias de objetos africanos ni variaciones sobre los temas brâncusienses: constituyen creaciones auténticas que se alimentan de estas fuentes para inventar algo inédito.

Esta autenticidad creativa explica por qué el mercado del arte ha reconocido el valor excepcional de las obras de Elenberg. En 2023, su “Mask (1)” de 1978 alcanzó 550.000 euros en una subasta [6], más del doble de la estimación alta, estableciendo un nuevo récord para el artista y confirmando su lugar en el panteón de la escultura australiana contemporánea. Pero más allá de estas consideraciones mercantiles, es la persistencia de la emoción estética lo que constituye la verdadera prueba de la grandeza artística. Cuarenta y cinco años después de su muerte, las esculturas de Elenberg siguen provocando esa “inquietante extrañeza” que Freud asociaba a las obras maestras auténticas.

El legado de Elenberg plantea importantes preguntas sobre las relaciones entre tradición e innovación en la escultura contemporánea. En una época en que el arte conceptual dominaba las vanguardias internacionales, Elenberg eligió reconectar con la milenaria tradición de la talla directa, infundiéndola a la vez con una sensibilidad decididamente moderna. Esta posición puede parecer conservadora, pero en realidad revela una rara inteligencia artística: la que entiende que la verdadera innovación no nace de la ruptura pura, sino de la reinvención creativa de la tradición.

El recorrido de Elenberg también ilustra la importancia de los encuentros en la formación de un artista. Su relación con Brett Whiteley, su amistad con Arthur Boyd, su colaboración con los artesanos de Carrara, su complicidad con Anna Schwartz: tantos vínculos humanos que alimentaron su creación y le permitieron desarrollar su lenguaje artístico en un contexto de intercambios fructíferos. Esta dimensión relacional del arte, demasiado a menudo descuidada por la crítica, constituye sin embargo un aspecto esencial de la creación contemporánea.

Hoy, cuando la escultura contemporánea explora nuevos materiales y nuevas tecnologías, la obra de Elenberg nos recuerda que la verdadera innovación artística no reside en la novedad de los medios, sino en la autenticidad de la visión. Sus esculturas de mármol, creadas con técnicas milenarias, hablan a nuestra época con una agudeza que no siempre alcanzan las instalaciones más tecnológicamente sofisticadas.

El ejemplo de Elenberg también nos enseña que la brevedad de una carrera no constituye necesariamente un impedimento artístico. Como Basquiat, como Raduan Nassar, como todos esos creadores que fueron detenidos en su impulso, Elenberg supo concentrar en pocos años una intensidad creativa que compensa con creces la brevedad de su producción. Esta economía de medios, esta capacidad para ir al grano sin perderse en repeticiones, constituye quizá la marca de los temperamentos artísticos más puros.

La obra de Elenberg finalmente nos enfrenta a una verdad perturbadora: el arte auténtico nace a menudo del enfrentamiento con la finitud, con esa conciencia aguda de la muerte que agudiza la percepción e intensifica la expresión creativa. Sus últimas esculturas, creadas en la sombra de la enfermedad, alcanzan una densidad emocional que pocas obras de arte logran igualar. Nos recuerdan que el arte, más allá de sus dimensiones estéticas y conceptuales, constituye ante todo una victoria sobre el tiempo, una forma de inscribir en la materia una visión que sobrevivirá a su creador.

Joel Elenberg nos dejó a los treinta y dos años, pero nos legó un corpus de obras que sigue interrogándonos y emocionándonos. En sus mármoles pulidos, en sus ensamblajes geométricos, en sus máscaras enigmáticas, encontramos esa “gran verdad misteriosa” de la que hablaba Brett Whiteley. Una verdad que nos concierne a todos, que nos conecta con nuestros orígenes más remotos y con nuestros destinos más secretos. Eso es el genio de Elenberg: haber sabido cristalizar en la piedra esa parte de eternidad que duerme en el corazón de nuestra condición mortal.


  1. Menzies Art Brands, “Joel Elenberg”, www.menziesartbrands.com/blog/joel-elenberg, sitio visitado en julio de 2025
  2. Anna Schwartz en Queensland Art Gallery, “Anna Schwartz reflexiona sobre la obra de Joel Elenberg”, 2024.
  3. Brett Whiteley citado en Deutscher and Hackett, “Mask, 1979”, catálogo de venta, 2011
  4. Carl Jung, “El hombre en busca de su alma”, 1939
  5. Nancy Borlase, “The Weekend Australian”, 14-15 de octubre de 1978
  6. Artprice, “Resultados de adjudicaciones para las obras de Joel Elenberg”, sitio consultado en julio de 2025
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Referencia(s)

Joel ELENBERG (1948-1980)
Nombre: Joel
Apellido: ELENBERG
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Australia

Edad: 32 años (1980)

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