Escuchadme bien, panda de snobs. Aquellos que aún creen que el arte contemporáneo no es más que una sucesión de conceptos vacíos e instalaciones incomprensibles deberían darse cuenta de lo que Kehinde Wiley ha conseguido durante varias décadas. Este retratista estadounidense, nacido en 1977 en Los Ángeles, ha creado nada menos que una revolución pictórica, no, perdón, una transformación completa, de nuestra relación con el retrato clásico y la representación del cuerpo negro en el arte occidental.
Sus monumentales lienzos imponen su presencia con una autoridad indudable. No se pueden simplemente mirar; ellos nos miran de vuelta, nos interrogan y trastocan nuestra relación con la historia del arte. Wiley impulsa a jóvenes hombres negros comunes a posturas gloriosas inspiradas en los grandes maestros europeos, creando así una tensión visual inmediata que cuestiona nuestras expectativas.
Wiley tiene el don particular de crear retratos que parecen vibrar con una energía inagotable. Sus sujetos, a menudo reclutados directamente en las calles de Nueva York, Dakar o Londres, irradian una presencia soberana, enmarcados por patrones florales meticulosos y fondos coloridos que evocan a veces tapices barrocos, a veces papeles pintados victorianos. Y sin embargo, nada en su trabajo es simple apropiación. Lo que se opera aquí es una verdadera transmutación alquímica del lenguaje pictórico europeo.
Al colocar cuerpos negros contemporáneos en posturas que evocan directamente la tradición del retrato europeo, Wiley entabla un diálogo complejo con la arquitectura. No hablo aquí de edificios, sino de la estructura misma que sustenta nuestra percepción cultural. Porque la pintura clásica europea es, en esencia, una arquitectura de poder y privilegio. Como escribió el arquitecto francés Jean Nouvel: “La arquitectura es, ante todo, un arte de la articulación, la articulación de los cuerpos, del espacio, de la memoria y del sentido” [1]. Y esto es precisamente lo que hace Wiley: rearticula la relación entre cuerpo, espacio, memoria y sentido.
Tomemos por ejemplo su reinterpretación de Officier de hussards de Théodore Géricault. En la versión original, vemos a un oficial blanco sobre un caballo encabritado, simbolizando el poder militar francés post-revolucionario. En la versión de Wiley, un joven negro vestido con vaqueros y Timberlands ocupa esa posición dominante. No es un simple reemplazo; es una reconfiguración arquitectónica completa de la imagen, un rearrangement de los códigos visuales que plantea la pregunta: ¿quién tiene derecho a ocupar el espacio simbólico del poder?
Esta cuestión arquitectónica es aún más pertinente cuando se considera que los edificios del poder, museos, palacios gubernamentales, instituciones financieras, son precisamente los lugares donde el arte clásico europeo se consagró como canon. Al introducir sus retratos en esas mismas instituciones, Wiley no solo decora las paredes; reconfigura la arquitectura simbólica del lugar. Como señaló el crítico de arquitectura Rem Koolhaas: “La arquitectura es una mezcla peligrosa de poder y impotencia” [2]. Las obras de Wiley explotan precisamente esta tensión.
Otro aspecto interesante del trabajo de Wiley es su relación con el psicoanálisis, particularmente en su tratamiento de la masculinidad negra. Sus retratos cuestionan no solo los estereotipos raciales, sino también las construcciones psíquicas de la virilidad y el deseo. Al vestir a sus sujetos masculinos con posturas tradicionalmente asociadas a la nobleza europea, expone y subvierte lo que Franz Fanon llamaba “el esquema corporal histórico-racial” impuesto a los cuerpos negros.
En sus series como “The World Stage”, Wiley interroga la manera en que los cuerpos negros son tanto hipervisibles como invisibles en la cultura occidental. Esta dualidad recuerda el concepto lacaniano de la mirada (el “gaze”), esa conciencia opresiva de ser visto, objetivado, que determina nuestra propia forma de vernos. Como escribió Jacques Lacan: “Solo veo desde un punto, pero en mi existencia soy observado desde todas partes” [3]. Los sujetos de Wiley nos miran directamente, invirtiendo la “mirada” tradicional del arte occidental donde los cuerpos negros eran relegados a los márgenes, representados como sirvientes o como curiosidades exóticas.
Esta inversión psicoanalítica es particularmente evidente en su serie “Down”, donde se representan cuerpos negros acostados o en aparente posición de vulnerabilidad. Estas obras hacen referencia a las representaciones clásicas de mártires cristianos, pero también evocan inevitablemente las imágenes contemporáneas de violencia contra los cuerpos negros. Al yuxtaponer estas resonancias traumáticas con la belleza formal de la pintura clásica, Wiley crea lo que la psicoanalista Julia Kristeva llamaría un espacio de “abyección”, un lugar donde los límites entre belleza y horror, poder y vulnerabilidad se disuelven.
El retrato de Barack Obama por Wiley para la National Portrait Gallery representa quizás el culmen de este trabajo psicoanalítico. Al representar al primer presidente negro estadounidense sentado simplemente en una silla, rodeado de vegetación simbólica (flores que representan Hawái, Chicago y Kenia), Wiley evita las trampas habituales del retrato presidencial. No hay escritorio, ni bandera, ni signos ostentosos de poder. Obama se presenta como un hombre pensativo, humano, complejo, una representación que desafía las expectativas inconscientes que podemos tener de un retrato presidencial, y más ampliamente, de un hombre negro en el poder.
Lo que verdaderamente distingue a Wiley es que crea obras que son a la vez políticamente incisivas y estéticamente suntuosas. No hay contradicción alguna entre su compromiso crítico y su evidente amor por la belleza formal de la pintura. Sus lienzos son festines visuales; la riqueza de los colores, la precisión técnica, la complejidad de los motivos florales, todo ello testimonia a un pintor que comprende y respeta profundamente la tradición que subvierte.
Y es precisamente esto lo que hace su obra tan poderosa. Porque a diferencia de muchos artistas contemporáneos que rechazan de plano el legado pictórico occidental, Wiley lo abraza para transformarlo mejor. No se trata de derribar el museo, sino de reinventarlo, abrirlo, hacerlo vivo para públicos que se sentían excluidos. Como él mismo declaró: “Sabemos que los museos y las instituciones, al igual que el arte, deben responder al mundo en el que evolucionan para mantenerse actuales, sobrevivir y corresponder a la sociedad que los rodea… Es una oportunidad apasionante tomar un lenguaje rígido y antiguo e insuflarle la vitalidad del presente” [4].
Al hacerlo, Wiley pone de relieve el absurdo de nuestro sistema artístico que sigue demasiado a menudo considerando el arte occidental como universal y el arte no occidental como específico. Sus obras nos obligan a reconocer que toda tradición artística, incluida la de Europa, está situada culturalmente y es históricamente contingente. El genio de Wiley es hacernos ver esta contingencia no como una limitación, sino como una invitación a reimaginar lo que el arte puede ser y hacer.
Ciertamente, se podría reprochar a Wiley cierta redundancia formal en algunas de sus series, o cuestionar la producción semi-industrial de sus obras en su taller de Pekín. También se podría preguntar si su éxito comercial e institucional corre el riesgo de embotar el filo crítico de su trabajo. Pero eso sería perder lo esencial: Wiley ha logrado hacer de la pintura figurativa contemporánea un terreno vital de exploración para cuestiones de representación, identidad y poder que están en el corazón de nuestra época.
En 2018, la revista Time lo incluyó en su lista de las “100 personas más influyentes”, un reconocimiento que trasciende ampliamente el mundo del arte. Lo notable es que Wiley alcanzó esta influencia no renunciando a la pintura en favor de formas de arte más “contemporáneas”, sino demostrando que la pintura en sí misma puede ser un medio radical, capaz de transformar nuestra forma de ver y ser vistos.
Las últimas obras de Wiley, como su serie “An Archaeology of Silence” expuesta en la Bienal de Venecia en 2022, muestran a un artista que continúa evolucionando, asumiendo riesgos, profundizando su visión. Estas obras más oscuras, que meditan sobre la vulnerabilidad de los cuerpos negros frente a la violencia estatal, prueban que Wiley es mucho más que un pintor de representación formal. Es un artista capaz de captar las tensiones y traumas de nuestra época mientras imagina posibilidades de belleza, dignidad y trascendencia.
Lo que hace de Kehinde Wiley un artista tan importante hoy en día es su capacidad para tender puentes, entre pasado y presente, entre tradición e innovación, entre crítica social y placer estético. En un mundo artístico a menudo dividido entre formalistas conservadores y conceptualistas radicales, Wiley nos recuerda que la gran pintura siempre ha sido ambas cosas a la vez: formalmente exigente e intelectualmente audaz, sensual y cerebral, personal y política.
Así que la próxima vez que te cruces con uno de sus lienzos monumentales en un museo o en la galería Templon, en París o en Nueva York, tómate el tiempo de mirar realmente. No te limites a admirar la virtuosidad técnica o a descifrar el mensaje político. Déjate atrapar en este complejo juego de mirada, deseo, poder y belleza que Wiley orquesta tan magistralmente. Porque es precisamente en ese espacio entre el goce visual y la conciencia crítica donde su arte opera su magia más profunda.
- Nouvel, Jean. “Arquitectura y libertad: Entrevistas con Jean Baudrillard”, Éditions Galilée, París, 2003.
- Koolhaas, Rem. “S,M,L,XL”, The Monacelli Press, Nueva York, 1995.
- Lacan, Jacques. “El Seminario, Libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Éditions du Seuil, París, 1973.
- Kadish Morris. “Kehinde Wiley”, entrevista en The Guardian, 21 de noviembre de 2021.
















