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Martes 18 Noviembre

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La obra oxidada de Theodore Ereira-Guyer

Publicado el: 2 Noviembre 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 11 minutos

Theodore Ereira-Guyer crea obras que habitan los intersticios entre la pintura, la grabación y la escultura. Graba placas de acero con ácido y luego las imprime en yeso fresco, produciendo imágenes donde la corrosión se convierte en el medio expresivo. Sus retratos, paisajes y figuras animales exploran la memoria como proceso de pérdida y reconstrucción simultáneas.

Escuchadme bien, panda de snobs: Theodore Ereira-Guyer pertenece a esa rara categoría de artistas que se niegan a facilitarte las cosas. Nacido en Londres en 1990, formado entre Byam Shaw, Central Saint Martins y el Royal College of Art, este creador anglo-portugués ha construido una práctica que desafía la clasificación cómoda. Ni pintor ni escultor, ni grabador en el sentido clásico, Ereira-Guyer opera en los intersticios. Su obra, presente en las colecciones del Centre Pompidou, del British Museum, de la Tate y del Yale Center for British Art, convoca fantasmas literarios e históricos que asolan nuestra relación con el objeto, la belleza y la muerte.

El proceso técnico de Ereira-Guyer consiste en un maltrato calculado de los materiales. El artista pinta placas de acero con barnices, luego las limpia con un trapo empapado en ácido, las deja oxidar y las cubre con tintas. Estas imágenes nacientes se prensan después en yeso fresco vertido sobre una malla de fibra de vidrio. La placa y el soporte reposan juntos toda la noche, sangrándose mutuamente, antes de separarse. Al incrustar el pigmento en el yeso, la técnica toma prestado de la técnica del fresco. La memoria se convierte en arquitectura.

Esta violencia controlada evoca el universo de Joris-Karl Huysmans, cuyo libro À rebours (1884) sigue siendo el breviario del decadentismo, ese movimiento literario y artístico que precedió al simbolismo. Huysmans pone en escena a Des Esseintes, un esteta misántropo que se retira del mundo para consagrarse al culto del artificio [1]. El episodio de la tortuga ilustra esta búsqueda de una belleza llevada hasta la autodestrucción. Des Esseintes, insatisfecho con las tonalidades de una alfombra persa, hace incrustar piedras preciosas en el caparazón de una tortuga viva. El animal, incapaz de soportar el lujo deslumbrante, muere rápidamente bajo su atuendo mortífero. Esta parábola resuena con la obra de Ereira-Guyer. Sus placas de acero, atacadas por el ácido, también sufren una ornamentación destructiva. La corrosión embellece destruyendo, revela borrando. Las superficies oxidadas llevan las cicatrices de su fabricación, como la tortuga llevaba el peso mortal de su embellecimiento.

El decadentismo celebra lo artificial frente a lo natural. Des Esseintes proclama que la naturaleza ya ha cumplido su tiempo. Esta filosofía encuentra eco en el método de Ereira-Guyer. Sus bosques, sus desiertos nunca son reproducciones fieles. Son superposiciones memoriosas donde un jardín botánico brasileño se mezcla con un parque londinense. El artista explica: “Hay momentos de rapidez y de tiempo lento ligados en cada obra” [2]. Esta coexistencia recuerda la dialéctica de Huysmans entre la exaltación sensorial y la construcción paciente de un universo artificial. Como Des Esseintes orquestando sus licores en sinfonías gustativas, Ereira-Guyer orquesta sus materiales tóxicos, ácido, óxido y yeso, en composiciones sensoriales complejas. Huysmans finalmente regresa a París por indicación médica, reconociendo la imposibilidad de su búsqueda. Esta dimensión de fallo programado atraviesa también la obra de Ereira-Guyer. Sus placas, una vez impresas, no pueden ser corregidas. La tortuga muere, Des Esseintes vuelve a la ciudad, las placas se degradan: en todas partes, la belleza decadente lleva en sí los gérmenes de su propio fin.

La historia antigua informa sus temas visuales. La exposición Sleeping Lions presentaba retratos grabados en yeso, inspirados en las máscaras mortuorias antiguas. Figuras familiares pero inasibles evocan el destino de Antinoo, joven amante del emperador Adriano. Hacia el año 130 d.C., Antinoo, de unos veinte años, se ahoga en el Nilo durante un viaje a Egipto. Las circunstancias permanecen misteriosas: ¿accidente, suicidio, sacrificio ritual? Adriano, devastado, ordena su deificación. Estatuas proliferan por todo el imperio, portando la imagen del joven: fisonomía atlética, rizos caídos y rostro inclinado [3]. Estas representaciones se multiplican y luego, con el tiempo, son obliteradas, mutiladas. Los rostros sobrevivientes se borran bajo la lluvia ácida, pierden sus rasgos. ¿Quiénes son? La memoria colectiva se ha disuelto.

Esta dialéctica entre la multiplicación de imágenes y su disolución nutre el trabajo de Ereira-Guyer. Sus retratos llevan esa doble temporalidad: exhumados de un pasado inmemorial como los bustos de Antinoo encontrados en la Villa Adriana, pero también contemporáneos, aún húmedos de yeso. El artista juega con esta ambigüedad. Los rasgos esenciales subsisten, pero la identidad se evapora en la transferencia. Ereira-Guyer declara: “Quiero crear obras de las que no sea totalmente consciente. Que eviten su propia sumisión” [2]. Esta voluntad de oscurecimiento hace eco al misterio que rodea la muerte de Antinoo. Nadie sabe lo que pasó aquella noche de octubre del 130. Las fuentes antiguas ofrecen versiones contradictorias. Esta opacidad narrativa caracteriza también las obras de Ereira-Guyer: se muestran, pero se niegan a una explicación unívoca.

La fuente de Sleeping Lions refuerza este vínculo con los cultos del agua. Un estanque presentaba retratos de donde el agua fluía por los ojos o la boca, evocando lágrimas o canto. El artista explica: “Hay un silencio en el ruido del agua que corre, un silencio intemporal de las fuentes, de los ríos”. Esta meditación sobre el agua como vector de memoria hace eco al culto de Antinoo-Osiris. Tras su ahogamiento, Antinoo fue asimilado a Osiris, el dios egipcio que a su vez fue arrojado al Nilo. Los egipcios veían en los ahogados del río a los sirvientes de Osiris. Adriano fundó Antinópolis en el lugar del ahogamiento, con templos y sacerdotes dedicados al nuevo dios. El agua se convierte en lugar de metamorfosis: de la carne al mito, del mortal al divino. Las fuentes de Ereira-Guyer reeditan esta transformación. El agua que fluye representa el flujo impersonal del tiempo histórico que arrastra toda memoria precisa, dejando solo rastros erosionados.

Las tortugas y leones dormidos que rodean el estanque constituyen otra referencia antigua. Los leones, símbolos de poder, aparecen dormidos en la escultura funeraria. Estas criaturas encarnan la fuerza en reposo, el poder neutralizado por la muerte. Antinoüs a veces es representado como un león, símbolo de su juventud heroica durante la caza africana con Adriano. Pero después de su muerte, esta fuerza se fija en imágenes de piedra. Los leones de Ereira-Guyer duermen un sueño ambiguo. La tortuga evoca la sabiduría y la eternidad. El artista piensa en estos animales como presencias fuera del tiempo, guardianes de un lugar que podría ser un oasis o un espejismo. Esta indeterminación refleja el estatus de las imágenes de Antinoüs: ¿retratos fieles o idealizaciones? Las respuestas se pierden en el tiempo.

El uso del bronce añade una dimensión adicional. Ereira-Guyer ha creado grandes máscaras de bronce, algunas pulidas, otras tratadas térmicamente para producir tonos azules y verdes. El bronce, material antiguo por excelencia, atraviesa los siglos. Los bronces de Antinoüs han desaparecido en su mayoría, fundidos o destruidos. Los bronces de Ereira-Guyer muestran que incluso este metal envejece, cambia. La permanencia es sólo una ilusión.

Esta obsesión por las imágenes borradas no responde a una simple nostalgia. Ereira-Guyer celebra el oscurecimiento mismo como proceso creador. La pérdida de información entre la placa y el yeso es el núcleo de su método. Cada impresión acentúa ciertos aspectos mientras otros desaparecen, exactamente como la memoria selecciona y olvida. El artista rechaza la reproducibilidad mecánica inherente al grabado. Él crea obras únicas, subvirtiendo la función original del medio. Explica: “Trabajar en diferentes medios era una manera de introducir lo incontrolado, diálogos fortuitos. Otra forma para que la cultura material de las obras de arte manifieste su inteligencia sin mi juicio autoral limitado”. Esta humildad frente al proceso, esta aceptación del azar, distingue a Ereira-Guyer de muchos contemporáneos. Hay algo anti-moderno en esta aceptación del accidente.

Los títulos que Ereira-Guyer da a sus obras participan de esta estrategia de ambigüedad. Él escribe constantemente títulos, esperando que la obra venga al título. Para él, las palabras poseen el equilibrio justo de abstracción, a la vez separadas del mundo y ancladas en él. El acto de nombrar aporta un diálogo entre lo histórico y lo específico. Esto es exactamente lo que sucedió con Antinoüs: su nombre, difundido en el imperio tras su deificación, se volvió tanto una identidad precisa como un significante móvil, ligado a toda clase de creencias. El nombre sobrevive a la persona pero se deforma, se convierte en otra cosa.

Esta tensión entre preservación y transformación estructura el trabajo de Ereira-Guyer. Sus bosques y desiertos llevan los vestigios de un pasado desaparecido. Los desiertos, explica, evocan el proceso de grabado: antes eran mares, así como la grabación proviene de la placa. Las obras creadas sin tinta, donde solo actúa el óxido, llevan esta lógica más allá. El óxido, esa oxidación, ese signo de degradación, se convierte en el medio expresivo. Lo que debería matar la imagen la crea.

Esta paradoja acerca a Ereira-Guyer al decadentismo. El decadente celebra el declive, encuentra en la ruina una belleza superior. Ereira-Guyer prefiere las imágenes que llevan las cicatrices de su fabricación, que muestran sus heridas. Esta brutal honestidad confiere a sus obras una presencia física considerable. No son ventanas transparentes, sino objetos opacos, resistentes.

La vida entre Londres y Portugal también estructura su enfoque. Este desplazamiento constante, esta imposibilidad de pertenecer plenamente a un lugar, ha moldeado su identidad. Portugal sigue siendo un espacio de deseo, siempre abandonado, nunca plenamente habitado. Esta condición de entre-dos se refleja en sus obras que también habitan espacios intermedios. Hadrien mismo fue un emperador viajero. Antinoüs le acompañaba en esas peregrinaciones, y fue lejos de Roma donde su historia encontró su trágico final. La errancia geográfica produce un cierto tipo de mirada. Las obras que resultan de ello llevan esta multiplicidad de perspectivas.

Los materiales tóxicos añaden una dimensión sacrificial. El taller se convierte en un lugar de riesgo calculado. Esta dimensión resuena con las teorías del sacrificio ritual en torno a la muerte de Antinoüs. Algunos textos sugieren que se habría sacrificado para prolongar la vida de Hadrien. Verdad o leyenda, esta idea de que la creación exige un sacrificio atraviesa el trabajo de Ereira-Guyer. No se crea sin destruir. No se revela sin borrar.

Esta filosofía de la corrupción controlada coloca a Ereira-Guyer en una línea particular del arte contemporáneo, aquella que rechaza la inocencia tecnológica. En una época donde muchos privilegian procesos limpios y reversibles, Ereira-Guyer mantiene una práctica sucia, tóxica e irreversible. Esta materialidad arcaica constituye una resistencia a la desmaterialización generalizada. En un mundo saturado de imágenes digitales infinitamente reproducibles, Ereira-Guyer produce objetos pesados, únicos, obsesivos. Objetos que ocupan el espacio, que envejecen con el tiempo.

Frente a estas obras, pensamos en el destino póstumo de Antinoüs. Tras la caída de Roma y el triunfo del cristianismo, su culto fue proscrito, sus imágenes destruidas. Durante siglos, solo existió a través de algunos textos oscuros. Luego, a partir del Renacimiento, se redescubrieron estatuas. En el siglo XIX, se identificaron progresivamente los retratos de Antinoüs. El joven olvidado volvió a rondar la conciencia europea. Esta resurrección constante, esta capacidad de las imágenes antiguas de volver a inquietarnos, impregna el trabajo de Ereira-Guyer. Sus rostros grabados parecen exhumados de una larga noche subterránea. Nos miran aún, exigiendo algo: memoria, reconocimiento y tal vez simplemente atención.

Sería erróneo reducir este trabajo a un juego de referencias culturales. Sería reducir a un ejercicio intelectual lo que pertenece a una necesidad existencial. El artista no cita estas historias como un profesor. Las habita, las reactiva en el presente. Sus placas corroídas no son comentarios sobre la decadencia, son decadentes: se caen, se derrumban, se descomponen. Sus retratos no representan el olvido, lo cumplen ante nuestros ojos. Esta diferencia entre representar y cumplir constituye el corazón del éxito de Ereira-Guyer. Sus obras no hablan de la memoria, son memoria en proceso de hacerse y deshacerse simultáneamente.

La materialidad radical impide toda reducción a la conceptualidad. Frente a las obras, es primero la presencia física la que se impone. El yeso granuloso, las marcas de óxido, los reflejos cambiantes sobre el bronce, el ruido del agua. Estas cualidades sensoriales resisten al discurso. Esto es lo que buscaba Huysmans: sensaciones tan intensas que escapan a la verbalización. Esto es también lo que buscaba Hadrien al multiplicar las imágenes de Antinoüs: no explicar, sino crear una presencia material que compensara la ausencia del cuerpo amado.

Theodore Ereira-Guyer ha construido una obra que nos obliga a repensar nuestras relaciones con la memoria y la pérdida. En una época obsesionada con la conservación digital perfecta, con el rechazo del olvido, nos recuerda que la memoria humana funciona por selección y deformación. Sus obras muestran que la eliminación no es enemiga de la memoria sino su condición. Solo se recuerda lo que primero se ha olvidado parcialmente. Las imágenes más poderosas son las que llevan las huellas de su vulnerabilidad. La tortuga de Huysmans muere bajo sus joyas, Antinoo se disuelve en el Nilo para convertirse en un dios, las placas de Ereira-Guyer se corroen para revelar sus imágenes. En todas partes, la misma lógica: la creación pasa por la destrucción, la revelación por el oscurecimiento, la preservación por la transformación. Es esta sabiduría paradójica, esta aceptación del proceso más que de la fijación, lo que hace de Theodore Ereira-Guyer un artista verdaderamente necesario. Sus obras no resuelven nada, no consuelan, no prometen ninguna permanencia. Nos acompañan en nuestro propio borrado progresivo, con una elegancia oxidada y una obstinación tranquila que rozan el prodigio.


  1. Joris-Karl Huysmans, À rebours, 1884.
  2. Theodore Ereira-Guyer, entrevista, Floorrr Magazine, febrero 2020.
  3. Historia Augusta, Vida de Adriano, siglo IV.
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Referencia(s)

Theodore EREIRA-GUYER (1990)
Nombre: Theodore
Apellido: EREIRA-GUYER
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Reino Unido

Edad: 35 años (2025)

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