Escuchadme bien, panda de snobs que creéis saberlo todo sobre el arte contemporáneo. Voy a hablaros de alguien que realmente hace temblar los cimientos de nuestra comprensión de la pintura: Fabienne Verdier. Esta mujer ha hecho lo que la mayoría de vosotros nunca se atrevería, dejó la cómoda comodidad de Occidente para enterrarse durante diez años en la China post-revolución cultural, durmiendo sobre tablas, comiendo papilla, temblando de frío en Chongqing, todo eso para dominar un arte milenario que pretendéis entender después de hojear un libro de caligrafía en una tienda del Marais, entre vuestra sesión de yoga y vuestro brunch sin gluten.
Verdier no es de esas artistas que hacen el papel de rebeldes mientras sorben champán en inauguraciones donde se felicitan entre iniciados. Es una guerrera ascética de la pintura, una exploradora sin concesiones de los territorios del absoluto. Su trayectoria es tan radical como sus obras: se exilió en China a los veintidós años, estudió con los últimos maestros calígrafos que sobrevivieron a la Revolución Cultural, esos guardianes de un saber milenario que el régimen quería aniquilar, y luego volvió transformada, armada con un saber ancestral que reinventó con una potencia visceral. Arriesgó su salud, su carrera, todo, por esa inmersión total. Si eso no es un monumental dedo medio al establishment artístico, no sé qué es. Mientras vosotros debatíais sobre Marcel Duchamp en vuestras escuelas de arte, ella aprendía la humildad y la absoluta rigurosidad bajo la férula de maestros que no hacían concesiones.
Para comprender la magnitud del fenómeno Verdier, hay que entender primero su relación con la física. Sí, la física, no esas teorías pomposas que recicláis en vuestras conversaciones de cóctel para impresionar al galerista del momento. La física de las fuerzas fundamentales, de la gravedad, del movimiento, aquella que gobierna realmente nuestro universo mientras vosotros os regodeáis en conceptos. Es el primer territorio conceptual con el que voy a tejer vínculos. En su taller, su monumental pincel suspendido por un ingenioso sistema de cables, sus movimientos sometidos a la gravedad terrestre como un péndulo vivo, crea lo que el físico Joël Chevrier identifica justamente como la exploración artística de los “fundamentos de la representación del movimiento” [1]. No pinta árboles, cascadas o relámpagos, captura lo que los anima, pinta las fuerzas invisibles que los generan, revelando así que la naturaleza y el arte obedecen las mismas leyes primordiales.
Cuando Verdier suspende su enorme pincel del techo, un pincel compuesto por más de treinta y cinco colas de caballo, al que ata un manillar de bicicleta para dirigir y se coloca sobre el bastidor para pintar, con los pies en la materia, no hace el papel de artista excéntrica para impresionar a la galería. Construye un laboratorio físico sofisticado, un dispositivo experimental que habría hecho salivar al mismo Galileo. Su método se asemeja al de un investigador que inventa sus propias herramientas de investigación. “Mi complicidad con Alain Berthoz se tradujo también en transformar el taller en laboratorio: subió conmigo a los grandes bastidores de madera y pintamos juntos para entender lo que sucede en el acto de pintar”, explica hablando de su colaboración con este neurofisiólogo del Collège de France [2]. Ella transforma la pintura en una experiencia gravitacional en la que su cuerpo se convierte en un instrumento para medir fuerzas invisibles, un sismógrafo de energías cósmicas.
Verdier sigue una búsqueda que recuerda a la del físico que busca las ecuaciones fundamentales del universo, pero con sus propias herramientas: el trazo, la línea, la tinta, y sobre todo este cuerpo en movimiento, calculando con precisión la cantidad de materia necesaria para cada movimiento, anticipando la inercia, jugando con las tensiones, dominando la viscosidad. El espectador atento comprenderá que no es solo arte abstracto para embellecer, es una demostración viva de los principios de la dinámica de fluidos y de la reología (el estudio de la deformación y el flujo de la materia), un intento de comprender el mundo a través de la materia en movimiento.
Cuando pinta sus “Vórtices”, esas espirales hipnóticas que parecen contener la energía de una galaxia, nos recuerda que los remolinos no son solo formas estéticas, sino fenómenos físicos fundamentales que se encuentran a todas las escalas del universo, desde tornados hasta agujeros negros. Cuando crea sus “Walking Paintings”, literalmente caminando sobre el lienzo, se convierte en una demostración viva de la primera ley de Newton, esa ley de inercia que, como recuerda el profesor Chevrier, establece que “todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta en que se encuentra, a menos que alguna fuerza actúe sobre él y lo obligue a cambiar de estado” [3], principio que Verdier desafía y abraza simultáneamente en su danza con la materia. Se sitúa en el centro mismo de esas fuerzas contradictorias, actriz y testigo de un teatro físico donde cada gesto es una negociación con las leyes del universo.
Pero Verdier no se conforma con ser una física de la pintura, una científica del gesto. Y es aquí donde quiero abordar un segundo territorio conceptual igualmente fundamental: la arquitectura. No esa banal y comercial, de los edificios prefabricados que ves en la calle entre dos escaparates de lujo, sino la arquitectura como filosofía del espacio habitado, como pensamiento estructurante que organiza el vacío y el lleno, que da forma a lo informe, que humaniza el espacio al tiempo que lo trasciende.
Verdier se ha orientado hacia la arquitectura en varias ocasiones durante su carrera, especialmente en su audaz colaboración con Jean Nouvel para la concepción del futuro Museo Nacional de Arte Contemporáneo de Pekín en 2013. No fue una simple decoración, una guinda sobre el pastel arquitectónico, un pequeño añadido de alma añadido a posteriori. No, Nouvel la solicitó para “ayudarle con sus reflexiones y sus dibujos” [4] a conceptualizar la forma misma del edificio, para trasladar allí “la simplicidad, la energía y la potencia de un único trazo de pincel”. Es el reconocimiento definitivo de que su arte no es decorativo sino constructivo, estructurante, espacial en su esencia misma.
Esta visión arquitectónica también se encuentra en sus obras monumentales para la Torre Majunga en La Défense, donde creó una pintura vertiginosa de trece metros de altura que dialoga con la verticalidad del rascacielos. En esta obra que desafía la escala humana, Verdier no decora el espacio arquitectónico, lo reconfigura, lo reinventa, lo carga con una energía nueva a través del poder de su trazo. Ella comprende, como pocas artistas contemporáneas atrapadas en sus pequeñas preocupaciones egocéntricas, que la arquitectura no es cuestión de muros y techos, sino una cuestión de organización de las fuerzas y tensiones en el espacio, una coreografía de volúmenes y energías.
La relación entre su trabajo y la arquitectura se extiende hasta sus exposiciones, concebidas como recorridos iniciáticos. En Colmar, en el museo Unterlinden, su instalación “El canto de las estrellas” dialoga directamente con la arquitectura del lugar, transformando la sala de exposiciones en un cosmos íntimo, en una catedral laica. Ella comprende, como explica el crítico Mark Kidel, que “el espectador atento entenderá que no es solo arte abstracto para que quede bonito” [5]. La instalación responde a la arquitectura del lugar creando un recorrido casi ritual a través del espacio, una progresión que no es ajena a la de los templos o edificios sagrados, donde cada paso te acerca a una forma de revelación.
Esta conciencia arquitectónica se manifiesta también en su meticulosa concepción del taller, que el arquitecto Denis Valode diseñó alrededor de una fosa que permite a Verdier “explorar la gravedad en acción” [6]. Este espacio de trabajo no es un simple lugar de producción, un almacén anónimo como en el que tantos artistas se limitan a amontonar sus lienzos, sino una extensión orgánica de su pensamiento creador, una herramienta arquitectónica hecha a medida para amplificar sus exploraciones, una máquina para pensar el espacio a través del cuerpo en movimiento.
Hay en su enfoque algo que recuerda el pensamiento profundo del arquitecto Peter Zumthor, para quien la arquitectura debe crear una “atmósfera” capaz de tocarnos emocionalmente, de hacernos vibrar más allá de las palabras [7]. De igual modo, Verdier crea espacios sensoriales a través de sus obras, zonas de alta intensidad perceptiva. Cuando pinta sus retablos recientemente expuestos en Lelong, esos cuadros tripartitos que evocan los altares medievales, no solo hace referencia a una forma arquitectónica religiosa, sino que reinventa el espacio sagrado para nuestra época secularizada, propone una nueva forma de trascendencia a través de la materia. Como escribe acertadamente Stéphane Lambert, “pocos pintores contemporáneos se han enfrentado al formato del retablo aparte de Mark Rothko, en cuya línea se sitúa Fabienne Verdier” [8]. Y no es casualidad que la capilla Rothko en Houston sea uno de los espacios más poderosos del arte contemporáneo, un lugar donde pintura y arquitectura se fusionan en una experiencia casi mística.
Esta dimensión arquitectónica de su trabajo también se manifiesta en su manera singular de abordar el espacio del lienzo. Ella no compone imágenes, reproducciones planas o ilustraciones insípidas, sino que construye estructuras energéticas que organizan el espacio, que lo tensan y distienden como una membrana viva. Sus círculos, sus líneas horizontales y verticales no son formas abstractas gratuitas, ejercicios de estilo sin sustancia, sino los elementos de una gramática espacial rigurosa que recuerda el pensamiento arquitectónico de Le Corbusier, con quien comparte, por una coincidencia que tal vez no lo sea, las proporciones ideales (183 x 135 cm) para sus lienzos [9]. Estas dimensiones no son arbitrarias, responden a una necesidad interna, a una lógica del cuerpo y del espacio.
Lo que distingue fundamentalmente el enfoque arquitectónico de Verdier del de muchos pintores abstractos que se limitan a jugar con las formas como si fueran juguetes es que ella no se conforma con representar el espacio, sino que lo piensa con todo su cuerpo, lo siente, lo vive desde el interior. Cuando se sube sobre sus lienzos apoyados en el suelo, se desplaza sobre su superficie con su pincel gigante, ella misma se convierte en un elemento arquitectónico vivo, un cuerpo que estructura el espacio mediante su movimiento, una columna vertebral móvil de la pintura en devenir. Esta fisicalidad radical la convierte en una arquitecta del gesto, que construye no con materiales inertes, sino con fuerzas vivas, tensiones dinámicas, equilibrios precarios.
Esta dimensión arquitectónica no deja de recordar las investigaciones fundacionales de la Bauhaus, donde arte, diseño y arquitectura se fusionaban en una visión total, un proyecto de transformación del mundo mediante las formas. Verdier, a su manera, retoma esa ambición de un arte total, donde la pintura no está aislada de otras disciplinas en su torre de marfil estética, sino que entra en un diálogo fecundo con ellas. Su impactante colección de cuadros “Rainbows” presentada en Colmar, con sus 78 círculos de colores dispuestos en secuencia como una partitura espacial, forma una verdadera arquitectura cromática que transforma el espacio del museo en una experiencia envolvente, en una catedral de colores que abraza el cuerpo y la mente del visitante.
Y es precisamente ahí donde reside la verdadera grandeza de Verdier, lo que la distingue del común de los artistas: en su excepcional capacidad de trascender las categorías estrechas en las que vosotros, aficionados de arte dominical y críticos de poca monta, gustáis clasificar a los artistas para neutralizarlos mejor. Ella no es ni una simple pintora, ni una calígrafa, ni una teórica, ni una performista, es todo eso a la vez y mucho más, desafiando vuestras estériles clasificaciones. Es esa rara especie de artista total que logra crear un sistema completo, un cosmos artístico autónomo donde cada elemento está en relación dinámica con los demás, formando una constelación de sentido que escapa a interpretaciones reduccionistas.
La obra de Verdier posee esa cualidad extraordinaria que la distingue de las tendencias efímeras y modas pasajeras: se inscribe en la gran tradición pictórica, dialoga con los maestros del pasado, mientras la impulsa hacia el futuro con una energía irresistible. No necesita revestirse de ironía posmoderna ni de un discurso oscuro para enmascarar el vacío de su enfoque. Su pintura habla por sí misma, con una elocuencia visual que desafía vuestros pequeños marcos conceptuales y análisis prefabricados. Nos recuerda, con cada trazo, con cada vertido de materia, que la pintura, en su mejor expresión, es una forma de conocimiento físico del mundo, una epistemología a través del gesto, un pensamiento encarnado.
Así que sí, podéis seguir maravillándoos ante instalaciones narcisistas o performances vacías que pretenden cuestionar el sistema mientras lo sirven dócilmente, pero mientras tanto, en su taller del Vexin bañado por la luz cenital, Fabienne Verdier continúa haciendo lo que el arte tiene de más noble y necesario: revelarnos las estructuras invisibles de lo real a través del milagro del pigmento sobre el lienzo. No necesita vuestra aprobación ni vuestras teorías recicladas. Tiene la gravedad terrestre como cómplice, la larga historia del arte como testigo, y sobre todo esa increíble libertad que nace del dominio absoluto de su medio.
Y si aún no comprendes la fuerza de esta obra que te supera, pues… vuelve a tus vernissages mondanos, a tus pequeñas discusiones estériles sobre el arte contemporáneo, a tus poses de iniciados. Verdier, ella, tiene infinitamente mejores cosas que hacer: conmover nuestra percepción del mundo, un trazo de pincel a la vez, un gesto tras otro, en esta danza cósmica con las fuerzas primordiales que nos gobiernan a todos.
- Joël Chevrier, “Fabienne Verdier, o la pintura en el corazón del movimiento”, The Conversation, 21 de mayo de 2018.
- Emmanuelle Giuliani, “Fabienne Verdier: “Mi devoción por la pintura arde, prueba””, La Croix, 30 de junio de 2020.
- Joël Chevrier, “Pintura: Fabienne Verdier, el arte de bailar con la materia”, The Conversation, 30 de agosto de 2020.
- Fuente Wikipedia, artículo “Fabienne Verdier”, sección 2013-2018: dinámica de las formas.
- Mark Kidel, “Fabienne Verdier, The Song of the Stars (El canto de las estrellas), Museo Unterlinden, Colmar review, arte sagrado y contemporáneo en diálogo”, The Arts Desk, 7 de febrero de 2023.
- Emmanuelle Giuliani, “Fabienne Verdier: “Mi devoción por la pintura arde, prueba””, La Croix, 30 de junio de 2020.
- Peter Zumthor, “Atmospheres”, Birkhäuser Architecture, 2006.
- Michaël de Saint Cheron, “Los retablos de Fabienne Verdier, cumbre de su arte”, Études, octubre de 2024.
- Emmanuelle Giuliani, “Fabienne Verdier: “Mi devoción por la pintura arde, prueba””, La Croix, 30 de junio de 2020.
















