Escuchadme bien, panda de snobs! Si la materia oscura constituye el 85 % del universo según los astrofísicos, entonces Lee Bae (nacido en 1956) es indiscutiblemente el gran sumo sacerdote terrenal de este. Durante más de tres décadas este artista coreano ha transformado el carbón vegetal en cosmos, con la paciencia de un alquimista y la precisión de un relojero zen. En su taller cerca de Cheongdo, su ciudad natal, o en su refugio parisino del distrito 19, realiza una transmutación que va mucho más allá de la simple transformación física de la materia: captura el tiempo mismo en la densidad del carbono.
No se equivoquen. No es casualidad que este artista haya elegido el carbón como medio preferente. Este encuentro, ocurrido en París en 1990 mientras buscaba un material económico para reemplazar la pintura demasiado costosa, se transformó en una revelación que continúa resonando hoy. El carbón, en la cultura tradicional coreana, no es solo un simple combustible. Es el guardián de las casas, colocado bajo sus cimientos para protegerlas de la humedad. Es el purificador de los alimentos, añadido al doenjang y al ganjang para preservar su sabor. Es el protector de los recién nacidos, suspendido frente a las puertas para alejar a los malos espíritus. Lee ha sabido transformar esta materia humilde y cotidiana en un vehículo de trascendencia artística.
Su método de trabajo es tanto ritual como técnica artística. En su estudio en Corea, supervisa personalmente la fabricación de su carbón en un horno tradicional con forma de iglú. El proceso es de una lentitud meticulosa: dos semanas de combustión, dos semanas de enfriamiento. Esta temporalidad extendida no es casual. Hace eco a las reflexiones del filósofo Henri Bergson sobre la “duración pura”, esa experiencia del tiempo que escapa a la medida matemática para anclarse en lo vivido. Cada bloque de carbón producido por Lee está impregnado no solo de carbono, sino también de tiempo condensado.
Las instalaciones monumentales de su serie “Issu du feu” ilustran perfectamente esta fusión entre materia y temporalidad. Troncos carbonizados, atados entre sí con bandas elásticas negras, se alzan como tótems contemporáneos. Estos ensamblajes evocan irresistiblemente las meditaciones de Gaston Bachelard sobre el “psicoanálisis del fuego”. Para el filósofo francés, el fuego es el elemento que cristaliza las contradicciones fundamentales de la existencia: destrucción y purificación, muerte y renacimiento. Lee lleva este paradoja aún más lejos. Sus troncos carbonizados son simultáneamente muertos y vivos, inertes y vibrantes con una energía potencial. Encarnan lo que el filósofo Maurice Merleau-Ponty llamaba el “quiasma”, ese punto de cruce donde los opuestos se encuentran sin resolverse.
Esta dimensión filosófica de su trabajo también se manifiesta en sus obras pictóricas. Tomemos su serie “Brushstroke”, donde trazos de carbón de una profundidad abismal bailan sobre fondos de un blanco opalino. Estos cuadros no son simples ejercicios de estilo ni variaciones sobre el monocromo. Son fruto de una práctica diaria casi monástica. Lee se levanta a las 4 de la mañana, comienza a trabajar a las 6 en punto, siguiendo un ritmo inmutable que recuerda las prácticas contemplativas zen. Cada día realiza decenas de bocetos antes de lanzarse a la ejecución de una obra definitiva. Esta repetición no es mecánica sino meditativa, cercana a lo que el filósofo Gilles Deleuze describía como la “diferencia en la repetición”: cada gesto aparentemente idéntico contiene en realidad una variación infinitesimal que lo hace único.
Su técnica de superposición de capas de acrílico y polvo de carbón es particularmente interesante. Lee aplica primero una mezcla de carbón pulverizado y medium acrílico, luego cubre esa primera capa con un medium transparente. Repite este proceso varias veces, creando así una profundidad que parece desafiar las leyes de la óptica. El negro nunca es realmente negro en sus obras, sino más bien una constelación de matices que absorben y reflejan simultáneamente la luz. Este enfoque hace eco a las teorías fenomenológicas de Edmund Husserl sobre la percepción del tiempo y el espacio. Cada capa de pintura se convierte en una estrato temporal visible, una sedimentación de la experiencia que se materializa ante nuestros ojos.
La influencia de la caligrafía tradicional coreana también es palpable en su trabajo, aunque la trasciende ampliamente. En la tradición del sumi-e, la tinta negra no se usa para representar la realidad sino para capturar su esencia. Lee aplica este principio al carbón, pero llevándolo en una dirección decididamente contemporánea. Sus gestos no buscan reproducir formas reconocibles sino trazar los contornos de un espacio mental, un territorio interior donde el tiempo se solidifica en materia.
Esta exploración del espacio-tiempo a través del carbón adquiere una dimensión particularmente impresionante en sus instalaciones recientes. En estas obras, los bloques de carbón están dispuestos de manera que crean entornos inmersivos que transforman las galerías en espacios de contemplación. El espectador se encuentra literalmente rodeado por el tiempo cristalizado, sumergido en un universo donde la materia oscura se convierte en una metáfora de lo invisible que estructura nuestra realidad.
La relación de Lee Bae con el tiempo no se limita a su práctica artística. Se extiende a su manera de habitar el espacio geográfico y cultural. Compartiendo su vida entre París, Seúl y Cheongdo, encarna una forma de nomadismo contemporáneo que trasciende las oposiciones tradicionales entre Oriente y Occidente. Su práctica artística se convierte así en un puente entre diferentes tradiciones filosóficas y estéticas. El carbón, material universal por excelencia, bajo sus manos se convierte en un vehículo de diálogo intercultural.
Esta dimensión intercultural se manifiesta particularmente en su forma de abordar la noción de vacío, tan importante en la filosofía oriental. En el pensamiento taoísta, el vacío no es una ausencia sino una presencia activa, un espacio de potencialidad. Lee traduce esta concepción en su trabajo a través del juego sutil entre las superficies negras y los espacios no tratados de sus obras. El blanco nunca es realmente blanco, así como el negro nunca es realmente negro. Estos dos polos están en constante interacción, creando un campo de tensiones que activa el espacio pictórico.
La evolución reciente de su trabajo merece una atención especial. Tras décadas de exploración exclusiva del negro, Lee comienza a introducir sutilmente el color en sus obras. No es un cambio radical sino más bien una evolución orgánica, como si las profundidades del negro que ha sondeado durante tanto tiempo comenzaran a revelar su espectro cromático oculto. Esta apertura hacia el color recuerda las observaciones del filósofo Georges Didi-Huberman sobre la supervivencia de las imágenes: nada desaparece realmente, todo se transforma y resurge bajo nuevas formas.
La práctica de Lee nos invita a repensar fundamentalmente nuestra relación con el tiempo y la materia. En un mundo dominado por la instantaneidad y la virtualidad, su trabajo propone una experiencia de la duración que se ancla en lo tangible. El carbón, material primitivo por excelencia, bajo sus manos se convierte en un medio de extraordinaria sofisticación conceptual. Quizá ahí radique la mayor fuerza de su trabajo: en su capacidad para transformar una materia tan humilde en un vehículo de reflexión metafísica.
Esta transformación no se limita al aspecto visual. Lee involucra todos nuestros sentidos en la experiencia de sus obras. El sutil olor del carbón, la textura de las superficies trabajadas, el juego de sombras y reflejos, todo contribuye a crear una experiencia inmersiva que supera ampliamente el marco tradicional de la contemplación artística. Sus instalaciones se convierten en espacios de meditación activa donde el tiempo parece suspenderse.
La dimensión ecológica de su trabajo no puede ser ignorada, aunque nunca sea didáctica. En un momento en que la cuestión ambiental se vuelve omnipresente, su práctica nos recuerda nuestra relación fundamental con los materiales naturales. El carbón, en su trabajo, no es un simple material para explotar sino un socio con el que dialogar. Este enfoque hace eco de las reflexiones contemporáneas sobre el antropoceno y nuestra responsabilidad hacia la materia.
El taller de Lee en Cheongdo se convierte así en mucho más que un simple lugar de producción artística. Es un laboratorio donde se desarrolla una alquimia contemporánea, donde la materia y el tiempo se fusionan para crear obras que desafían nuestras categorías habituales. El horno tradicional donde produce su carbón no es solo una herramienta técnica, es un crisol donde se forja una nueva concepción del arte.
Mientras que el mundo del arte suele estar dominado por el efecto espectacular y la innovación a cualquier precio, Lee nos recuerda que la verdadera originalidad puede residir en la profundización paciente de una relación con un material. Su trabajo es una lección de perseverancia y humildad, una demostración de que la repetición no es necesariamente repetitiva sino que puede ser el camino hacia una constante reinvención.
En definitiva, la obra de Lee Bae nos enfrenta a una cuestión fundamental: ¿cómo habitar el tiempo en la era de la aceleración generalizada? Su respuesta, encarnada en el carbón, es una invitación a la lentitud y a la contemplación. En sus manos, el material más humilde se convierte en un espejo donde se reflejan nuestras preguntas más profundas sobre la naturaleza del tiempo, del espacio y nuestro lugar en el universo. Es un arte que no busca deslumbrar sino iluminar, no entretener sino transformar nuestra percepción del mundo. En ello, Lee Bae se afirma como uno de los artistas más esenciales de nuestra época, un maestro que ha sabido hacer del carbón no un fin en sí mismo, sino un medio para explorar los misterios más profundos de la existencia.
















