Escuchadme bien, panda de snobs, os voy a hablar de otra artista que hace estallar vuestras certezas sobre el arte contemporáneo. Lisa Yuskavage no es una pintora que se pueda encasillar en una categoría cómoda. Su arte nos enfrenta a nuestras contradicciones, deseos no confesados y juicios morales con una precisión quirúrgica que desestabiliza nuestra zona de confort bienpensante.
Yuskavage parece regresar a la pintura figurativa con una maestría técnica que haría palidecer de envidia a Vermeer. Sin embargo, no es esta virtuosidad lo que tanto molesta a los críticos, sino lo que ella elige representar: mujeres con proporciones exageradas, en posturas explícitamente sexuales, habitando universos de colores ácidos que parecen salir de un sueño febril donde se mezclan la alta cultura y la cultura popular.
Estas mujeres de piel luminosa, con pechos desmesurados y miradas a veces vacías, a veces desafiantes, han llevado a la artista a ser acusada de misoginia, cómplice de la mirada masculina o de simple provocación gratuita. Pero detenerse en estos juicios apresurados sería perderse la compleja y perturbadora naturaleza de su obra. Porque detrás de estos cuerpos expuestos se oculta una reflexión profunda sobre la condición femenina, los mecanismos del deseo y nuestra relación ambigua con la representación del cuerpo.
Yuskavage no nos ofrece una lectura sencilla. Rechaza las explicaciones didácticas y los mensajes políticos explícitos. “No ofrezco ninguna solución. No creo que haya una”, declaraba ya en 1992. Esta postura ambigua es precisamente lo que da fuerza a su trabajo. Al negarse a decirnos cómo interpretar estas imágenes, nos remite a nuestras propias proyecciones, a nuestras propias incomodidades ante estas mujeres que, lejos de ser simples víctimas pasivas, parecen a veces cómplices de su propia objetivación.
Lo que impacta de inmediato en los cuadros de Yuskavage es su luminosidad casi sobrenatural. La artista domina la técnica del sfumato heredada del Renacimiento, creando atmósferas vaporosas donde los cuerpos parecen emanar del color mismo. Esta técnica no es sólo un mero efecto estético: participa plenamente en el sentido de la obra al crear una tensión entre la materialidad cruda de los cuerpos representados y su dimensión casi fantasmal, como si existieran en un entre dos, ni totalmente reales ni completamente fantaseados.
Si consideramos la obra de Lisa Yuskavage desde la perspectiva del psicoanálisis lacaniano, podemos verla como una escenificación de la mirada como pulsión que constituye al sujeto. Las figuras femeninas que ella pinta no son tanto observadas como nos observan a nosotros, devolviéndonos a nuestra posición de voyeur. Precisamente este giro es lo que crea la incomodidad: pensábamos estar en posición de dominio frente a estos cuerpos ofrecidos, y resulta que estos cuerpos nos devuelven nuestro propio deseo y nuestra propia culpa.
Jacques Lacan define la mirada como un “objet petit a”, concepto que representa aquello que provoca nuestro deseo pero que siempre permanece fuera de nuestro alcance. Las mujeres pintadas por Yuskavage ilustran perfectamente esta idea: cuanto más parecen accesibles y expuestas, más psicológicamente inaccesibles permanecen, creando así una tensión permanente que caracteriza el deseo humano. Su mirada directa, a menudo vacía o indiferente, crea una brecha irreductible entre lo que creemos ver y lo que nos mira. Como escribe Lacan: “Lo que me determina fundamentalmente en lo visible es la mirada que está afuera. Es por la mirada que entro en la luz, y es de la mirada que recibo el efecto.”
Esta dimensión psicoanalítica se encuentra en obras como “Rorschach Blot” (1995), donde una mujer rubia con las piernas abiertas expone sin pudor su sexo al espectador. Este cuadro funciona efectivamente como una prueba de Rorschach: lo que vemos en él dice más sobre nosotros que sobre la imagen misma. Algunos verán una obscenidad gratuita, otros una crítica feminista a la objetivación, y otros una exploración de la sexualidad femenina liberada de las ataduras morales. Yuskavage no decide, nos deja frente a nuestra propia interpretación, frente a nuestra propia incomodidad.
El psicoanálisis nos enseña que el deseo se estructura en torno a una falta fundamental. Los cuerpos hipertrofiados de Yuskavage, con sus proporciones imposibles y sus posturas exageradas, materializan este fantasma de un cuerpo que llenaría esa falta. Pero al mismo tiempo, su misma artificialidad nos recuerda la imposibilidad de esa completitud. Estas mujeres son a la vez demasiado presentes, demasiado corporales y, sin embargo, inasible, como fantasmas que se disolverían si intentáramos tocarlas.
En “Night” (1999-2000), una mujer morena se despierta en la penumbra para examinar su cuerpo. Este momento de intimidad, en el que el sujeto se mira a sí mismo, se convierte bajo el pincel de Yuskavage en una escena casi teatral donde el espectador se coloca en una posición incómoda de voyeur. Somos testigos de un momento que no está destinado a nosotros y, sin embargo, la puesta en escena pictórica nos invita claramente a mirar. Esta ambivalencia está en el corazón del trabajo de la artista.
Si el psicoanálisis nos ofrece herramientas para comprender la dinámica de la mirada en la obra de Yuskavage, también nos permite explorar la cuestión del narcisismo que atraviesa su trabajo. Sus personajes femeninos parecen a menudo absorbidos en una contemplación de sí mismas que oscila entre el autoerotismo y el autoanálisis. Este narcisismo no es necesariamente patológico; puede verse como una forma de reapropiación del cuerpo femenino, tradicionalmente definido por la mirada masculina.
Al crear figuras femeninas que se miran a sí mismas con la misma intensidad con la que el espectador las observa, Yuskavage desplaza el centro del poder escópico. El narcisismo se convierte entonces en una forma de resistencia, una manera de decir: “Me miro antes de que me mires, me defino antes de que me definas”. Esta dimensión está particularmente presente en “Day” (1999-2000), donde una mujer rubia examina su propio cuerpo con una curiosidad casi clínica.
El término mismo del narcisismo, que remite al mito de Narciso enamorándose de su propio reflejo, adquiere aquí una nueva dimensión. Las mujeres de Yuskavage no están tanto enamoradas de sí mismas como en busca de una definición de sí mismas que escape a las categorías impuestas por la sociedad. Su autocontemplación es una forma de auto-creación.
Esta dimensión narcisista se complica aún más cuando se considera la presencia creciente de figuras masculinas en las obras recientes de Yuskavage. En cuadros como “Hippies” (2013), los hombres aparecen como presencias fantasmales, casi secundarias, invirtiendo la tradición pictórica donde las mujeres solían ser solo accesorios decorativos en escenas dominadas por los hombres.
Estos hombres, a menudo pintados en grisalla o en tonos menos vibrantes que las mujeres, parecen existir en otro régimen de realidad. Están ahí sin estar realmente ahí, como proyecciones de un deseo femenino que los convocaría sin concederles plena presencia. Esta inversión de los roles tradicionales constituye una forma sutil de crítica feminista que evita las trampas del didactismo.
En “Wine and Cheese” (2017), un hombre de tonalidades rosadas es abrazado por detrás por una mujer de tez pálida. Esta obra, que se inspira tanto en Hans Baldung Grien como en fotografías encontradas en la revista Viva, ejemplifica perfectamente la manera en que Yuskavage mezcla referencias eruditas y cultura popular para crear imágenes que desestabilizan nuestras expectativas.
La dimensión psicoanalítica de la obra de Yuskavage también se manifiesta en su representación de lo que Freud llamó el “complejo de castración”. Los cuerpos femeninos hiperbólicos que ella pinta, con sus pechos desmesurados y sus vulvas expuestas, pueden interpretarse como una forma de ansiedad frente a la diferencia sexual. Al exagerar las características sexuales femeninas hasta el absurdo, ella hace visible la ansiedad masculina frente a lo que le escapa.
Pero lejos de simplemente reproducir esta ansiedad, Yuskavage la representa para deconstruirla mejor. Sus mujeres no son criaturas pasivas definidas por su carencia (como en la teoría freudiana clásica), sino seres activos que habitan plenamente su cuerpo y su sexualidad, a veces hasta el exceso. No están castradas, al contrario, están dotadas de un poder sexual que puede percibirse como amenazante.
Esta dimensión está particularmente presente en “The Fuck You Painting” (2020), donde una joven mujer dirige al espectador dos dedos medios. Este gesto explícitamente agresivo rompe con la imaginería tradicional de la mujer como objeto pasivo del deseo masculino. La mujer aquí no sólo es mirada, sino que mira de regreso y su mirada es acusadora, rechazando la posición de voyeur en la que el espectador podría complacerse.
Si la obra de Yuskavage puede leerse a través del prisma del psicoanálisis, también gana al ponerse en relación con la tradición literaria de lo grotesco, tal como fue teorizada sobre todo por Mikhaïl Bakhtin. El cuerpo grotesco es un cuerpo excesivo, desbordante, que transgrede sus propios límites. Es un cuerpo en devenir, nunca acabado, siempre en estado de transformación.
Los cuerpos femeninos de Yuskavage, con sus proporciones imposibles y sus posturas exageradas, encajan perfectamente en esta estética de lo grotesco. No son cuerpos idealizados como en la tradición clásica, sino cuerpos que llevan hasta el absurdo las normas de la feminidad tal como son construidas por la mirada masculina.
Según Bakhtin, lo grotesco tiene una dimensión profundamente subversiva. Al mostrar el cuerpo en lo que tiene de más material, de más carnal, desafía las convenciones sociales que intentan disciplinar ese cuerpo. Las mujeres de Yuskavage, con su sexualidad exacerbada y su corporeidad excesiva, encarnan esa dimensión subversiva de lo grotesco.
En sus obras recientes como “Triptych” (2011), Yuskavage amplía aún más su paleta integrando sus figuras en paisajes panorámicos que evocan la pintura histórica académica. Este tríptico de casi 5,5 metros de ancho presenta en el centro a una mujer acostada sobre un banco, con las piernas abiertas, sexo expuesto, mientras que en los paneles laterales, mujeres con vestimenta campesina observan la escena con expresión impasible.
Esta obra compleja puede leerse como una alegoría de la tensión entre la liberación sexual y la represión moral. Las mujeres con vestimenta campesina, que Yuskavage llama sus “Nel’zahs” (por la expresión rusa que significa “¡No hagas eso!”), representan las fuerzas de la censura y el juicio moral que intentan controlar la sexualidad femenina.
Pero también pueden verse como una parte de la psique femenina misma, esa voz interior que juzga y condena nuestros propios deseos. Porque como subraya Bakhtin, lo grotesco no es simplemente una representación externa de la otredad, sino una dimensión de nuestra propia experiencia que intentamos reprimir.
El tríptico de Yuskavage pone en escena esta tensión interna, este diálogo conflictivo entre diferentes partes de nosotros mismos. La mujer central, con su cuerpo expuesto, representa quizá el ello freudiano, el asiento de los impulsos y deseos, mientras que las mujeres con trajes campesinos encarnarían el superyó, la instancia de censura y juicio moral.
Esta lectura psicoanalítica se ve reforzada por las propias palabras de la artista, que declaró acerca de su trabajo: “No tengo ningún interés en señalar con el dedo a nadie más que a mí misma, y en contar mis propios crímenes. Me interesa mostrar cómo son las cosas más que cómo deberían ser. Explotó lo que es peligroso y lo que me asusta dentro de mí: la misoginia, la autodenigración, la aspiración social, la eterna aspiración a la perfección”.
Esta capacidad para explorar sus propias contradicciones, para reconocer en sí misma las fuerzas que critica, es lo que da a la obra de Yuskavage su profundidad psicológica y su potencia emocional. Ella no se coloca en una posición de superioridad moral, sino que desciende al “foso” con sus temas, como ella misma dice.
Lo grotesco literario, tal como lo define Bakhtin, también se caracteriza por su ambivalencia: es a la vez degradante y regenerador, mortífero y vital. Esta ambivalencia se encuentra plenamente en la obra de Yuskavage, donde la representación cruda de la sexualidad no es ni simplemente celebratoria ni simplemente crítica, sino ambas cosas a la vez.
Los cuerpos que pinta son a la vez vulnerables y poderosos, patéticos y triunfantes, objetos y sujetos. Esta complejidad emocional es lo que distingue su trabajo de la simple pornografía o de la simple denuncia feminista. Nos enfrenta a la ambigüedad fundamental de nuestra relación con el cuerpo y el deseo.
La crítica Julia Felsenthal escribió en 2020 en el New York Times acerca de Yuskavage: “Otra obra temprana, Rorschach Blot (1995), resume su enfoque psicosexual en una sola imagen: una rubia caricaturesca, con las rodillas abiertas, revelando totalmente su intimidad, que la pintora representa como una especie de signo de exclamación obsceno.” Esta descripción, aunque reductiva, capta algo esencial en el trabajo de la artista: su capacidad para transformar el cuerpo femenino en un signo que excede su simple representación, en un signo de exclamación que nos interpela y nos incomoda.
Lo que Felsenthal no ve, o finge no ver, es la complejidad del diálogo que Yuskavage establece con la historia del arte. Sus referencias no se limitan a la cultura popular y a la pornografía, sino que abrazan toda la tradición de la pintura occidental, desde Giovanni Bellini a Philip Guston, pasando por Vermeer, Degas y Vuillard.
Esta erudición pictórica no es un simple ejercicio de estilo ni un intento de legitimación. Participa plenamente en el sentido de la obra creando una tensión entre la cultura “alta” y la cultura “baja”, entre lo sagrado y lo profano. Los cuerpos sexualizados de Yuskavage existen en el mismo espacio pictórico que las madonas del Renacimiento, creando un cortocircuito visual y conceptual que nos obliga a repensar nuestra relación con estas dos tradiciones.
En “Night Classes at the Department of Painting Drawing and Sculpture” (2018-2020), Yuskavage pone explícitamente en escena esta dimensión meta-artística representando una clase nocturna de arte donde estudiantes dibujan a una modelo desnuda. Esta obra puede verse como una reflexión sobre la tradición académica del desnudo, sobre la manera en que el cuerpo femenino ha sido utilizado como material pedagógico en la formación de artistas.
Pero al situar esta escena de noche, en un contexto clandestino, e introducir un elemento de deseo explícito (uno de los estudiantes toca el cuerpo de la modelo), Yuskavage revela lo que habitualmente se reprime en el discurso sobre el arte: la dimensión erótica de la mirada artística.
El arte occidental ha sostenido durante mucho tiempo que el desnudo académico no tenía nada que ver con el deseo sexual, que se trataba de una contemplación puramente estética de la belleza ideal. Yuskavage rompe esta hipocresía mostrando que el acto mismo de mirar un cuerpo desnudo es siempre potencialmente erótico, siempre atravesado por el deseo.
Esta lucidez frente a las ambigüedades de la mirada artística es lo que da a su obra su dimensión crítica, mucho más que cualquier denuncia explícita. Ella no nos dice qué pensar de las imágenes que crea, pero nos obliga a reflexionar sobre nuestra propia posición como espectadores, sobre nuestra propia complicidad con las estructuras de poder que organizan la visibilidad de los cuerpos.
Si se considera la evolución de la obra de Yuskavage desde sus comienzos, se observa un movimiento interesante: partiendo de una exploración del cuerpo femenino como lugar de proyección del deseo masculino, ha integrado progresivamente figuras masculinas en sus composiciones, creando escenas más complejas donde las relaciones de poder son menos unívocas.
En obras recientes como “The Neighbors” (2014), donde una mujer monta a un hombre tumbado, o “Sari” (2015), donde un hombre desnudo parece venerar a una mujer de pie frente a él, Yuskavage invierte los roles tradicionales, colocando a la mujer en posición de dominación o indiferencia frente al deseo masculino.
Esta evolución testimonia una reflexión continua sobre las dinámicas de poder que estructuran nuestra relación con el cuerpo y el deseo. Lejos de repetirse, Yuskavage continúa una exploración sistemática de las diferentes configuraciones posibles del deseo y la mirada, creando una obra que gana en complejidad y profundidad con el tiempo.
Lo que llama la atención en esta evolución es la forma en que Yuskavage permanece fiel a su visión artística al mismo tiempo que la renueva constantemente. Sus temas, sus técnicas, su paleta permanecen reconocibles, pero su perspectiva se amplía, incorporando nuevos elementos que enriquecen su reflexión sin diluirla.
Esta coherencia en el cambio es la marca de los grandes artistas, aquellos que logran crear un universo visual propio manteniéndolo en diálogo constante con el mundo que los rodea. Yuskavage es indudablemente una de ellas.
En sus cuadros recientes, Yuskavage también ha comenzado a integrar su propia presencia como artista en sus composiciones. En un pequeño lienzo de 2020, se representa a sí misma pintando “Night Classes at the Department of Painting Drawing and Sculpture”. Este juego de espejos, donde la artista se muestra creando la obra que estamos viendo, añade un nivel adicional de reflexividad a su trabajo.
Al representarse a sí misma como la creadora de estas imágenes inquietantes, Yuskavage asume plenamente su responsabilidad artística. No se oculta tras la ambigüedad de su obra, sino que se implica directamente, colocándose en la posición incómoda que crea para el espectador.
Esta dimensión autobiográfica ya estaba presente en su trabajo de manera más implícita. Yuskavage ha hablado a menudo sobre cómo su experiencia personal, en particular su trabajo como modelo desnuda durante sus estudios, informa su comprensión de las dinámicas de poder implicadas en la representación del cuerpo femenino.
Pero al representarse explícitamente como la artista que crea estas imágenes, ella complica aún más nuestra lectura de su obra. Ya no es solo quien critica la mirada masculina, sino también quien crea imágenes que podrían ser criticadas por perpetuar esa misma mirada. Esta honestidad intelectual, esta capacidad de cuestionarse a sí misma, es lo que da a su trabajo su profundidad ética.
La dimensión grotesca de la obra de Yuskavage, que ya hemos mencionado, gana al relacionarse con la tradición literaria del carnaval, también teorizada por Bakhtin. El carnaval, en la cultura medieval, era ese momento en que las jerarquías sociales se suspendían temporalmente, donde el pueblo podía burlarse de los poderosos y se levantaban los tabúes.
El arte de Yuskavage comparte con el carnaval esa capacidad de invertir temporalmente los valores establecidos, de crear un espacio donde lo que habitualmente está censurado puede expresarse. Sus pinturas funcionan como carnavales visuales donde los cuerpos desbordan sus límites asignados, donde la sexualidad se muestra sin vergüenza, donde la “parte baja” corporal toma revancha sobre la “parte alta” espiritual.
Pero, como el carnaval medieval, este espacio de libertad es ambivalente. Permite una liberación temporal, pero no cuestiona necesariamente las estructuras de poder a largo plazo. De la misma manera, el arte de Yuskavage nos ofrece un espacio para enfrentar nuestros deseos y angustias, pero no pretende resolver las contradicciones que los atraviesan.
Esta dimensión carnavalesca quizá explique por qué su trabajo provoca reacciones tan polarizadas. Quienes ven en él una simple reproducción de estereotipos sexistas pasan por alto su dimensión subversiva, mientras que quienes buscan un mensaje feminista unívoco pueden sentirse decepcionados por su rechazo del didactismo.
La fuerza de Yuskavage es precisamente mantener esta tensión, crear imágenes que resisten toda interpretación definitiva. Como ella misma ha declarado: “Solo cargo el arma”, suele decir a quienes insisten en ver una pintura como una explicación. Esta metáfora del arma cargada revela su concepción del arte. Yuskavage crea imágenes cargadas de potencial explosivo, pero es el espectador quien decide si quiere apretar el gatillo y en qué dirección quiere disparar. Esta responsabilización del espectador es uno de los aspectos más radicales de su trabajo.
Al negarse a decirnos cómo interpretar sus imágenes, Yuskavage nos obliga a asumir nuestra propia posición ética frente a ellas. No podemos escondernos detrás de la intención del artista ni de un mensaje político explícito. Estamos solos frente a estos cuerpos expuestos, solos con nuestro deseo, nuestra incomodidad, nuestro juicio moral.
Quizá esta exigencia ética es lo que más claramente distingue su trabajo de la simple pornografía o de la imagen publicitaria que satura nuestro entorno visual. Donde estas últimas nos ofrecen imágenes para consumir pasivamente, Yuskavage nos obliga a cuestionar nuestro propio deseo de ver, nuestra propia complicidad con las estructuras de poder que organizan la visibilidad de los cuerpos.
En este sentido, su obra es profundamente política, no porque transmita un mensaje explícito, sino porque nos obliga a tomar conciencia de las dimensiones políticas de nuestra propia mirada. Nos recuerda que ver nunca es un acto inocente, que nuestra mirada siempre está ya implicada en relaciones de poder que superan nuestra conciencia individual. Es esta dimensión política implícita la que hace de Yuskavage una artista tan importante hoy en día. Su trabajo nos ofrece un espacio para reflexionar sobre nuestra propia relación con las imágenes sexualizadas que saturan nuestra época, para tomar conciencia de los deseos y las angustias que movilizan en nosotros.
Lisa Yuskavage no es una artista fácil. Su obra no nos conforta en nuestras certezas, no nos ofrece el simple placer de la belleza o de la indignación moral. Nos confronta con nuestras propias contradicciones, con la ambigüedad fundamental de nuestra relación con el cuerpo y el deseo. Es una obra que molesta, que provoca, pero que nunca deja indiferente.
Y es precisamente esta capacidad para sacarnos de nuestra zona de confort, para hacer que miremos lo que preferiríamos no ver, la que la convierte en una de las artistas más esenciales de nuestro tiempo. Yuskavage nos recuerda la vocación primera del arte: enfrentarnos a lo que somos, en toda nuestra compleja perturbación.
Entonces, panda de snobs, dejad de buscar en su obra una confirmación de vuestros prejuicios, ya sean progresistas o conservadores. Dejaos desestabilizar por esos cuerpos que os miran tanto como vosotros los miráis. Aceptad ser perturbados, incómodos, quizás excitados. Es en esta perturbación, en esta zona de incomodidad, donde el arte de Yuskavage despliega todo su poder transformador.
Porque al fin y al cabo, lo que esta artista nos ofrece no es una visión reconfortante del mundo o de nosotros mismos, sino una invitación a mirar de frente lo que habitualmente preferimos ignorar: la complejidad vertiginosa de nuestros deseos, la ambivalencia de nuestros juicios morales, nuestra propia complicidad con lo que pretendemos criticar. Y quizás ahí radica la mayor provocación de su obra: no sus pechos desmesurados ni sus vulvas expuestas, sino su obstinada negativa a dejarnos mentirnos a nosotros mismos.
















