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Luces y sensaciones: El universo de Ólafur Elíasson

Publicado el: 14 Abril 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 8 minutos

Ólafur Elíasson manipula los elementos primarios, luz, agua, niebla, para enseñarnos de nuevo a ver. Sus instalaciones trascienden el simple espectáculo visual para convertirse en experiencias corporales totales donde el visitante ya no es un espectador pasivo sino un co-creador activo de la obra.

Escuchadme bien, panda de snobs, hay algo deliciosamente irónico en ver a Ólafur Elíasson, este artista islandés-danés, jugar con nuestros sentidos como un físico excéntrico en su laboratorio. Mientras el arte contemporáneo se deleita con conceptos absconsos y materiales raros, Elíasson manipula la luz, el agua, la niebla, esos elementos tan ordinarios que se vuelven invisibles para nuestros ojos cansados por las pantallas. Ahí reside toda la grandeza y audacia de su enfoque: hacernos redescubrir lo que vemos sin realmente mirar nunca.

Nacido en 1967 en Copenhague, Elíasson no es solo un artista, es un orquestador de experiencias sensoriales, un escultor de ambientes que nos transforma en participantes activos en lugar de espectadores pasivos. Esta transformación no es trivial; se inscribe en una profunda línea intelectual que remonta a Marcel Duchamp y su rechazo del arte “retiniano” a favor de un arte “cerebral”. Pero donde Duchamp intelectualizaba, Elíasson corporaliza. Trae el arte de nuevo a nuestros cuerpos, haciendo de nuestra percepción sensorial el verdadero medio de la obra.

Tomemos su emblemática instalación “The Weather Project” que invadió el Turbine Hall de la Tate Modern en 2003. Esta falsa luz solar atravesando la niebla artificial creó una experiencia casi religiosa para dos millones de visitantes que acudieron a contemplar este simulacro de astro. Veo en ella una brillante demostración de lo que el filósofo Henri Bergson llamaba “la intuición como método”. En su Pensée et le Mouvant, Bergson escribía: “Filosofar consiste en invertir la dirección habitual del trabajo del pensamiento” [1]. Esto es exactamente lo que hace Elíasson: invierte nuestros hábitos perceptivos para permitirnos redescubrir lo que creíamos conocer.

Bergson distinguía la inteligencia que “divide, inmoviliza, conceptualiza” de la intuición que “captura el movimiento, la duración, la cualidad”. La obra de Elíasson nos obliga precisamente a abandonar nuestras cuadrículas conceptuales para volver a la experiencia directa. Cuando llena una sala de niebla coloreada en “Din blinde passager” (2010), nos invita a navegar por un espacio donde la visión se vuelve táctil, donde la mirada cede lugar a otros modos de percepción. La inteligencia bergsoniana corta el mundo en objetos fijos para manipularlos mejor, pero la intuición nos conecta con el flujo ininterrumpido de la realidad. Elíasson nos sumerge en ese flujo, en esa “duración pura” que Bergson consideraba la trama misma de lo real.

La belleza de este enfoque es que trasciende el simple placer estético para convertirse en una verdadera praxis filosófica. Cuando atraviesas su “Beauty” (1993), esta sencilla instalación donde una cortina de agua bajo un proyector crea un arcoíris efímero, experimentas literalmente la teoría bergsoniana de la percepción. Tomas conciencia de que tu percepción no es pasiva sino activa, que construye la realidad tanto como la recibe.

Pero no nos quedemos en esta lectura bergsoniana. Porque Elíasson también actúa en el terreno del teatro. Su práctica resuena profundamente con las teorías del dramaturgo alemán Bertolt Brecht y su concepto de “Verfremdungseffekt”, el efecto de distanciamiento. Brecht buscaba romper la ilusión teatral para forzar al espectador a adoptar una postura crítica en lugar de entregarse a la emoción. En su Petit Organon pour le théâtre, explicaba: “Una representación distanciada es una reproducción que ciertamente permite reconocer el objeto reproducido, pero al mismo tiempo lo hace extraño” [2].

¿No es exactamente eso lo que hace Elíasson cuando instala su cascada artificial “Waterfall” (2019) frente a la Tate Modern? Nos muestra un fenómeno natural mientras expone ostentosamente su estructura artificial, el andamio que sostiene esa caída de agua. Esta desnudez de los mecanismos es típicamente brechtiana. Nos dice: mirad, es una ilusión, pero una ilusión que revela algo de nuestra relación con el mundo.

Los espejos que reaparecen constantemente en su obra también cumplen este papel de distanciamiento. Cuando te colocas frente a “Your spiral view” (2002), ese gigantesco caleidoscopio que fragmenta tu reflejo, eres tanto participante como observador de tu propia experiencia. Esto es precisamente lo que Brecht buscaba provocar en sus espectadores: una conciencia aguda de su propia posición. Como escribía el dramaturgo, “El distanciamiento es historicizar, es representar los procesos y las personas como procesos y personas históricas, por lo tanto efímeras.”

Todo el trabajo de Elíasson puede leerse como una vasta empresa de distanciamiento brechtiano aplicado a los fenómenos naturales. Cuando tiñe los ríos de verde fluorescente con su uranina (“Green River”, 1998-2001), realiza literalmente lo que Brecht llamaba “hacer extraño lo familiar”. El río, elemento del paisaje urbano que ya no notamos, se vuelve de repente visible, extrañamente visible. Los transeúntes se detienen, se preguntan, salen de su letargo perceptivo.

Esta dimensión teatral también se expresa en su práctica colaborativa. Su estudio en Berlín, donde trabajan más de 80 personas, recuerda a una compañía de teatro brechtiana. Desde artesanos hasta investigadores y arquitectos, todos participan en la creación de obras que son verdaderos dispositivos escénicos. Porque no nos equivoquemos, las instalaciones de Elíasson son escenarios donde se nos invita a interpretar nuestros propios roles, a ser conscientes de nuestros movimientos, de nuestras reacciones.

“In Real Life”, su retrospectiva en la Tate Modern en 2019, fue literalmente una sucesión de escenas donde los visitantes eran colocados en diferentes situaciones perceptivas. Desde el “Moss Wall” (1994) que se podía tocar hasta el “Room for one colour” (1997) que transformaba todo en amarillo y negro, cada instalación era una pequeña obra de teatro sensorial donde el público se convertía en actor. Como dice el propio Elíasson, “Intento usar la luz como un material para crear una sensación de espacio, pero también como un medio para sugerir que el espacio está siempre cambiando.” Esta concepción dinámica y relacional del espacio es profundamente teatral.

¿Y qué decir de “Little Sun”, ese proyecto comercial y humanitario de lámparas solares para las regiones sin electricidad? ¿No es acaso una forma de teatro social, una manera de extender el escenario artístico más allá de los muros institucionales para transformar directamente la vida cotidiana? Brecht habría aplaudido esta disolución de las fronteras entre arte e intervención social, él que soñaba con un teatro políticamente eficaz.

Elíasson no se limita a teorizar sobre la ecología y el cambio climático; actúa concretamente. Sus bloques de hielo de Groenlandia instalados en espacios públicos (“Ice Watch”, 2014-2018) permiten a los transeúntes tocar, oler y ver cómo se derrite ese hielo ártico, transformando una abstracción estadística en una experiencia sensible. Como escribe Brecht, “El teatro debe hacer posible el conocimiento y debe hacerlo agradable.” Eso es exactamente lo que hace Elíasson con estas intervenciones públicas.

Esta doble lectura, bergsoniana y brechtiana, nos permite captar la complejidad de la obra de Elíasson, que opera simultáneamente en varios niveles. Por un lado, renueva nuestra relación intuitiva con el mundo, reconectándonos con una percepción directa de los fenómenos (Bergson). Por otro, nos distancia de nuestros hábitos perceptivos, forzándonos a adoptar una postura crítica frente a lo que vemos (Brecht).

Pero no se equivoquen: a pesar de esta profundidad conceptual, el trabajo de Elíasson sigue siendo desconcertantemente accesible. Ahí reside todo su genio. Mientras muchos artistas actuales se encierran en un hermetismo elitista, Elíasson crea obras que tocan inmediatamente al público más amplio, satisfaciendo al mismo tiempo el apetito intelectual de los conocedores más exigentes. Es un equilibrista que camina por la cuerda floja entre el afecto y el concepto, entre lo inmediato y lo mediado.

En “Your rainbow panorama” (2011), ese puente circular con ventanas de colores instalada en la azotea del museo ARoS en Aarhus, Elíasson ofrece una experiencia a la vez lúdica y profunda. Los visitantes deambulan por este corredor arcoíris, viendo la ciudad transformarse al ritmo de los colores. Los niños corren riendo, mientras los filósofos meditan sobre la relatividad de la percepción. ¿Quién más que Elíasson puede satisfacer simultáneamente tantos niveles de lectura?

Algunos podrían objetar que esta accesibilidad a veces roza lo espectacular, incluso el entretenimiento. Se podría temer que el efecto “wow” de algunas instalaciones se reduzca a un mero asombro instagrammeable. Pero es malinterpretar la estrategia de Elíasson. Si seduce nuestros sentidos, es para involucrar mejor nuestra reflexión. La belleza sensible de sus obras no es un fin en sí mismo, sino un medio para llevarnos a una conciencia más aguda de nuestro lugar en el mundo.

Tomemos “Riverbed” (2014), donde trasladó un paisaje rocoso islandés completo al interior del Museo Louisiana en Dinamarca. Más allá de la hazaña técnica, esta obra nos confronta con una experiencia física desconcertante: caminar sobre piedras inestables en un museo, navegar por un paisaje natural desplazado artificialmente. Esta disonancia cognitiva entre nuestras expectativas (el suelo liso de un museo) y la realidad (un terreno accidentado) provoca una toma de conciencia de las convenciones que suelen regir nuestro comportamiento en los espacios culturales.

Siguiendo la línea de la distanciación brechtiana, Elíasson siempre expone los mecanismos de sus ilusiones. Sus instalaciones nos muestran su funcionamiento, rechazando la magia negra en favor de una magia blanca que revela sus propios trucajes. Esta transparencia es política: nos invita a adoptar la misma actitud crítica frente a las ilusiones que estructuran nuestras sociedades.

La estética de Elíasson, aunque se inspira en los fenómenos naturales, nunca es naturalista. No busca reproducir la naturaleza sino crear situaciones que cuestionen nuestra relación con ella. Su cascada artificial no imita una cascada verdadera, expone precisamente su artificialidad para hacernos tomar conciencia de nuestra relación mediada con la naturaleza. Como escribía Bergson: “El arte seguramente no es más que una visión más directa de la realidad.”

La obra de Ólafur Elíasson nos ofrece una salida ante el doble callejón sin salida del arte contemporáneo: por un lado el hermetismo conceptual que solo habla a los iniciados, por otro el espectáculo vacío que solo busca el efecto inmediato. Logra esta hazaña de crear un arte que piensa y hace pensar, pero que siempre comienza por hacer sentir. Un arte que, como quería Brecht, entretiene para mejor instruir, y como sugería Bergson, nos reconecta con la intuición directa de lo real.

Quizás eso sea, en definitiva, el genio de Elíasson: hacernos redescubrir que no somos simplemente cerebros desencarnados navegando en un mundo de abstracciones, sino cuerpos sensibles inmersos en un entorno físico con el que interactuamos constantemente. En tiempos de crisis ecológica y de creciente virtualización de nuestras existencias, esta lección es más valiosa que nunca.


  1. Henri Bergson, La Pensée et le Mouvant, PUF, 1903, p. 213-214.
  2. Bertolt Brecht, Petit Organon pour le théâtre, L’Arche, 1963, p. 65.
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Referencia(s)

Olafur ELIASSON (1967)
Nombre: Olafur
Apellido: ELIASSON
Otro(s) nombre(s):

  • Ólafur Elíasson

Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Dinamarca
  • Islandia

Edad: 58 años (2025)

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