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Miriam Cahn: El rugido de la pintura

Publicado el: 7 Febrero 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 8 minutos

En su taller en los Grisones, Miriam Cahn crea obras que explotan nuestras certezas con la fuerza de una bomba atómica. Sus figuras humanas, bañadas en colores intensos, emergen como espectros radiactivos, testigos implacables de nuestra época turbulenta, entre violencia y resistencia.

Escuchadme bien, panda de snobs, cuando os hablo del arte de Miriam Cahn (nacida en 1949), esta artista suiza que dinamita nuestras certezas con la potencia de una bomba atómica. En su taller-búnker de los Grisones, lejos de las superficialidades mundanas de la escena artística contemporánea, crea cada día durante exactamente tres horas, como un monje zen que hubiera cambiado su túnica azafrán por un mono de trabajo manchado de pintura. Ni un minuto más, ni un segundo menos. Un ritual inmutable que da lugar a obras tan impactantes como un uppercut de Mike Tyson en su mejor época.

Permitidme primero hablaros de su técnica, tan brutal como eficaz, que redefine los límites del arte contemporáneo. Cahn pinta como respira, con urgencia y necesidad absoluta, con una intensidad que hace temblar las paredes de su taller alpino. Sus lienzos nacen de un cuerpo a cuerpo con la materia, sin boceto previo, sin posibilidad de arrepentimiento, en una batalla feroz contra el tiempo y las convenciones. Un enfoque que no es sin recordar la filosofía del instante presente de Martin Heidegger, ese concepto del “Dasein” donde el ser se revela en la acción pura, libre de los ropajes de la reflexión. Pero cuidado, no os equivoquéis: tras esta aparente espontaneidad se esconde un dominio absoluto del medio, como un judoka que hubiera pasado años perfeccionando una sola técnica para hacerla mortal.

Sus figuras humanas, esos fantasmas fluorescentes que nos miran con sus ojos vacíos como pozos sin fondo, emergen del lienzo como espectros radiactivos, bañados en colores tan intensos que parecen latir con vida propia. Estos cuerpos, a menudo desnudos, a veces fragmentados como víctimas de una explosión, cuentan la violencia del mundo con una fuerza que incluso Francis Bacon, maestro en la materia, habría podido envidiar. Cada pincelada es precisa como un bisturí, cada trazo tan afilado como una hoja de afeitar. Estas figuras no son simples representaciones, sino presencias que habitan el espacio con la autoridad de esculturas antiguas, llevando al mismo tiempo las cicatrices de nuestra brutal modernidad.

La técnica de Cahn es única en cuanto combina una rapidez de ejecución casi violenta con una precisión quirúrgica en la elección de colores y formas. Ella trabaja con urgencia, sin duda, pero cada gesto está tan calculado como una partida de ajedrez donde cada movimiento puede ser fatal. Sus grandes formatos, a menudo realizados en el suelo como las pinturas de acción de Pollock, no son fruto del azar sino el resultado de una coreografía meticulosamente orquestada donde todo el cuerpo participa en el acto creativo.

La violencia, tema central de su obra, nunca es gratuita ni espectacular. Es el espejo de nuestra época, el reflejo cruel de nuestras barbaries cotidianas, desde las guerras que desgarran el mundo hasta las violencias más íntimas que se juegan en el espacio doméstico. Desde los conflictos en la ex-Yugoslavia hasta la tragedia ucraniana, Cahn captura la esencia misma del horror con una economía de medios que impone respeto. Una simple línea de carboncillo puede sugerir un tanque de guerra, una mancha de color hacer surgir un cuerpo torturado. Este enfoque nos remite al pensamiento de Walter Benjamin sobre la reproducción mecánica del arte en la era moderna, donde la imagen de la guerra se vuelve tan banal que pierde su poder de indignación. Cahn, ella, nos obliga a mirar, a no apartar la vista de este espectáculo de destrucción.

En sus series dedicadas a los conflictos contemporáneos, desarrolla un lenguaje visual que trasciende el simple reportaje para alcanzar una dimensión universal. Sus figuras de refugiados, por ejemplo, no son simples ilustraciones de la actualidad sino arquetipos que nos hablan del exilio, del miedo, de la supervivencia. Los cuerpos que pinta llevan en sí toda la historia del sufrimiento humano, desde las migraciones forzadas de la Antigüedad hasta los dramas contemporáneos del Mediterráneo.

La dimensión feminista de su trabajo es particularmente interesante, pues trasciende el simple activismo para alcanzar una verdad más profunda sobre la condición humana. Sus cuerpos de mujeres no son víctimas pasivas sino fuerzas telúricas, amazonas modernas que reivindican su sexualidad con una franqueza que puede chocar a las almas sensibles. Los órganos genitales, representados sin disimulo ni pudor, se convierten en símbolos de resistencia, armas de combate en una guerra de sexos que no termina. Este enfoque radical de la representación del cuerpo femenino se inscribe en una tradición que va de Louise Bourgeois a Marlene Dumas, creando a la vez su propio vocabulario visual.

Esta crudeza asumida nos remite al pensamiento de Simone de Beauvoir sobre el cuerpo femenino como campo de batalla. Pero donde Beauvoir teoriza, Cahn encarna. Sus mujeres no son conceptos filosóficos sino presencias carnales que estallan las convenciones de la representación. Orinan, sangran, dan a luz, follan con una libertad que hace estallar siglos de pudibondería artística. Cada lienzo es un manifiesto, una declaración de guerra contra las normas establecidas de la representación femenina en el arte.

El formato mismo de sus obras participa en esta estrategia de confrontación. Al colgarlas sistemáticamente a la altura de los ojos, Cahn obliga al espectador a un cara a cara sin escapatoria posible. Imposible tomar la cómoda distancia de la mirada estética tradicional. Somos atrapados, absorbidos en esas miradas que nos fijan como tantos espejos perturbadores de nuestra propia humanidad. Esta puesta en escena recuerda las teorías de Jacques Lacan sobre la etapa del espejo, donde el reconocimiento de uno mismo pasa necesariamente por la confrontación con el otro.

Su paleta cromática, de una audacia que a veces roza lo insoportable, juega con contrastes violentos que evocan las experimentaciones de Vassily Kandinsky sobre la espiritualidad en el arte. Pero mientras Kandinsky buscaba la armonía cósmica, Cahn cultiva la disonancia. Sus azules eléctricos conviven con rosas carne en composiciones que parecen desafiar toda lógica cromática convencional. Los amarillos ácidos dialogan con negros profundos en una danza macabra que nos habla de vida y muerte, de creación y destrucción. Es precisamente en esta tensión donde reside la fuerza de su trabajo.

Los paisajes, cuando aparecen en su obra, nunca son simples decorados sino actores por derecho propio en el drama que se juega sobre el lienzo. Ya se trate de sus vistas de los Alpes suizos o de sus territorios imaginarios, llevan en sí la memoria de las tragedias humanas. Un árbol solitario se convierte en un testigo silencioso, una montaña se transforma en un monumento funerario. La naturaleza, en Cahn, no ofrece ningún refugio bucólico. Es cómplice y víctima de nuestras locuras, como tan bien entendió Friedrich Nietzsche en su concepción de lo sublime terrible. Estos paisajes nos recuerdan que la violencia humana no se limita a las relaciones interpersonales sino que se extiende a nuestra relación con el medio ambiente.

Esta dimensión trágica se dobla con una reflexión profunda sobre la memoria y la historia. Nacida en una familia judía que huyó de las persecuciones nazis, Cahn lleva en sí el peso de una historia colectiva que impregna cada una de sus obras. Pero no se limita a dar testimonio. Transforma esa carga en una fuerza creadora que trasciende el simple deber de memoria para alcanzar una dimensión universal. Cada óleo se convierte así en un lugar de memoria, en el sentido en que lo entendía Pierre Nora, un espacio donde la historia personal y colectiva se cristaliza y se transforma.

Su trabajo sobre los migrantes contemporáneos ilustra perfectamente esta capacidad de transformar la experiencia histórica en visión artística. Sus figuras en fuga, reducidas a siluetas fantasmales, llevan en sí toda la desesperación del mundo sin caer jamás en el miserabilismo. Nos recuerdan las reflexiones de Hannah Arendt sobre el apátrida como figura emblemática de nuestra modernidad. Estas obras no son simples ilustraciones de la actualidad sino meditaciones profundas sobre la condición humana en la era de los grandes desplazamientos de población.

La performance, aspecto mayor de su práctica, se manifiesta no solo en el acto de creación sino también en la puesta en espacio de sus exposiciones. Cada montaje se convierte en un evento único, una coreografía minuciosamente orquestada donde cada obra dialoga con las otras en una partitura visual de rara intensidad. Aquí es donde el pensamiento de Maurice Merleau-Ponty sobre la fenomenología de la percepción cobra todo su sentido: el espacio ya no es un simple contenedor sino que se vuelve parte integrante de la obra. El espectador está invitado a participar activamente en esta experiencia, su cuerpo convirtiéndose en un elemento de la composición global.

En sus dibujos al carboncillo, realizados directamente en el suelo en una especie de trance creador, encontramos esa misma urgencia física. Todo el cuerpo participa en el acto de creación, transformando la superficie del papel en un campo de batalla donde se juega algo más grande que el arte. Estas obras nos recuerdan las experimentaciones de Antonin Artaud sobre el teatro de la crueldad, donde el cuerpo se convierte en el vehículo de una verdad que supera el lenguaje. La huella del gesto, la marca del cuerpo de la artista permanecen visibles como las cicatrices de una batalla contra la misma materia.

Los textos que a menudo acompañan sus obras no son simples comentarios, sino que forman parte integral de su enfoque artístico. Escritos en un lenguaje tan directo como su pintura, reflejan un pensamiento que rechaza los compromisos y las facilidades. Cada palabra está medida, cada frase es un golpe contra la decencia artística tradicional. Estos textos funcionan como partituras que guían nuestra lectura de las obras mientras preservan su misterio fundamental.

Cada sesión de trabajo de Miriam Cahn es una nueva batalla, un nuevo desafío lanzado a las convenciones artísticas. Esta regularidad en la intensidad, esta disciplina en la revuelta, convierte su obra en un testimonio único de nuestra época. El arte de Miriam Cahn es una bofetada saludable en el rostro demasiado liso del arte contemporáneo. En un mundo donde la estética a menudo se reduce a una mercancía “Instagrammeable”, nos recuerda que el arte aún puede ser peligroso, que aún puede hacernos daño, hacernos pensar, hacernos crecer. Ella es la prueba viviente de que la pintura, este arte presuntamente moribundo, aún puede rugir con la fuerza de un león herido. Su obra quedará como un testimonio esencial de nuestra época, un grito de rabia y esperanza en la noche de nuestro tiempo.

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Referencia(s)

Miriam CAHN (1949)
Nombre: Miriam
Apellido: CAHN
Género: Femenino
Nacionalidad(es):

  • Suiza

Edad: 76 años (2025)

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