Escuchadme bien, panda de snobs, Radcliffe Bailey (1968-2023) no era un simple artista. No, era un maldito hechicero del tiempo, un alquimista que transformaba la memoria en oro. Y no el oro brillante de los especuladores del arte contemporáneo, sino el oro bruto y visceral de nuestra historia colectiva.
Mientras algunos se extasiaban ante lienzos blancos pretendiendo ver en ellos la quintaesencia del arte contemporáneo, Bailey construía máquinas para viajar en el tiempo con teclas de piano y fotos amarillentas. Su primera gran temática artística es esa magnífica obsesión por la ancestralidad y la memoria colectiva. No hacía conceptualismos delicados para hipsters en busca de sentido; sumergía sus manos en la arcilla roja de Georgia, mezclaba ADN con historia y nos lanzaba a la cara nuestra incapacidad para mirar al pasado de frente.
Tomad “Windward Coast” (2009-2011), esa instalación monumental hecha de 35 000 teclas de piano gastadas que forman un mar embravecido. En el centro, una cabeza de hombre negro flota como un náufrago de la Historia. Es como si Théodore Géricault se encontrara con Sun Ra, con una dosis de Walter Benjamin y su teoría de que la historia nunca es un progreso lineal sino una catástrofe única. Bailey nos dice: “Mirad bien este mar de teclas de piano, panda de idiotas, es la sangre de millones de almas que cruzaron el Atlántico en condiciones inhumanas, pero también es la música que nació de ello, el jazz que cambió el mundo.”
La segunda temática que atraviesa su obra como un hilo rojo de sangre es esa forma genial de transformar los sistemas de navegación, ya sean terrestres o celestes, en metáforas existenciales. Las vías de tren en sus obras no son simplemente vías. Son escaleras de ADN, pasajes hacia otras dimensiones, puentes entre el pasado y el presente. Como Aby Warburg, que veía en las imágenes unos “dinamogramas” atravesando el tiempo, Bailey transforma estos símbolos de desplazamiento en auténticas máquinas del tiempo.
En “Transbluency” (2021), una de sus últimas obras, la línea dentada de acero oxidado que evoca el sur de Estados Unidos se convierte en una partitura cósmica. Es Jacques Derrida encontrándose con John Coltrane en un bar de jazz del más allá. La “différance” derridiana se materializa en estas capas de materiales, arpillera, flocado, acero, que se superponen como tantas capas de sentido y tiempo.
Bailey no estaba en la representación, estaba en la invocación. Sus obras son rituales materializados, minkisi congoleses reinventados para nuestra época. Cuando usaba fotos familiares del siglo XIX en sus “medicine cabinets”, no era para hacer bonito o para surfear la ola del arte identitario. No, creaba altares contemporáneos donde la memoria se convierte literalmente en un remedio contra la amnesia colectiva.
Lo que me hace sonreír es ver a ciertos críticos hablar de su trabajo como un simple comentario sobre la historia afroamericana. Estos mismos pueden pasar horas diseccionando un lienzo monocromo, pero son incapaces de ver la complejidad filosófica en la obra de un artista negro del Sur. Bailey manejaba a Édouard Glissant y su poética de la Relación mientras otros se llenaban de referencias fáciles al expresionismo abstracto.
En “Nommo” (2019), creó una instalación que hace dialogar a los ancestros dogones con Sun Ra. Una nave espacial hecha de madera recuperada en un astillero de Estambul, coronada con bustos de yeso moldeados a partir de una máscara mortuoria congoleña. La banda sonora mezcla a June Tyson cantando “If you find earth boring” con sonidos de océano y trenes. Es ciencia ficción ancestral, un afro-futurismo que no reniega de sus raíces, sino que las proyecta en el cosmos.
Bailey entendió que la historia no es una línea recta sino una espiral, como esas constelaciones que creó con arena negra y purpurina en “Door of No Return” (2019). Sabía que la “puerta del no retorno” en la isla de Gorée no era el fin de la historia sino el comienzo de otra. Como Walter Benjamin que veía en cada documento cultural un documento de barbarie, Bailey transformaba los artefactos de la opresión en talismanes de liberación.
Su estudio en Atlanta, construido sobre un antiguo campo de batalla de la guerra civil, era un laboratorio donde experimentaba esa alquimia del tiempo. Mezclaba la arcilla roja de Georgia con agua de diferentes océanos, creando literalmente una geografía alternativa donde lo local y lo global se funden. Era su forma de responder a Glissant y su concepto de “mondialidad”, no la globalización homogeneizadora sino una puesta en relación de las singularidades.
Sus últimas obras, como “King Snake” (2021), mostraban una evolución hacia una forma de abstracción más radical, pero siempre anclada en esa espiritualidad material que lo caracterizaba. La serpiente de metal, hecha de carriles soldados, no es solo una referencia a Damballa, la deidad vudú, sino también un homenaje al bluesman Lightnin’ Hopkins y al artista autodidacta de arte bruto Bill Traylor. Es esa capacidad de crear constelaciones de sentido la que hacía de Bailey un artista mayor.
Lo que no me gusta es ver a ciertos galeristas presentar su trabajo como una simple exploración de identidad. No han entendido nada. Bailey no exploraba la identidad, creaba máquinas para deconstruir el tiempo lineal occidental. Como Frantz Fanon que hablaba de “zonas de inestabilidad oculta”, Bailey creaba espacios donde pasado, presente y futuro se telescopan.
En “EW, SN” (2011), una obra monumental que forma parte de la colección del High Museum of Art, la Gran Migración de los afroamericanos se convierte en un mapa cósmico. Los puntos cardinales ya no son simples indicaciones geográficas, sino vectores de memoria colectiva. Es W.E.B. Du Bois encontrándose con Kandinsky, una cartografía espiritual que trasciende los límites de la representación tradicional.
Su instalación pública en Atlanta, un anfiteatro de hormigón vertido que terminó justo antes de su muerte, es quizás su testamento artístico. Un espacio de performance que también es un lugar de memoria, construido sobre un antiguo sitio de la guerra civil. Es Gordon Matta-Clark encontrándose con los “ring shouts” de los Gullah Geechee, una arquitectura que convierte la historia en un presente vivo.
Bailey nos dejó demasiado pronto, a los 54 años, pero su obra sigue resonando como un tambor cósmico. Nos mostró que el arte puede estar profundamente enraizado en una experiencia particular y ser universalmente trascendente. Mientras algunos siguen confundiendo provocación fácil con profundidad, su obra nos recuerda que la verdadera radicalidad artística está en esa capacidad de transformar la memoria en medicina, la historia en magia, el tiempo en un espacio de posibilidades infinitas.
Como él mismo decía: “No veo el arte como una carrera, sino como una vocación”. ¡Y qué vocación! Creó un nuevo lenguaje visual que habla simultáneamente de lo más íntimo y de lo más universal. Un lenguaje que transforma los traumas históricos no en espectáculo, sino en rituales de sanación colectiva. Su obra permanece como un faro en la noche, recordándonos que el arte aún puede ser una forma de magia transformadora.
















