Escuchadme bien, panda de snobs, Ronald Ventura no es un artista que pueda encasillarse en una pequeña caja bien limpia con una etiqueta. No. Es como esa nación que lo vio nacer en 1973, una amalgama explosiva e incoherente de capas superpuestas, influencias dispares y contradicciones deslumbrantes. Pero es precisamente ahí donde reside su brillo insoportable.
Cuando veo una obra de Ventura, me siento como un arqueólogo amateur cavando en un sitio donde se han superpuesto varias civilizaciones. Cada pincelada revela una nueva capa de historia cultural. Hiperrealismo, grafiti, dibujos animados japoneses, iconografía católica, elementos pop, todo eso convive en el mismo lienzo como vecinos ruidosos en un edificio con paredes demasiado delgadas. Y sin embargo, milagrosamente, funciona.
Tome “Grayground” (2011), esta obra que se vendió por la módica suma de 1,1 millones de dólares en Sotheby’s Hong Kong. A primera vista, podría parecer un simple juego infantil, un caballo estilizado montado por una figura enmascarada. Pero mire más de cerca. Los tatuajes anatómicos en el cuerpo del caballo revelan sus músculos y órganos, como una lámina de anatomía veterinaria que Damien Hirst habría olvidado en su garaje. El animal se convierte así en una metáfora de Filipinas misma, un país cuyas entrañas están expuestas, disecadas, y sin embargo siempre en movimiento bajo el peso de sus sucesivos jinetes coloniales.
Este juego constante entre el interior y el exterior, entre la apariencia y la esencia, no es ajeno a las teorías de Roland Barthes sobre la semiología y su concepto del “mito” como sistema de comunicación [1]. Para Barthes, las imágenes nunca son inocentes; están cargadas de significados culturales que operan en diferentes niveles. Las obras de Ventura funcionan exactamente así, son sistemas complejos de signos donde cada elemento visual remite a una red de significados históricos, políticos y culturales.
En sus pinturas como “Party Animals” (2017), Ventura explora esta noción de mitología contemporánea a través de una jungla alucinante donde mascotas, bestias salvajes y criaturas demoníacas forman una inquietante menagerie. El niño pequeño en el centro, que podría ser un autorretrato del artista de niño, parece a la vez maravillado y aterrorizado por este carnaval bestial. ¿No es esta una perfecta ilustración de lo que Barthes llamaba la “naturalización de lo cultural” [2], esa capacidad del mito para transformar la historia en naturaleza, para presentar como evidente y natural lo que en realidad es construido y cultural?
Las capas superpuestas en la obra de Ventura, hiperrealismo, grafiti, referencias a la cultura pop, pueden leerse como niveles de significado que se entrelazan y contaminan mutuamente. Según Barthes, “el mito no oculta nada: su función es deformar, no hacer desaparecer” [3]. De igual modo, Ventura no busca ocultar la complejidad cultural de Filipinas, sino deformarla, exagerarla hasta que se vuelva visible en toda su absurdidad.
¡Y qué historia! Colonizadas sucesivamente por España, Estados Unidos y brevemente por Japón, las Filipinas poseen una identidad cultural estratificada como un millefeuille que la pastelera habría confeccionado bajo LSD. Ventura no intenta resolver esta esquizofrenia identitaria, la abraza con una alegría casi perversa. En su serie “Zoomanities” (2008), los cuerpos humanos lucen cabezas de animales como si el Minotauro hubiera decidido fundar una franquicia mundial.
Estos híbridos nos remiten inevitablemente al universo cinematográfico de David Cronenberg y a su concepto de “Nueva Carne” [4]. El cineasta canadiense, a través de películas como “Videodrome” o “La Mosca”, ha explorado la idea de una transformación radical del cuerpo humano bajo la influencia de la tecnología y los medios. En Cronenberg, como en Ventura, el cuerpo nunca es una entidad estable sino un territorio en disputa, un campo de batalla donde se enfrentan diversas fuerzas culturales, tecnológicas y biológicas.
La obra “E.R. (Endless Resurrection)” (2014) de Ventura ilustra perfectamente esta afinidad con el universo cronenbergiano. En esta instalación de video, el artista documenta los rituales de autoflagelación practicados durante la Semana Santa en Filipinas, donde los penitentes llegan incluso a crucificarse para expiar sus pecados. Estos cuerpos sufrientes, transformados voluntariamente en espectáculos de dolor, revelan la influencia profunda del catolicismo importado por los colonizadores españoles. Pero Ventura no se limita a filmar estos rituales, los pone en diálogo con una reproducción de “La Flagelación de Cristo” de Caravaggio, creando así un puente temporal vertiginoso entre el barroco europeo y las prácticas religiosas contemporáneas filipinas.
Esta yuxtaposición caracteriza el enfoque de Ventura: no jerarquiza las influencias culturales sino que las hace coexistir en un mismo espacio, creando lo que Cronenberg llamaría una “zona de transgresión” donde las fronteras entre lo sagrado y lo profano, lo tradicional y lo contemporáneo, lo local y lo global se vuelven porosas. “Me interesa lo que se crea liberando mi mente del sentido originario de la imagen y fusionándola con otros elementos para que interactúen entre sí”, explica Ventura, “es eso lo que traiciona el sentido primario de la imagen y crea uno nuevo” [5].
Esta traición deliberada al sentido original responde a la visión cronenbergiana de la transformación corporal como forma de evolución, o más bien de involución. En “Cross Turismo” (2014), Ventura representa a un hombre postrado y atado a una cruz, rodeado de imágenes de carnaval, grafitis y personajes de cómics. La iconografía religiosa tradicional es así pervertida, desviada de su contexto original para crear un nuevo tipo de cuerpo sagrado, un híbrido posmoderno que da testimonio de una espiritualidad en mutación.
Hay algo visceralmente perturbador en este enfoque, como si Ventura nos invitara a asistir a una autopsia cultural en directo. Pero es precisamente esta capacidad para incomodarnos lo que constituye su fuerza. En un mundo artístico saturado de obras suaves e inofensivas, Ventura todavía se atreve a ofrecernos imágenes que rascan bajo la superficie pulida de la conciencia, revelando las entrañas sangrientas del inconsciente colectivo filipino.
No es casualidad que los animales ocupen un lugar tan importante en su bestiario personal. Desde el bulldog tatuado hasta el caballo desollado, pasando por las criaturas híbridas de “Hunter” (2015), estas figuras animales sirven de vehículos para explorar la bestialidad latente que duerme en cada uno de nosotros. Como las criaturas mutantes de Cronenberg, son a la vez fascinantes y repulsivas, encarnando nuestros miedos más primitivos mientras abren la vía a nuevas posibilidades de existencia.
En “La Nueva Carne: Sexualidad y horror en la cultura contemporánea”, el académico Xavier Mendik analiza cómo, en Cronenberg, “el cuerpo se convierte en un sitio de contestación, un texto en el que se inscriben diversas ansiedades culturales” [6]. Esta observación podría aplicarse igualmente a la obra de Ventura, donde el cuerpo humano, a menudo deformado, transformado o hibridado, se convierte en el receptáculo de todas las tensiones que cruzan la sociedad filipina contemporánea.
El arte de Ventura, como el cine de Cronenberg, nos confronta con nuestra propia materialidad, con la fragilidad de nuestras fronteras corporales e identitarias. Nos recuerda que somos seres encarnados, atrapados en una red compleja de influencias culturales que moldean no solo nuestra percepción del mundo sino también nuestra propia carne. Esta conciencia aguda de nuestra encarnación resuena con los análisis de Julia Kristeva sobre lo abyecto y las fronteras del cuerpo. “No es la ausencia de limpieza o salud lo que hace abyecto”, escribe ella, “sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Lo que no respeta los límites, los lugares, las reglas” [7].
Las obras de Ventura cultivan precisamente esta perturbación de las identidades y los sistemas. Sus personajes híbridos, mitad humanos mitad animales, difuminan las fronteras entre las especies. Sus composiciones, donde coexisten hiperrealismo y caricatura, arte clásico y graffiti, abolieron las jerarquías estéticas tradicionales. Su práctica misma, que mezcla pintura, escultura, instalación y vídeo, se niega a ser encasillada en una única categoría.
Tomemos “Recyclables” (2012), esta serie producida durante su residencia en el Singapore Tyler Print Institute. Ventura desvía paneles de señalización triangulares naranjas, universalmente reconocidos como advertencias de peligro. En uno, superpone un personaje de dibujos animados con cabeza de esqueleto sobre un montón de basura proliferante; en otro, unos ojos asustados miran a través de una máscara antigás. Estas imágenes evocan un apocalipsis ambiental inminente, mientras juegan con los códigos visuales de la cultura popular y la señalización urbana.
Esta capacidad para apropiarse y desviar signos preexistentes recuerda el enfoque de Barthes en “Mitologías”, donde analiza cómo las imágenes cotidianas, anuncios, fotografías periodísticas, objetos de consumo, transmiten ideologías sociales y políticas [8]. De igual forma, Ventura toma los iconos visuales que saturan nuestro entorno, desde personajes de Disney hasta símbolos religiosos, para subvertirlos y revelar sus significados latentes.
Su obra “Paraíso” (2020), realizada durante la pandemia, ilustra perfectamente este enfoque. En este lienzo monumental de 366 x 244 cm, una cascada en blanco y negro sirve de fondo a una extraña reunión de personajes que van desde animales antropomorfos hasta una versión torturada de Mickey Mouse. La palabra “PARADISE” atraviesa la obra con letras de carnaval, pero los colores ambiguos no afirman sin ambigüedades la alegría y la felicidad. Como explica el propio artista, esta obra refleja “la manera en que la gente es, llena del deseo de llevar la fiesta a todas partes pero también siempre agobiada por historias y capítulos de vida que no siempre son positivos” [9].
Esta tensión entre celebración y desesperación, entre fascinación y repulsión, está en el corazón de la estética de Ventura. Hace eco a lo que Cronenberg llamaba “el éxtasis de la carne”, esa extraña jubilación que acompaña a la transformación corporal incluso cuando es dolorosa o aterradora. En “La Mosca”, el personaje Seth Brundle, mientras se metamorfosea en un insecto gigante, exclama: “Soy un insecto que soñaba que era un hombre y que le encantaba. Pero ahora el sueño ha terminado, y el insecto está despierto” [10]. Esta toma de conciencia trágica de nuestra animalidad fundamental también atraviesa la obra de Ventura.
En sus esculturas de la serie “Bulul” (2014), inspiradas en las figuras rituales de las deidades del arroz de la región de Ifugao en Filipinas, Ventura explora esta frontera porosa entre humanidad y animalidad. Él transforma estas esculturas tradicionales en híbridos contemporáneos, anatómicos, tatuados, cubistas, ángeles contra demonios, creando lo que él mismo llama un “jazz up your Bulul”. Esta reinterpretación de figuras sagradas tradicionales a través del prisma de la cultura contemporánea recuerda la manera en que Cronenberg, en “Crash”, transforma el accidente automovilístico, trauma por excelencia de la modernidad, en una nueva forma de ritual erótico.
Pero donde Cronenberg lleva sus exploraciones a sus conclusiones más extremas y perturbadoras, Ventura mantiene siempre un equilibrio precario entre provocación y accesibilidad. Sus obras, a pesar de su contenido a menudo perturbador, conservan una virtuosidad técnica y una belleza formal que las hace seductoras incluso para un público no iniciado. Quizá sea esto lo que explique su éxito comercial extraordinario en el mercado del arte contemporáneo asiático.
Esta tensión entre radicalidad conceptual y seducción estética hace de Ventura un artista particularmente emblemático de nuestra época, una época en que la transgresión es inmediatamente absorbida y comercializada por el sistema que pretende criticar. Sus obras nos enfrentan a una paradoja: ¿cómo mantener una posición crítica respecto a la globalización cultural mientras se participa plenamente en los circuitos internacionales del arte contemporáneo?
La cuestión queda abierta, pero lo que es seguro es que Ventura sigue produciendo obras que desafían toda categorización fácil. A través de su exploración constante de los límites de la identidad cultural y corporal, nos ofrece una visión caleidoscópica de las Filipinas contemporáneas, un país en perpetua mutación, desgarrado entre tradiciones ancestrales e influencias globales, entre pasado colonial y aspiraciones futuras.
En este sentido, su arte constituye una perfecta ilustración de lo que Barthes llamaba la “significación”, ese proceso por el que los significados proliferan y escapan a todo intento de fijarlos definitivamente [11]. Las obras de Ventura son textos abiertos, testimonios visuales donde se superponen y chocan diferentes capas de significado, diferentes estratos culturales e históricos.
Entonces, la próxima vez que te enfrentes a una pintura de Ronald Ventura, no te limites a admirarla por su virtuosismo técnico o por su precio en el mercado del arte. Déjate atrapar por sus múltiples capas, piérdete en sus contradicciones y sus ambigüedades. Porque es precisamente en ese espacio inestable entre categorías, en esas zonas de transgresión donde las fronteras se difuminan, donde reside el verdadero poder de su obra.
- Barthes, Roland. “Mitologías”, Éditions du Seuil, 1957.
- Íbid.
- Íbid.
- Cronenberg, David. Entrevista en “Cronenberg on Cronenberg”, Faber & Faber, 1992.
- Ventura, Ronald. Citado en “Ronald Ventura. An Introspective” por Angelo Andriuolo para Juliet Art Magazine, 9 de abril de 2022.
- Mendik, Xavier. “La Nueva Carne: Sexualidad y Terror en la Cultura Contemporánea”, Manchester University Press, 1998.
- Kristeva, Julia. “Poderes del horror. Ensayo sobre la abyección”, Éditions du Seuil, 1980.
- Barthes, Roland. “Mitologías”, Éditions du Seuil, 1957.
- Ventura, Ronald. Citado en “Ronald Ventura. An Introspective” por Angelo Andriuolo para Juliet Art Magazine, 9 de abril de 2022.
- Cronenberg, David. “La Mosca”, 20th Century Fox, 1986.
- Barthes, Roland. “El Placer del texto”, Éditions du Seuil, 1973.
















