Escuchadme bien, panda de snobs, lo que hay que entender sobre Salvatore Mangione, llamado Salvo (1947-2015), es que fue uno de los artistas más subversivos de su generación. Mientras vosotros os extasiabais ante monocromos e instalaciones conceptuales minimalistas en 1973, él, ese genio siciliano exiliado en Turín, tuvo la audacia suprema de volver a la pintura figurativa. Sí, habéis oído bien, ¡la pintura! Esa cosa que considerabais muerta y enterrada, esa práctica que juzgabais obsoleta, él la resucitó con una insolencia magistral que os dejó a todos boquiabiertos.
La historia comienza en el Turín de los años 1960, esa ciudad industrial del norte de Italia donde el joven Salvo llega desde su Sicilia natal. En aquella época, ganaba la vida vendiendo copias de Rembrandt y Van Gogh, aprendiendo su oficio en la humildad del copiista. Pero no os equivoquéis, no era por falta de originalidad. Era una estrategia consciente, una forma de apropiarse de la historia del arte para subvertirla mejor después. Como escribía Walter Benjamin en sus tesis sobre la historia, el pasado no es un tiempo acabado sino una fuerza activa que puede hacer estallar el continuo de la historia.
En un primer momento, Salvo se presenta como el artista del desplazamiento radical. Entre 1968 y 1972, en plena efervescencia del Arte Povera, comparte su taller con Alighiero Boetti y frecuenta a todos los revolucionarios con que cuenta la vanguardia italiana: Michelangelo Pistoletto, Mario Merz, Giuseppe Penone. Pero mientras sus contemporáneos buscan deconstruir el objeto de arte, Salvo se ataca a la figura misma del artista. Sus autorretratos fotográficos donde se representa como Rafael o como un santo bendiciendo a la multitud no son meras provocaciones narcisistas. Son actos de guerrilla semiótica, para tomar prestados los términos de Umberto Eco, desviaciones que revelan el absurdo de las poses heroicas del artista moderno.
Las placas de mármol donde graba “Io sono il migliore” (Yo soy el mejor) o “Salvo è vivo” (Salvo está vivo) funcionan como enunciados performativos que cuestionan el estatus mismo del artista en la sociedad. No es casualidad que estas obras aparezcan justo en el momento en que Roland Barthes proclama la muerte del autor. Salvo lleva la lógica hasta su punto de ruptura: si el autor está muerto, entonces el artista puede ser cualquiera, incluso un santo, incluso un héroe, incluso un revolucionario cubano.
Pero es en su segunda etapa, a partir de 1973, cuando Salvo se vuelve verdaderamente revolucionario. Su decisión de regresar a la pintura figurativa es un acto de resistencia cultural de una audacia inaudita. En una época en la que el arte conceptual reina supremo, donde la pintura se considera una práctica burguesa obsoleta, Salvo afirma la posibilidad de una pintura crítica, de una figuración que no sea una simple regresión nostálgica sino una reinvención radical de nuestra relación con lo visible.
Sus paisajes con colores eléctricos, sus vistas urbanas bañadas en una luz irreal, sus composiciones que parecen surgir de un sueño alucinado son tantas bofetadas al buen gusto dominante. Jacques Rancière probablemente vería en este enfoque una verdadera redistribución de lo sensible, una forma de reinventar nuestra relación con lo visible creando imágenes que son a la vez familiares y profundamente extrañas.
Tomemos sus paisajes nocturnos de los años 1980-1990. No son simples vistas pintorescas, sino exploraciones profundas de la temporalidad y la percepción. Las tonalidades irreales que utiliza, azules eléctricos, rosas fosforescentes, amarillos ácidos, crean una tensión visual que fracasa ante nuestra percepción habitual de lo real. Maurice Merleau-Ponty escribió que la pintura no es una ventana al mundo sino una manera de mostrar cómo las cosas se hacen cosas y el mundo se vuelve mundo. Salvo lleva esta lógica a sus límites más extremos.
En sus vistas del valle del Po, sus panoramas de las colinas del Monferrato, sus paisajes sicilianos, la naturaleza es transfigurada por una luz que no existe en la naturaleza. Los árboles parecen congelados en una inmovilidad mineral, las arquitecturas adquieren una presencia fantasmal. Esto es lo que Martin Heidegger llamaría el desvelamiento del ser, esa capacidad del arte de hacer aparecer la verdad no como adecuación a lo real sino como el surgimiento de un mundo nuevo.
Salvo crea imágenes que están a la vez ancladas en la tradición y radicalmente contemporáneas. Sus paisajes urbanos, con sus perspectivas falsamente ingenuas y sus colores imposibles, nos hablan de una modernidad que todos conocemos pero que nunca vemos realmente. Walter Benjamin habría reconocido en estas imágenes dialecticas detenidas, momentos en que el tiempo se cristaliza en una configuración cargada de tensiones. Las calles desiertas, las plazas vacías, las arquitecturas solitarias se convierten en los emblemas de una condición contemporánea donde lo sublime ha migrado hacia los márgenes de lo cotidiano.
Sus viajes constantes, en Afganistán con Boetti, luego a Grecia, Turquía, Siria, Omán, el Tíbet, Islandia, nutren una visión del paisaje que trasciende lo local para alcanzar lo universal. Cada lugar se convierte bajo su pincel en un teatro metafísico donde se juega el drama de la percepción. Los minaretes de Estambul, las tumbas musulmanas de Sarajevo, las montañas islandesas son transformadas por una luz que parece venir de otro mundo. Esta luz, Salvo la trabaja exclusivamente con electricidad, rechazando la luz natural para crear mejor sus efectos alucinantes.
En 1986, publica “Della Pittura”, un tratado en 238 puntos inspirado en el “Tractatus Logico-Philosophicus” de Wittgenstein. No es un manifiesto tradicional sino un intento de pensar la pintura como un lenguaje autónomo, capaz de crear sus propias reglas y su propia lógica. Como escribió Theodor Adorno, el arte más radical es aquel que mantiene su capacidad de crear significado mientras resiste la recuperación por parte del sistema dominante.
Las ottomanie, esos paisajes donde aparecen minaretes reducidos a su expresión geométrica más simple, marcan una nueva etapa en su investigación. Este neologismo que inventa muestra su capacidad para crear no solo imágenes sino también conceptos. Estas arquitecturas simplificadas hasta el extremo, bañadas en una luz irreal, se convierten en signos puros, jeroglíficos de un alfabeto visual personal.
En los años 1990 y 2000, Salvo intensifica aún más su búsqueda cromática. Sus vistas de llanuras, nueva temática que aparece en su obra, son la ocasión para explorar los límites de la percepción. La planitud del paisaje se convierte en una pantalla donde proyectar variaciones cromáticas de una intensidad alucinatoria. Estas obras hacen eco a las investigaciones de Josef Albers sobre la interacción de los colores, pero trasladándolas al ámbito de la figuración.
Los últimos años de su vida están marcados por un regreso a ciertos temas abandonados durante más de treinta años: una gran Italia, una Sicilia, un bar. Pero este regreso no es una repetición: cada motivo es reinventado, transformado por tres décadas de exploración pictórica. Como escribió Gilles Deleuze, la repetición nunca es retorno a lo mismo sino producción de la diferencia.
La práctica de Salvo nos muestra que la tradición puede ser el vehículo de la mayor novedad. Al elegir pintar en una época en que esto parecía anacrónico, no dio prueba de conservadurismo sino de radicalidad. Mostró que la pintura aún podía ser una herramienta de pensamiento crítico, una forma de cuestionar nuestra relación con el mundo visible. Rancière hablaría aquí de un “parto del sentido”, esa forma en que el arte redefine lo que es visible, decible y pensable en una sociedad dada.
Si aún no entiendes por qué Salvo es uno de los artistas más importantes de su generación, es porque aún estás prisionero de tus prejuicios modernistas. Tuvo el coraje de volver a la pintura cuando todos la daban por muerta, y lo hizo no por conservadurismo sino por pura radicalidad. Nos mostró que la tradición no era un lastre sino una fuerza viva capaz de transformar nuestro presente. Y eso, panda de snobs, es una lección que haríais bien en meditar largo tiempo ante sus cuadros incandescentes.
















