Escuchadme bien, panda de snobs. Sí, vosotros, con vuestras teorías enrevesadas sobre el arte contemporáneo. Vosotros, que solo juráis por las instalaciones de vídeo incomprensibles y las performances donde alguien se revuelca desnudo en pintura recitando palabras de Bob Dylan al revés. Mientras os maravilláis ante estas tonterías conceptuales, Tim Storrier, él, hace algo mucho más radical: pinta. Y no de cualquier manera.
Desgraciadamente, me encuentro lejos de las vastas extensiones australianas, pero la obra de Storrier me persigue como una quemadura persistente. ¿Cómo un hombre que dibuja cuerdas que arden en el desierto ha logrado capturar nuestra época con tanta precisión? ¿Cómo sus paisajes sin figuras humanas se han convertido en los retratos más fieles de nuestra condición?
Storrier nació en 1949 en Sídney y creció en las regiones rurales de Nueva Gales del Sur. Imagina a un niño en la inmensidad australiana, sin televisión, absorbiendo a Beethoven y Mozart, contemplando las obras de Renoir y Degas que su madre colgaba en las paredes de su casa. Un crío que, con solo ocho años, ya montaba su viejo caballo Taffy, un animal recalcitrante que intentaba regularmente tirarle al suelo. Esa infancia, lejos del ruido urbano, forjó en él una sensibilidad particular al espacio y al silencio.
Con apenas 19 años, ganó el premio Sulman con “Suzy 350”, convirtiéndose en el ganador más joven de esta prestigiosa distinción. Una precocidad que no habría sido anecdótica si no hubiera anunciado una trayectoria artística de rara coherencia. Porque Storrier nunca cedió ante los cantos de sirena de las modas. Siguió su camino obstinadamente, hasta convertirse en uno de los pintores más singulares del paisaje australiano contemporáneo.
Lo que llama la atención en las obras de Storrier es su calidad técnica irreprochable. En nuestra era del borrador permanente, donde el gesto aproximado se celebra a menudo como una forma de autenticidad, su dominio técnico suena como un anacronismo. Sin embargo, esa perfección no es gratuita. Sirve a un propósito profundo sobre nuestra relación con el espacio, el tiempo, la ausencia.
Tomemos sus famosas “cuerdas ardientes”, esa serie comenzada en 1981 cuando incendió una cuerda recubierta de laca tendida entre dos puntos en el desierto. Esa imagen simple, casi minimalista, se ha convertido en una metáfora poderosa de nuestra condición: todos somos líneas que arden en la inmensidad, trazando momentáneamente nuestra marca sobre un fondo de nada. La finura de la ejecución no es un simple alarde de virtuosismo, sino el medio para hacer tangible una visión metafísica.
La ausencia humana en sus paisajes no es un olvido, sino una presencia en negativo. Como en “The Histrionic Wayfarer (after Bosch)”, que le valió el premio Archibald en 2012, donde se representa sin rostro, un viajero cargado de objetos vagando por un paisaje desértico. “Una carga está representada en The Histrionic Wayfarer, vestido con las herramientas necesarias para mantener la intriga de una exploración metafísica. Provisiones, material de arte, libros, papeles, ropa de cama, brújula y mapas, todo para el viaje a través del paisaje del espíritu del artista”, explica [1].
La fuerza de Storrier es que sabe fusionar lo particular y lo universal. Sus paisajes son indudablemente australianos, esos horizontes sin fin, esos ocres quemados, esos cielos inmensos, pero hablan de una condición existencial que trasciende las fronteras. Como escribe acertadamente Catherine Lumby en su monografía “Tim Storrier : The Art of the Outsider”, es “uno de los artistas australianos más populares y simultáneamente más esquivos” [2].
La soledad que impregna su obra no es melancólica sino ontológica. Nos recuerda nuestro aislamiento fundamental frente a la infinitud del cosmos. Sus cielos estrellados no son bonitas decoraciones sino abismos vertiginosos que nos devuelven a nuestra insignificancia. A menudo se acusa a Storrier de repetirse, de reciclar incansablemente los mismos motivos. Esta crítica pierde lo esencial: la obsesión en él no es falta de imaginación sino una forma de ascetismo. Como esos monjes budistas que trazan incansablemente el mismo mandala, él profundiza en ciertos temas hasta extraer su esencia. Y además, ¡qué absurdo reprochar a un artista su coherencia! Bach pasó su vida explorando las posibilidades del contrapunto, Morandi pintando bodegones minimalistas, y nadie pensaría en acusarlos de monotonía. La constancia de Storrier es la de un investigador que profundiza cada vez más en la misma veta.
Su serie “Impedimenta”, donde representa figuras sin rostro cargando fardos imposibles, resuena con una profundidad particular en nuestra época de acumulación frenética. Estos seres anónimos, cargados de objetos heterogéneos, paletas de pintor, lienzos, papeles, reservas de agua, son las perfectas alegorías de nuestras existencias agobiadas. “Estas figuras son autobiográficas y, por implicación, una suerte de autorretrato”, confiesa en un ensayo de 2018. “Al final, supongo que el diálogo en estas obras tiene que ver con un loco perdido que camina sin fin hacia un espejismo brillante.” [3]
Lo notable en Storrier es su capacidad de mantener una tensión constante entre varios registros. Su obra es a la vez australiana y universal, técnica y emocional, figurativa y alegórica. Esta ambivalencia fundamental le permite escapar de las clasificaciones fáciles y de las recuperaciones ideológicas.
Se puede leer su trabajo a la luz de las teorías de Jean-Luc Nancy sobre la comunidad desocupada. Para el filósofo francés, la comunidad no se funda en una esencia común o un proyecto compartido, sino en la experiencia compartida de nuestra finitud y nuestra separación. Los paisajes desiertos de Storrier, atravesados por líneas de fuego que se consumen lentamente, ilustran perfectamente esta comunidad paradójica que se construye sobre el reconocimiento de nuestra soledad fundamental.
En “La ola (guirnalda)” (1998), una simple corona de flores flota sobre un océano embravecido. La imagen es de una belleza impactante, pero también de una desolación absoluta. Como señala acertadamente John McDonald, crítico del Sydney Morning Herald, “Es como si el nadador, o tal vez un barco entero, ya hubiera desaparecido bajo la superficie. La guirnalda, símbolo de belleza frágil mecida por las olas, es también una corona fúnebre.” [4]
Esta dimensión memento mori atraviesa toda la obra de Storrier. Sus paisajes nos recuerdan constantemente nuestra finitud, no de manera morbosa, sino como una invitación a la humildad y a la lucidez. En un mundo saturado de imágenes y estímulos, donde la muerte se oculta sistemáticamente, esta meditación visual sobre nuestra condición mortal no solo es saludable sino también subversiva.
El carácter inquietante de su obra se oculta paradójicamente bajo la superficie pulida de su pintura. Porque aunque Storrier domina perfectamente la técnica académica, la pone al servicio de una visión profundamente inquietante. Sus paisajes impecablemente representados son escenas de desolación, sus cielos magníficos dominan tierras estériles, sus composiciones armoniosas organizan el caos.
Esta tensión entre la perfección formal y la inquietud existencial hace eco a los análisis de Julia Kristeva sobre la abyección en el arte. Para la psicoanalista, el arte nos permite confrontar lo que nos horroriza y nos fascina simultáneamente. Los paisajes de Storrier, con sus restos calcinados y sus objetos abandonados, nos enfrentan a nuestra propia futura descomposición, pero lo hacen con tal belleza que el horror se vuelve soportable, incluso seductor.
Tomemos su serie “The Poetry of Detritus” (La Poesía de los Detritos), que explora la carga emocional de los objetos abandonados. En un ensayo del mismo nombre, relata cómo, de niño, rebuscaba en los vertederos en busca de tesoros olvidados: “Cuando era joven, un clavo podía ser el gatillo y un palo el cañón de tu fusil Springfield hecho en casa, y podías librar la Guerra Civil Americana en tu habitación”. Concluye con esta reflexión desencantada: “Al final, supongo que todo está perdido, todo desaparece para siempre. Lo único que dejamos es la miserable basura de nuestra existencia supuestamente exaltada.” [5]
Esta melancolía no es solo personal, es civilizacional. Storrier se percibe como testigo de un declive, de una pérdida de referentes culturales. Lamenta que el arte se haya convertido en un simple entretenimiento en lugar de una búsqueda espiritual. Su postura conservadora, en un ambiente artístico mayormente progresista, a menudo le ha aislado, creando lo que Lou Klepac llama “un abismo a su alrededor”.
Esta posición de outsider le confiere paradójicamente una libertad rara. Liberado de los dictados de la posmodernidad, ha podido desarrollar una obra profundamente personal, anclada en una tradición pictórica que reivindica plenamente. “Quizá pinto cuadros premodernistas. Quizá, eso espero”, afirmaba en 2018.
La franqueza brutal de Storrier a veces puede desconcertar. No se guarda nada al criticar al establishment artístico contemporáneo, al que acusa de ceder a modas intelectuales en detrimento de la búsqueda estética. Esta postura combativa oculta una sensibilidad profunda que se encuentra en sus obras más logradas.
Detrás del provocador Storrier se esconde un artista de una sensibilidad rara. Su serie de autorretratos sin rostro, en particular, revela una reflexión compleja sobre la identidad y la representación de uno mismo. Como explica Ashley Crawford, “Storrier utiliza la ausencia como presencia. Define el contorno por el vacío, sugiriendo que la identidad no es un dato fijo sino una constelación de atributos y experiencias.” [6]
Esta dialéctica entre presencia y ausencia recorre toda su obra. Sus paisajes desérticos están habitados por una ausencia que pesa más que cualquier presencia. Sus objetos abandonados evocan más fuertemente a sus propietarios desaparecidos que lo haría su representación directa. Esta apofasis visual, definir algo diciendo lo que no es, confiere a su trabajo una profundidad metafísica rara en el arte contemporáneo.
Si quisiéramos situar a Storrier en una genealogía artística, habría que colocarlo en algún lugar entre Friedrich, por sus paisajes sublimes que nos confrontan con nuestra propia insignificancia, y de Chirico, por sus espacios desolados cargados de una inquietante extrañeza. Pero esta filiación no hace justicia a la singularidad de su visión. Porque Storrier es ante todo un pintor del Antropoceno antes de que se usara el término, un artista que documenta visualmente nuestro impacto en el mundo y nuestra propia desaparición próxima. Sus paisajes marcados por la ausencia humana, atravesados por líneas de fuego o cubiertos de escombros, prefiguran un mundo posthumano donde sólo subsistirán las huellas de nuestro paso.
Esta dimensión profética de su obra rara vez se comenta, eclipsada por las discusiones técnicas sobre su virtuosismo o los debates ideológicos sobre su conservadurismo. Sin embargo, pocos artistas han sabido capturar con tanta agudeza nuestra relación ambigua con el medio ambiente, nuestra fascinación mórbida por la destrucción, nuestra voluntad de imponer nuestra marca en paisajes que nos sobrevivirán.
La grandeza de Storrier radica precisamente en esta capacidad de transformar lo local en universal, lo personal en arquetípico. Sus paisajes australianos se convierten en teatros metafísicos donde se juega el drama de nuestra condición mortal. Sus objetos cotidianos, sillas, camas, ropa, se transforman en símbolos cargados de una inquietante familiaridad. En 2017, ganó el Doug Moran National Portrait Prize con “The Lunar Savant”, un retrato de su colega artista McLean Edwards. Este regreso a la figuración explícita, tras años de exploración de la ausencia, muestra que Storrier sigue siendo un artista en movimiento, capaz de reinventarse sin dejar de ser fiel a sus preocupaciones fundamentales.
En un mundo artístico que a menudo valora la novedad a costa de la profundidad, la constancia de Storrier puede parecer anacrónica. Sin embargo, es precisamente esa fidelidad a sí mismo lo que le da fuerza. Ha construido, lienzo a lienzo, una obra de coherencia notable, un corpus que se despliega como una larga meditación sobre nuestro lugar en el universo.
Tim Storrier no es un artista que busque agradar o confirmar nuestras certezas. Nos confronta con nuestra soledad esencial, con la belleza terrible de nuestra condición efímera, con la inmensidad indiferente que nos rodea. Si su obra nos incomoda, es porque toca verdades que solemos preferir ignorar.
En el estruendo ensordecedor del arte contemporáneo, su voz singular resuena como un llamado al silencio y a la contemplación. Un recordatorio de que la pintura, lejos de ser una práctica obsoleta, sigue siendo uno de los medios más poderosos para explorar nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos. Así que la próxima vez que pases frente a uno de sus lienzos dorados, no te detengas en la destreza técnica ni en la belleza aparente. Sumérgete en esos espacios vacíos, déjate consumir por esas líneas de fuego, piérdete en esos cielos inmensos. Porque la obra de Storrier no está hecha para ser admirada desde lejos, sino para ser habitada, como se habita un poema o un sueño.
- Tim Storrier, texto acompañante para “The Histrionic Wayfarer (after Bosch)”, Art Gallery of New South Wales, 2012.
- Lumby, Catharine, “Tim Storrier: El arte del outsider”, Craftsman House, Sídney, 2000.
- Storrier, Tim, “Impedimenta”, 2018, ensayo publicado en su sitio oficial.
- McDonald, John, “Tim Storrier”, Sydney Morning Herald, 26 de noviembre de 2011.
















