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Tom Otterness: El escultor que denuncia sonriendo

Publicado el: 13 Enero 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 7 minutos

Las esculturas de Tom Otterness pueblan nuestros espacios públicos como centinelas de bronce, criticando el sistema capitalista con una ironía mordaz. Sus personajes regordetes y de formas simplificadas disecan los mecanismos del poder mientras seducen al espectador con su aparente inocencia.

Escuchadme bien, panda de snobs, es hora de hablar de Tom Otterness (nacido en 1952), ese escultor estadounidense que logró el truco de hacernos tragar sus pequeños personajes de bronce como si fueran pastillas de sacarina. Seguro que los habéis visto, esos personajes regordetes de formas simplificadas que pueblan los espacios públicos como parásitos benévolos. Desde el metro neoyorquino hasta los parques de Battery Park City, de los Países Bajos a Corea del Sur, proliferan con una regularidad que roza la epidemia estética. Y como toda epidemia que se respete, esta merece que examinemos sus síntomas con especial atención.

Comencemos por desmenuzar esta obsesión enfermiza por el dinero y el poder que atraviesa su obra como un hilo rojo nauseabundo. Sus esculturas no son simples comentarios sobre el capitalismo, sino una verdadera anatomía del sistema económico, diseccionada con una precisión quirúrgica que haría sonreír a Marx. En la estación de metro de la 14th Street en Nueva York, sus personajes representan incansablemente la gran comedia del capital: figuras con traje y corbata arrastran bolsas de dinero, mientras que otros, más modestos, se esfuerzan por empujar enormes monedas. Walter Benjamin nos recordaba que “cada época sueña la siguiente”, pero en Otterness, el sueño se ha transformado en una pesadilla carnavalesca donde las clases sociales están congeladas en el bronce, condenadas a repetir eternamente sus roles en esta farsa monumental.

Tome su instalación “The Marriage of Real Estate and Money” (1996) en Roosevelt Island. Dos figuras monumentales, una representando el inmobiliario, la otra el dinero, se toman de la mano en una parodia grotesca de una unión sagrada. Los tiburones de las finanzas merodean literalmente alrededor de la pareja, transformando esta escena de boda en un memento mori económico. Esta obra funciona como una alegoría brutal de los mecanismos que rigen el mercado inmobiliario neoyorquino, donde la alianza entre el capital y la propiedad crea monstruos urbanos que devoran a los menos afortunados.

Esta teatralización de la lucha de clases no deja de recordar los análisis de Jacques Rancière sobre el “partage du sensible”. Las esculturas de Otterness crean literalmente una nueva distribución de los cuerpos en el espacio público, una coreografía social donde cada personaje es a la vez actor y espectador de su propia alienación. Sus figuras corpulentas, con sus cabezas esféricas y sus miembros redondeados, parecen sacadas de un manual de economía política ilustrado por un niño cínico. Nos cuentan la historia del capitalismo con la simplicidad engañosa de una fábula, pero una fábula donde la moraleja ha sido reemplazada por una ironía mordaz.

Este enfoque que podríamos calificar de “realismo capitalista”, para tomar prestado el término de Mark Fisher, se manifiesta con una evidencia particular en sus instalaciones públicas masivas. Tome “Life Underground” (2001) en el metro neoyorquino. La obra funciona como un gigantesco teatro social subterráneo donde las dinámicas de poder se exponen con una claridad brutal. Policías en miniatura vigilan a ciudadanos en miniatura que observan a otros ciudadanos, en una mise en abyme de la mirada institucional que habría encantado a Michel Foucault. Los trabajadores empujan mecanismos cuyo funcionamiento no entienden, mientras las figuras que representan al capital se relajan sobre montones de monedas.

La fuerza subversiva de estas instalaciones reside en su capacidad para transformar el espacio público en una zona de contestación estética. Como señaló Henri Lefebvre, el espacio nunca es neutral: siempre es producido y reproducido por las relaciones sociales que en él se despliegan. Otterness comprende íntimamente esta verdad y la utiliza a su favor. Sus esculturas no se limitan a ocupar el espacio, lo redefinen, creando lo que Rosalyn Deutsche llamaría un “espacio público crítico”.

Esta dimensión crítica es particularmente evidente en su forma de abordar la cuestión del trabajo y la explotación. En sus instalaciones, los obreros suelen estar representados construyendo o manteniendo las estructuras mismas que los oprimen. Es una ilustración perfecta de lo que Guy Debord llamaba la “sociedad del espectáculo”, donde los trabajadores están alienados no solo de su trabajo sino también de su propia imagen. Los personajes de Otterness, con sus sonrisas fijas y sus gestos mecánicos, se convierten así en los emblemas perfectos de nuestra condición moderna.

Lo que hace que esta crítica sea particularmente eficaz es que opera en varios niveles simultáneamente. A primera vista, sus esculturas parecen inofensivas, casi infantiles. Pero como señaló Arthur Danto, el arte contemporáneo más poderoso es a menudo aquel que oculta su complejidad detrás de una aparente simplicidad. Las obras de Otterness funcionan exactamente según este principio: seducen primero por su accesibilidad formal y luego revelan progresivamente sus capas de significado más profundas.

La segunda temática que atraviesa su obra es la del poder institucional y la vigilancia. Sus instalaciones públicas funcionan como dispositivos foucaultianos, mecanismos de control disfrazados de entretenimiento popular. En “Life Underground”, la red compleja de figuras que puebla la estación reproduce la estructura misma de la sociedad de vigilancia. Esta puesta en escena recuerda lo que Gilles Deleuze llamaba las “sociedades de control”, donde la vigilancia ya no es centralizada sino difusa, integrada en el tejido mismo de la vida cotidiana.

Los personajes de Otterness, con sus proporciones caricaturescas y sus expresiones fijas, funcionan como espejos deformantes de nuestra sociedad. Como habría dicho Theodor Adorno, el arte verdaderamente crítico es aquel que logra revelar las contradicciones sociales sin resolverlas artificialmente. Esto es precisamente lo que hace Otterness: expone los mecanismos del poder económico y social mientras se niega a ofrecernos una resolución fácil.

Esta tensión entre forma y contenido es especialmente llamativa en sus obras destinadas a espacios públicos. Susan Sontag escribió que “el arte es la seducción que promete liberarnos del poder”. Las esculturas de Otterness operan exactamente al revés: utilizan la seducción formal, esas figuras redondas y aparentemente inofensivas, para hacernos tomar conciencia del poder omnipresente. Es una hazaña conceptual que transforma el espacio público en un teatro crítico donde cada transeúnte se convierte a su pesar en un espectador comprometido.

En “The Real World” (1992) en Battery Park City, Otterness lleva esta lógica aún más lejos. La instalación funciona como una miniatura de nuestro mundo social, una especie de maqueta a escala reducida de las relaciones de poder que estructuran nuestra sociedad. Los personajes están inmersos en situaciones que ilustran las diferentes formas de dominación social: económica, política, cultural. Es una demostración magistral de lo que Pierre Bourdieu llamaba la “violencia simbólica”, esa forma de dominación que se ejerce con la complicidad tácita de los dominados.

El uso del bronce como material principal tampoco es casual. Tradicionalmente asociado a monumentos conmemorativos y celebraciones del poder, el bronce aquí es desviado para crear anti-monumentos que critican ese mismo poder. Esta subversión de los códigos de la escultura pública tradicional recuerda lo que Rosalind Krauss denominó la “lógica del monumento” en la escultura moderna.

Sus personajes parecen sacados de un dibujo animado político que salió mal, como si los dibujos de Thomas Nast se hubieran escapado de las páginas del Harper’s Weekly para invadir nuestras calles. Esta estética de la caricatura en tres dimensiones no es ajena a los análisis de Ernst Kris sobre el poder subversivo de lo grotesco. Las figuras de Otterness, con sus proporciones deliberadamente deformadas y sus expresiones fijas, funcionan como espejos deformantes de nuestra sociedad, reflejando sus absurdos con una precisión quirúrgica.

La fuerza de su trabajo reside precisamente en esta tensión entre la forma aparentemente inocente y el contenido profundamente subversivo. Esto es lo que Jacques Rancière llama el “régimen estético del arte”, donde el poder político de la obra no reside en su mensaje explícito sino en su capacidad para reconfigurar nuestra percepción del mundo sensible. Las esculturas de Otterness cumplen exactamente eso: exponen los mecanismos del poder mientras se niegan a ofrecernos una resolución fácil.

El arte público se reduce demasiado a menudo a una función decorativa o meramente conmemorativa. Otterness, en cambio, ha creado un lenguaje visual que transforma nuestros espacios cotidianos en zonas de contestación estética y política. Sus personajes de bronce, congelados en sus gesticulaciones perpetuas, son los testigos silenciosos de nuestras propias complicidades con el sistema que critican. Nos recuerdan, con una insistencia alegremente perversa, que todos somos cómplices de los mecanismos que pretendemos denunciar.

Quiera uno o no, Otterness ha logrado infiltrar el espacio público con una crítica social que se oculta detrás de una máscara de jovialidad. Sus esculturas son como caballos de Troya conceptuales, introduciendo subrepticiamente una reflexión crítica en lugares que normalmente carecen de ella. Y quizá esa sea su mayor hazaña: haber transformado el arte público en un vector de conciencia social, conservando al mismo tiempo una accesibilidad que constituye su fuerza y relevancia.

Porque al final, es esa accesibilidad la que otorga a su obra su verdadera dimensión subversiva. Al utilizar el lenguaje visual de la cultura popular, Otterness consigue transmitir una crítica social compleja a un público que no necesariamente está familiarizado con los códigos del arte contemporáneo. Sus esculturas funcionan como virus críticos que se infiltran en nuestra conciencia colectiva, forzándonos a confrontar las contradicciones de nuestro sistema social bajo el disfraz del entretenimiento público.

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Referencia(s)

Tom OTTERNESS (1952)
Nombre: Tom
Apellido: OTTERNESS
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Estados Unidos

Edad: 73 años (2025)

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