Escuchadme bien, panda de snobs. Mientras todos estamos saturados de imágenes digitales y experiencias virtuales, hay un artista que nos devuelve obstinadamente a una confrontación con lo real, transformándolo en algo profundamente onírico. Ugo Rondinone, este artista suizo nacido en 1964 en Brunnen, ha desarrollado a lo largo de las décadas una obra que oscila perpetuamente entre lo auténtico y lo artificial, entre lo monumental y lo íntimo, entre la naturaleza primitiva y la cultura contemporánea. Su trabajo, de una riqueza excepcional, nos invita a repensar nuestra relación con el tiempo, el espacio y la naturaleza en un mundo en perpetua mutación.
Herederodel romanticismo alemán y su búsqueda de lo absoluto, Rondinone crea obras que trascienden las categorías tradicionales del arte. Esculturas monumentales, instalaciones inmersivas, pinturas meditativas, fotografías transformadas: cada medio se convierte en sus manos en una herramienta para explorar los límites de nuestra percepción y comprensión del mundo. Esta diversidad no es signo de dispersión sino más bien de una búsqueda coherente que se despliega en todas las dimensiones posibles de la expresión artística.
La temporalidad está en el corazón de su obra, como lo evidencian sus famosos cuadros circulares fechados en alemán, tales como “siebteraprilneunzehnhundertzweiundneunzig” (1992). Estas pinturas hipnóticas con círculos concéntricos multicolores no son simples ejercicios formales; encarnan una reflexión profunda sobre la ciclicidad del tiempo, haciendo eco al pensamiento de Henri Bergson sobre la duración pura. Para Bergson, el tiempo vivido no es una sucesión lineal de instantes, sino una interpenetración continua del pasado y el presente. Las obras de Rondinone materializan esta concepción: cada círculo se funde en el siguiente, creando un movimiento perpetuo que escapa a toda medida cronológica. Este enfoque del tiempo también se manifiesta en sus instalaciones donde los relojes, privados de sus agujas, se convierten en símbolos de una temporalidad suspendida, liberada de las limitaciones de la medición mecánica.
Esta exploración del tiempo encuentra una prolongación natural en su serie de “landscapes”, esos grandes paisajes en tinta negra que constituyen los cimientos de su obra. Comenzados en 1989, traducen una visión romántica de la naturaleza, pero una visión que no es simplemente nostálgica. Estos paisajes se construyen a partir de fragmentos de recuerdos y observaciones, ensamblados para crear espacios mentales en lugar de representaciones fieles. Esta aproximación recuerda la concepción de Friedrich Schelling sobre el arte como mediación entre naturaleza y espíritu. Para Schelling, el artista no debe simplemente imitar la naturaleza, sino revelar el espíritu que la anima. Los paisajes de Rondinone logran precisamente eso: son ventanas abiertas no sobre el mundo exterior, sino sobre la interioridad de nuestra experiencia de la naturaleza, sobre esa zona misteriosa donde percepción e imaginación se encuentran y transforman mutuamente.
El artista lleva esta reflexión aún más lejos con sus instalaciones monumentales como “Seven Magic Mountains” (2016-2023), situada en el desierto de Nevada. Esta obra espectacular, compuesta por siete tótems de rocas pintadas con colores fluorescentes, ilustra perfectamente la tensión entre naturaleza y artificio que caracteriza su trabajo. Las piedras, elementos naturales por excelencia, son transformadas mediante la aplicación de colores sintéticos vibrantes. Esta intervención no es un simple gesto decorativo; participa de una reflexión profunda sobre nuestra relación contemporánea con la naturaleza. La verticalidad de los tótems crea un diálogo impactante con la horizontalidad del desierto, mientras que sus colores vivos contrastan con los tonos ocres y grises del paisaje circundante. Esta obra monumental se convierte así en una meditación sobre el lugar del hombre en la naturaleza, sobre nuestro deseo paradójico de distinguirnos de ella mientras buscamos inscribirnos en ella.
Estos tótems coloridos hacen eco a las teorías de Maurice Merleau-Ponty sobre la percepción y la encarnación. Para el filósofo francés, nuestra experiencia del mundo siempre está mediada por nuestro cuerpo y nuestra cultura. Las esculturas de Rondinone materializan esta mediación: están tanto profundamente arraigadas en la realidad geológica del desierto como radicalmente transformadas por la intervención humana. Esta dualidad crea una tensión productiva que nos obliga a repensar nuestra relación con el entorno natural. Los colores artificiales aplicados a las rocas no esconden su naturaleza mineral; al contrario, la subrayan creando un contraste que hace su materialidad aún más presente en nuestra conciencia.
La dimensión temporal de estas instalaciones también es interesante. A diferencia de las obras del Land Art de los años 1960 y 1970, que a menudo buscaban integrarse armoniosamente en el paisaje, las esculturas de Rondinone afirman su artificialidad. Crean un contraste sorprendente con su entorno, como para subrayar el carácter transitorio de la intervención humana frente a la permanencia relativa de las formaciones geológicas. Este enfoque revela una conciencia aguda del antropoceno, esta época geológica en la que la actividad humana se ha convertido en una fuerza principal de transformación del planeta. Los tótems de Rondinone pueden así ser leídos como marcadores de nuestra época, monumentos que testimonian nuestra capacidad para transformar la naturaleza mientras seguimos dependiendo de ella.
En un registro más íntimo pero no menos significativo, su serie “nuns + monks” (2020) explora la relación entre espiritualidad y materialidad. Estas esculturas monumentales en bronce pintado, inspiradas en la estatuaria medieval, combinan la gravedad de su tema con una paleta de colores vivos que parece desafiar su solemnidad. Esta tensión entre lo sagrado y lo profano, entre tradición y contemporaneidad, revela la influencia del pensamiento de Walter Benjamin sobre la pérdida del aura en el arte moderno. Pero en vez de lamentar esa pérdida, Rondinone la transforma en fuente de nuevas posibilidades estéticas. Los monjes y las monjas, figuras tradicionales de la contemplación espiritual, se convierten bajo su mirada en presencias a la vez ancestrales y decididamente contemporáneas, puentes entre diferentes dimensiones de la experiencia humana.
El artista no se limita a explorar estas tensiones conceptuales; las encarna en la materialidad misma de sus obras. Su uso del bronce, material tradicional por excelencia, que recubre de colores artificiales, ilustra este enfoque. Asimismo, sus payasos a tamaño real, figuras a la vez familiares e inquietantes, interrogan nuestra relación con la autenticidad y la representación. Estas obras resuenan con las reflexiones de Roland Barthes sobre el teatro y la máscara: el payaso, figura arquetípica del entretenimiento, se convierte en Rondinone en un símbolo de la melancolía contemporánea. Estos personajes, congelados en poses cotidianas, crean un sentimiento de extrañeza que nos obliga a cuestionar nuestros propios roles sociales y nuestras máscaras diarias.
La luz también juega un papel mayor en su obra, como lo demuestran sus famosos arcoíris de neón. Estas instalaciones luminosas, que a menudo llevan mensajes simples pero evocadores, transforman frases encontradas en poesía visual. Este uso de la luz artificial para crear fenómenos naturales estilizados ilustra perfectamente su capacidad para transformar lo banal en extraordinario. Estas obras no son ajenas a las reflexiones de Gaston Bachelard sobre la poética del espacio y la ensoñación: crean puentes luminosos entre el mundo físico y el imaginario, entre la materialidad del neón y la inmaterialidad de la luz, entre el mensaje literal y su transfiguración poética.
Una de las fortalezas de Rondinone es que crea obras que funcionan simultáneamente en varios niveles. Tomemos como ejemplo sus esculturas de olivos en aluminio pintado de blanco. Estos árboles, moldeados a partir de especímenes milenarios de la región de Matera en Italia, son a la vez documentos históricos, meditaciones sobre el tiempo y objetos estéticos autónomos. Su blancura inmaculada los transforma en fantasmas vegetales, creando una presencia espectral que nos recuerda la fragilidad de nuestra relación con el mundo natural. Estos árboles, congelados en una eternidad metálica, llevan en sí la memoria de los siglos que han atravesado mientras encarnan una forma de presencia atemporal.
Esta dimensión espectral es particularmente relevante en nuestra época de emergencia ecológica. Las obras de Rondinone, en su diálogo constante entre la naturaleza y lo artificial, nos obligan a confrontar nuestra propia alienación respecto al mundo natural. Pero en lugar de adoptar un tono moralizador, el artista elige la vía de la poesía y la transformación. Sus intervenciones no buscan ocultar su artificialidad; por el contrario, la afirman como un componente esencial de nuestra experiencia contemporánea de la naturaleza. Esta honestidad paradójica crea un espacio de reflexión donde podemos interrogar nuestra propia relación con el mundo natural sin perdernos en la ilusión de una autenticidad perdida.
La dimensión performativa de su trabajo también es particularmente interesante. Sus instalaciones no son simplemente objetos para contemplar; crean espacios de experiencia que transforman nuestra percepción del tiempo y del espacio. Ya se trate de sus payasos melancólicos congelados en poses cotidianas o de sus tótems coloridos en el desierto, estas obras nos invitan a una forma de participación contemplativa que recuerda las teorías de John Dewey sobre el arte como experiencia. El espectador no es un simple observador sino un participante activo en la construcción del sentido de la obra, con su cuerpo y su consciencia comprometidos en una relación dinámica con las instalaciones.
La escala juega un papel determinante en esta experiencia. Rondinone domina tanto lo monumental como lo íntimo, creando obras que nos superan físicamente mientras nos tocan emocionalmente. Esta capacidad de jugar con las escalas no es solo una proeza técnica; participa en una estrategia más amplia destinada a desestabilizar nuestras certezas perceptivas. Alternando entre lo gigantesco y lo minúsculo, entre lo espectacular y lo sutil, el artista nos fuerza a reconsiderar nuestra posición en el mundo. Esta puesta en cuestión de nuestra escala habitual de percepción crea una sensación de vértigo contemplativo que abre nuevas posibilidades de comprensión y experiencia.
El color es otro elemento fundamental de su vocabulario artístico. Su uso de tonos fluorescentes sobre materiales naturales crea un impacto visual que nos obliga a mirar de manera distinta objetos familiares. Este enfoque recuerda las teorías de Josef Albers sobre la interacción de los colores, pero llevadas en una dirección radicalmente contemporánea. Los colores de Rondinone no buscan la armonía; más bien, pretenden crear una tensión productiva entre lo natural y lo artificial, entre lo dado y lo construido. Este uso del color como elemento de perturbación y transformación forma parte de su estrategia más amplia de desestabilización de nuestros hábitos perceptivos.
A través de estas diferentes estrategias, Rondinone desarrolla una obra que resiste toda categorización simple. No es ni un artista del Land Art tradicional, ni un escultor clásico, ni un pintor convencional. Su trabajo se sitúa en los intersticios entre estas categorías, creando puentes inesperados entre diferentes tradiciones artísticas. Esta posición intermedia le permite explorar cuestiones fundamentales sobre nuestra relación con el tiempo, la naturaleza y con nosotros mismos, evitando a la vez las trampas del dogmatismo o la simplificación excesiva.
La obra de Ugo Rondinone representa una contribución importante al arte contemporáneo, no solo por su amplitud y diversidad, sino sobre todo por su capacidad para renovar nuestra percepción del mundo. A través de sus intervenciones sutiles o espectaculares, nos invita a una meditación activa sobre nuestro lugar en un mundo en constante transformación. Su arte nos recuerda que la frontera entre lo natural y lo artificial, entre lo auténtico y lo fabricado, quizá no sea tan clara como pensamos, y que es precisamente en ese espacio de incertidumbre donde reside la posibilidad de una experiencia estética renovada. Mientras que los referentes tradicionales desaparecen en la actualidad, su obra nos ofrece nuevos puntos de anclaje, no en certezas fijas, sino en una conciencia aguda de la complejidad y la riqueza de nuestra experiencia del real.
















