Escuchadme bien, panda de snobs: Ulala Imai no pinta juguetes. Ella pinta el alma japonesa en una época en la que los ositos de Steiff conviven con Charlie Brown en un silencio ensordecedor. Esta mujer de cuarenta y tres años, nacida en Kanagawa en 1982, transforma los objetos cotidianos en verdaderos actores de un teatro íntimo donde se representa, cuadro tras cuadro, la comedia humana de nuestra época. Artista de tercera generación, hija del pintor occidental Shingo Imai, ha heredado una mirada formada en los maestros europeos sin perder esa sensibilidad nipona que hace vibrar las cosas inertes.
Sorda de nacimiento, Imai desarrolla desde la infancia una relación particular con el mundo visual. “Solo tengo imágenes”, declaró en una entrevista para la revista Bunshun en 2018 [1]. Esta frase resuena como un credo estético tanto como existencial. Privada de una parte del universo sonoro, compensa con una agudeza visual notable que le permite captar lo que nosotros, oyentes distraídos, dejamos escapar. Sus composiciones, meticulosamente arregladas en su salón-taller antes de ser trasladadas al lienzo, revelan esa paciencia de fotógrafa de naturaleza que ella reivindica: “Como una fotógrafa de naturaleza, espero tranquilamente el momento adecuado y tierno” [2].
El arte de Imai se arraiga en una tradición sintoísta donde cada objeto, animado o inanimado, posee una esencia espiritual, un kami. Esta creencia ancestral impregna su pintura de manera sutil pero persistente. Cuando coloca lado a lado a Charlie Brown y Lucy van Pelt en las ramas de un árbol, no se limita a poner en escena dos figuritas. Actualiza una cosmogonía donde las fronteras entre sujeto y objeto se desvanecen, donde los juguetes se convierten en depositarios de una interioridad compleja. “Cuando los puse lado a lado y los dejé sentarse en las ramas de los árboles, miraron a lo lejos. A veces parecían positivos, a veces parecían perdidos en la reminiscencia” [3].
Este enfoque encuentra sus raíces en el animismo japonés, esa concepción del mundo según la cual todo objeto alberga una parte del alma. En Imai, esta filosofía no es un folklore decorativo sino un verdadero método artístico. Sus osos de peluche, sus máscaras de Chewbacca, sus muñecas E.T. no son simples accesorios nostálgicos. Encarnan fragmentos de conciencia colectiva, arquetipos contemporáneos que nuestra civilización de consumo ha producido y que ella reconoce instintivamente. La artista les da vida interior perturbadora, les dota de una presencia que supera su estatus de objetos manufacturados.
Esta espiritualidad del objeto se enriquece con una dimensión psicoanalítica profunda. Porque aunque Imai se inspira en el animismo sintoísta, también dialoga con el inconsciente freudiano y sus mecanismos de proyección. Sus composiciones evocan esos momentos de la infancia en los que la frontera entre lo real y lo imaginario se borra, donde los juguetes se convierten en confidentes y testigos de nuestras primeras emociones. La inquietante extrañeza que emana de sus pinturas se debe a esa capacidad que tiene de reactivar en nosotros esas capas arcaicas de la psique. Sus figuritas de Peanuts, suspendidas en un follaje irreal, nos remiten a esos jardines secretos de la infancia donde proyectábamos nuestros deseos y miedos sobre compañeros de plástico y tela.
La artista sobresale en crear lo que Freud llamaba das Unheimliche, esa familiaridad inquietante que surge cuando lo conocido cambia imperceptiblemente hacia lo extraño. Sus naturalezas muertas domésticas, espárragos blancos, tostada con mantequilla, cerezas en un plato, parecen a primera vista anodinas. Pero un detalle, una luz, una composición desestabiliza la mirada e introduce una grieta en la evidencia de lo cotidiano. Esta técnica del ligero desplazamiento atraviesa toda su obra y le confiere esa poesía inquietante que constituye su singularidad.
Cuando pinta “Coney Island” (2025), mostrando dos osos en bata sentados en una playa de invierno desierta con un parque de atracciones cerrado al fondo, Imai convoca toda la melancolía de la América posindustrial. Estos osos ya no son juguetes sino testigos mudos de una utopía recreativa en decadencia. La imagen funciona como una alegoría de nuestra relación contemporánea con la felicidad, siempre prometida, nunca realmente alcanzada, suspendida entre la nostalgia y el desencanto.
La técnica pictórica de Imai, centrada exclusivamente en la pintura al óleo, revela un dominio heredado de los grandes maestros europeos que admira. Cita con gusto a Manet, particularmente su “Ramo de espárragos” (1880), a Van Eyck por su representación de la luz y la transparencia, y a Velázquez por sus texturas delicadas. Pero adapta esta herencia occidental a su sensibilidad japonesa, creando un estilo híbrido de una modernidad impresionante. Sus pinceladas, rápidas y seguras, parecen captar el instante fugaz en que la materia cobra vida propia.
Esta virtuosidad técnica sirve a un proyecto estético ambicioso: mostrar lo invisible que habita lo visible. Cada objeto que pinta se convierte en pretexto para una meditación sobre la presencia y la ausencia, sobre lo que perdura cuando la vida se ha retirado de las cosas. Sus composiciones evocan esos momentos suspendidos que siguen inmediatamente a la salida de alguien de una habitación, cuando los objetos todavía conservan la huella de esa presencia desaparecida.
La obra de Imai también cuestiona nuestra relación contemporánea con la infancia y la memoria. Madre de tres hijos, convierte su entorno familiar en un laboratorio artístico permanente. Su salón hace las veces de taller, sus hijos juegan alrededor mientras ella pinta. Esta asumida proximidad entre arte y vida doméstica nutre una estética de lo íntimo que rechaza la separación tradicional entre espacio privado y espacio de creación. “Las acciones accidentales de la vida cotidiana con la naturaleza y la familia sustentan mi proceso creativo” [4], explica ella.
Esta inscripción en la cotidianidad familiar da a sus obras una autenticidad rara. Cuando pinta un oso con una oreja faltante que llama “Vincent van Dog” (2025), no cae en la anécdota autobiográfica sino que toca lo universal de la condición humana. Este oso lisiado se convierte en metáfora de nuestra vulnerabilidad común, de nuestras carencias que nos definen tanto como nuestras plenitudes.
El arte de Imai también revela una comprensión profunda de las transformaciones de la cultura popular contemporánea. Sus referencias a Star Wars, a Peanuts, a Sesame Street no son meras citas decorativas sino una arqueología del presente. Estas íconos de la cultura pop estadounidense, asimiladas por la sociedad japonesa y reinterpretadas desde la mirada de una artista con discapacidad auditiva, sufren una triple traducción cultural que enriquece considerablemente su significado original.
Esta capacidad de hacer dialogar Oriente y Occidente, tradición y modernidad, silencio y comunicación, sitúa a Imai en una línea de artistas japoneses que, desde Hokusai, saben extraer del legado nacional mientras se abren a influencias externas. Pero, a diferencia de muchos de sus contemporáneos que se inclinan hacia lo espectacular o lo conceptual, ella mantiene una fidelidad inquebrantable a la pintura como medio privilegiado de expresión.
Su paleta, dominada por tonalidades suaves y luminosas, evoca esa cualidad particular de la luz japonesa que los fotógrafos y cineastas nipones han sabido magnificiar. Pero Imai nunca cae en un esteticismo decorativo. Sus composiciones, de aparente simplicidad, esconden una complejidad narrativa notable. Cada elemento está medido, cada relación de fuerzas calculada para crear esos efectos de sentido que enriquecen su universo.
La exposición “CALM” presentada a principios de 2025 en la galería Karma de Nueva York confirma la madurez artística de Imai. Las obras reunidas testimonian una evolución estilística hacia mayor amplitud y monumentalidad sin perder nada de esa intimidad que es su firma. Sus grandes formatos recientes, como “Lovers” (2025), que presenta a Charlie Brown y Lucy en una escala casi humana, revelan su capacidad para jugar con los efectos de escala y potenciar el impacto emocional de sus composiciones.
Esta búsqueda constante de la emoción justa, sin patetismo ni sentimentalismo, constituye quizás el mayor logro de Imai. En un mundo saturado de imágenes y ruido, ella propone un arte del silencio y la contemplación que resuena con una fuerza particular. Sus lienzos funcionan como burbujas de quietud en el caos contemporáneo, espacios de meditación donde la mirada puede finalmente detenerse y tomarse el tiempo para ver realmente.
El arte de Ulala Imai nos recuerda que la gran pintura no necesita temas grandiosos para tocar lo esencial. Una tostada con mantequilla, un oso de peluche, figuritas de dibujos animados pueden ser suficientes para revelar los misterios de la existencia humana, siempre que se miren con esa intensidad especial que otorga la privación sensorial transformada en don artístico. En esto, esta mujer excepcional honra la más bella tradición de la pintura: transformar lo banal en sublime, revelar lo extraordinario que duerme en lo ordinario, dar a ver lo que no sabíamos ver.
- Bunshun Magazine, entrevista 2018, citada en Yokogao Magazine, “Meditaciones Domésticas – El Mundo Suavemente Resplandeciente de Ulala Imai”, enero de 2025
- Yokogao Magazine, “Meditaciones Domésticas – El Mundo Suavemente Resplandeciente de Ulala Imai”, por Sam Siegel, enero de 2025
- Aspen Art Museum, entrevista con Terence Trouillot, 2023
- Yokogao Magazine, “Meditaciones Domésticas – El Mundo Suavemente Resplandeciente de Ulala Imai”, por Sam Siegel, enero de 2025
















