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William Kentridge: El maestro de las metamorfosis

Publicado el: 10 Febrero 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 10 minutos

William Kentridge convierte sus dibujos al carboncillo en espectáculos vivos donde las sombras bailan sobre nuestras conciencias. Sus animaciones, donde cada trazo modificado deja una huella, se convierten en metáforas de nuestra incapacidad para borrar el pasado, creando un arte que rechaza las simplificaciones fáciles.

Escuchadme bien, panda de snobs. William Kentridge, nacido en 1955 en Johannesburgo, no es simplemente un artista que dibuja con carboncillo. Es un mago que transforma sus trazos en espectáculos vivos, un ilusionista que hace bailar las sombras en nuestras paredes y conciencias. Sus obras son ventanas abiertas a la absurdidad de nuestro mundo, espejos que reflejan nuestros más profundos paradojas, portales hacia una realidad donde el pasado se niega obstinadamente a desaparecer.

En su taller de Johannesburgo, ciudad que nunca ha abandonado a pesar de las convulsiones de la historia, Kentridge orquesta un ballet perpetuo entre lo fijo y lo móvil. Su técnica distintiva, que consiste en fotografiar sus dibujos al carboncillo después de cada modificación para crear animaciones, no es solo una hazaña técnica. Es una metáfora visceral de nuestra incapacidad para borrar completamente el pasado. Cada trazo modificado deja una huella, un fantasma que persiste, como las cicatrices de la historia en nuestro presente. Este método, que desarrolló a finales de los años 80, se ha convertido en su firma artística, una forma única de capturar el movimiento del tiempo y la persistencia de la memoria.

Tomemos sus “Drawings for Projection”, esta serie de animaciones realizadas entre 1989 y 2003. Estas obras no son simples películas. Son excavaciones psicológicas donde dos personajes, Soho Eckstein, el capitalista despiadado en traje de rayas, y Felix Teitlebaum, el artista soñador a menudo representado desnudo, se convierten en los arquetipos de una sociedad desgarrada. A través de estos personajes, Kentridge explora las contradicciones fundamentales de la sociedad sudafricana posapartheid: la riqueza y la pobreza, el poder y la impotencia, la memoria y el olvido. Pero no nos ofrece una crítica simplista del bien contra el mal. No, nos sumerge en las zonas grises donde la moral vacila, donde las certezas se derrumban como los edificios de sus animaciones.

Esta dualidad nos lleva al primer tema de su obra: la transformación perpetua y la imposibilidad del olvido. Walter Benjamin, en sus “Tesis sobre el concepto de historia”, hablaba del Ángel de la Historia, empujado hacia el futuro mientras mira las ruinas que se acumulan detrás de él. Kentridge encarna perfectamente esta visión. Sus animaciones son como ese ángel: avanzan inexorablemente mientras llevan el peso del pasado en cada grano de carbón que se niega a desaparecer completamente. Esta persistencia visual se convierte en una metáfora poderosa de cómo la historia sigue habitando nuestro presente, incluso cuando tratamos de borrarla.

La técnica de Kentridge es especialmente evidente en “Mine” (1991), donde explora las profundidades literales y metafóricas de la industria minera sudafricana. Las transiciones fluidas entre la oficina lujosa de Soho Eckstein y los túneles subterráneos donde trabajan los mineros crean una geografía moral vertiginosa. La cámara desciende desde la oficina tapizada hasta las entrañas de la tierra, revelando las conexiones invisibles entre el confort de unos y el sufrimiento de otros. Las cafeteras se transforman en taladros, las camas en pozos mineros, en una coreografía macabra que revela las estructuras de poder ocultas bajo la superficie de la sociedad.

En “Felix in Exile” (1994), Kentridge explora esta idea con una potencia devastadora. Los paisajes sudafricanos se transforman en mapas topográficos, luego en cuerpos heridos, y luego en periódicos que vuelan. Cada metamorfosis lleva en sí las huellas de lo que la precedió. Es Ovidio encontrando a Marx en una danza macabra donde la metamorfosis se convierte en un acto político. La transformación no es una fuga sino una forma de responsabilidad: estamos obligados a ver lo que quisiéramos olvidar. Los cuerpos de las víctimas de la violencia política, dibujados por el personaje de Nandi, una topógrafa que documenta los crímenes del régimen, se niegan a desaparecer, incluso cuando son cubiertos por periódicos o borrados por la lluvia.

Este enfoque hace eco del pensamiento de Theodor Adorno que, en “Dialéctica negativa”, afirmaba que el arte debe dar testimonio de lo inexpresable sin pretender representarlo directamente. Kentridge logra esta proeza creando obras que son a la vez específicas de Sudáfrica y universalmente resonantes. No nos muestra directamente el horror del apartheid, pero nos hace sentir su absurdidad a través de metáforas visuales impactantes. Los megáfonos que aparecen regularmente en su obra no gritan consignas políticas, sino que emiten una cacofonía de sonidos que evoca la confusión moral de la época.

El segundo tema que atraviesa su obra es el de la memoria colectiva y su manipulación. En “Ubu Tells the Truth” (1997), Kentridge revisita la figura de Ubu Roi de Alfred Jarry para explorar los mecanismos de la Comisión de Verdad y Reconciliación sudafricana. La obra se convierte en una meditación mordaz sobre la naturaleza misma de la verdad histórica. ¿Cómo puede una sociedad enfrentar su pasado sin caer en la negación o la autoflagelación? El uso de la figura grotesca de Ubu, mezclada con imágenes documentales y secuencias animadas, crea un comentario mordaz sobre los límites de la justicia transicional.

Esta cuestión nos remite a Maurice Halbwachs y su teoría de los marcos sociales de la memoria. Según él, nuestros recuerdos individuales siempre están moldeados por los contextos sociales en los que evolucionamos. Kentridge ilustra brillantemente esta idea mostrando cómo los recuerdos personales de sus personajes están constantemente entrelazados con los grandes relatos históricos. En “History of the Main Complaint” (1996), los recuerdos traumáticos de Soho Eckstein se mezclan con imágenes de exámenes médicos, creando una metáfora poderosa de la sociedad sudafricana intentando diagnosticar sus propios males. Las radiografías, los electrocardiogramas y los escáneres cerebrales se convierten en herramientas para explorar la conciencia colectiva de una nación.

El cuerpo, en la obra de Kentridge, nunca es simplemente un cuerpo. Es un campo de batalla donde se inscriben las violencias de la historia. En “Stereoscope” (1999), la constante duplicación de las imágenes evoca la esquizofrenia social de la Sudáfrica post-apartheid. Las líneas azules que conectan los diferentes elementos de la animación sugieren conexiones eléctricas, nerviosas, sociales, creando una red compleja de responsabilidades y complicidades. Esta obra hace eco de las teorías de Michel Foucault sobre el poder y el cuerpo social, mostrando cómo las estructuras de dominación se inscriben en la misma carne de los individuos.

El artista no se limita a dibujar, crea universos enteros donde se encuentran el teatro, la ópera, la escultura y la animación. Su trabajo para “The Magic Flute” de Mozart o “The Nose” de Shostakóvich muestra su capacidad para transformar obras clásicas en comentarios contemporáneos sobre el poder y el absurdo. Estas producciones no son simples adaptaciones, sino reinvenciones completas donde la música, la imagen y el movimiento crean un nuevo lenguaje. Las proyecciones de video dialogan con los cantantes, las sombras bailan con los músicos, creando un espectáculo total que trasciende las fronteras entre disciplinas artísticas.

En “The Refusal of Time” (2012), una instalación monumental creada en colaboración con el físico Peter Galison, Kentridge explora nuestra relación compleja con el tiempo y el progreso. Una gran máquina que respira, apodada “el elefante”, pulsa en el centro de la obra como un corazón mecánico. Esta instalación hace eco de las teorías de Henri Bergson sobre la duración y la memoria. Para Bergson, el tiempo no es una sucesión lineal de instantes, sino una interpenetración continua del pasado y el presente. Las animaciones de Kentridge, con sus huellas persistentes y sus transformaciones continuas, encarnan perfectamente esta concepción del tiempo.

La máquina misma se convierte en una metáfora de la estandarización del tiempo en la época colonial, cuando los relojes europeos fueron impuestos al resto del mundo. Las múltiples proyecciones que la rodean crean una sinfonía visual donde las sombras de la historia colonial bailan con las ansiedades contemporáneas sobre el progreso tecnológico. Las figuras que caminan, corren o bailan alrededor de la máquina parecen a la vez libres y prisioneras de este gran mecanismo temporal.

El artista juega constantemente con las escalas, pasando de lo microscópico a lo monumental. Sus tapices, creados en colaboración con el Stephens Tapestry Studio, transforman sus dibujos en impresionantes obras textiles. Estas piezas no son simples ampliaciones, sino traducciones que otorgan una nueva dimensión a sus exploraciones visuales. El proceso artesanal del tapiz, con sus hilos entrecruzados, se convierte en una metáfora adicional de la interconexión entre pasado y presente. Los motivos africanos tradicionales se mezclan con referencias a la historia del arte europeo, creando obras que trascienden las divisiones culturales.

En “More Sweetly Play the Dance” (2015), Kentridge continúa explorando los temas que siempre le han obsesionado, pero con una urgencia renovada. Este friso de vídeo muestra una procesión de siluetas que llevan cargas invisibles, bailando al son de una banda de música. La obra evoca tanto las danzas macabras medievales como los movimientos contemporáneos de refugiados. Las figuras proyectadas sobre páginas de libros antiguos y periódicos crean un palimpsesto visual donde la historia personal y colectiva se confunden. Es un memento mori para nuestra época, que nos recuerda que todos estamos en movimiento, todos somos vulnerables, todos conectados.

Lo que hace único a Kentridge es que mantiene un equilibrio precario entre el compromiso político y la pura poesía. Sus obras nunca caen en la trampa de la propaganda o del simplismo. Al contrario, abrazan la complejidad y la ambigüedad. Como él mismo dice: “Estoy interesado en un arte político que plantee preguntas en lugar de dar respuestas”. Este enfoque le convierte en un artista particularmente relevante para nuestra época de “posverdad”, donde las certezas simplistas chocan con la complejidad de lo real.

Su uso del carbón vegetal no es fortuito. Este medio primitivo, hecho de carbono puro, lleva en sí una historia que se remonta a las primeras huellas dejadas por el hombre en las paredes de las cavernas. En manos de Kentridge, se convierte en una herramienta para explorar las zonas oscuras de nuestra conciencia colectiva. Las marcas dejadas por los sucesivos borrados crean una estratificación visual que recuerda las capas de la historia, las estratas de la memoria.

La influencia del teatro está omnipresente en su trabajo. Formado en la École Jacques Lecoq de París, Kentridge comprende la importancia del movimiento y el gesto. Sus animaciones no son simplemente secuencias de imágenes, sino coreografías en las que cada movimiento está cargado de significado. Los personajes que atraviesan sus obras son como actores en un teatro de sombras contemporáneo, llevando las máscaras de nuestra época.

La música también desempeña un papel importante en su obra. Sus colaboraciones con el compositor Philip Miller han creado paisajes sonoros que amplifican la potencia emocional de sus imágenes. Los sonidos de máquinas, voces, melodías fragmentadas crean una banda sonora para la historia que se está haciendo. En sus producciones de ópera, la música se convierte en un personaje por derecho propio, dialogando con las imágenes proyectadas y las actuaciones en vivo.

Lo que impresiona en el conjunto de su obra es que crea un arte que es a la vez profundamente personal y universalmente accesible. Sus dibujos al carbón, aparentemente simples, contienen universos enteros de significado. Cada trazo, cada borrado, cada transformación se convierte en un acto de resistencia contra el olvido y la indiferencia. Su trabajo nos recuerda que el arte puede ser a la vez testigo de la historia y agente de transformación.

Mientras en nuestro mundo la verdad es cada vez más difícil de discernir, donde las antiguas certezas se derrumban y se erigen nuevos muros, la obra de Kentridge nos recuerda la importancia de mantenernos vigilantes, cuestionar nuestras certezas y nunca dejar de buscar la belleza en la imperfección. Su arte nos muestra que la verdad a menudo reside en las zonas oscuras, en las huellas que dejan nuestros intentos de borrado, en los fantasmas que persisten a pesar de nuestros esfuerzos por hacerlos desaparecer.

A través de sus dibujos animados, instalaciones y puestas en escena, Kentridge crea un arte que rechaza las simplificaciones fáciles. Nos recuerda que vivimos en un mundo de metamorfosis continuas, donde nada se borra realmente. Su obra es un testimonio del poder del arte como medio para confrontar la historia mientras imaginamos nuevos futuros posibles. En un siglo marcado por divisiones y conflictos, su trabajo nos muestra que el arte aún puede ser un espacio de diálogo, reflexión y esperanza.

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Referencia(s)

William KENTRIDGE (1955)
Nombre: William
Apellido: KENTRIDGE
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Sudáfrica

Edad: 70 años (2025)

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