Escuchadme bien, panda de snobs, es hora de hablar de Yan Pei-Ming, nacido en 1960 en Shanghái, ese artista que ha transformado sus pinceles en armas de destrucción masiva contra nuestra comodidad visual. Con sus lienzos monumentales que te abofetean nada más entrar en una sala de exposiciones, impone su visión brutal y sin concesiones de nuestra época. Mientras el mundo del arte contemporáneo está obsesionado con el concepto y el minimalismo, él aún se atreve a creer en el poder puro de la pintura.
La primera característica de su obra es esta obsesión casi enfermiza por el retrato monumental. Sus rostros gigantes, tratados en blanco y negro o rojo y blanco, no son simples representaciones, son manifestaciones físicas del poder y su fragilidad. Cuando pinta a Mao, no es solo un ejercicio estilístico, es una confrontación violenta con la historia. Sus retratos del líder chino son como espectros que acechan nuestra conciencia colectiva, recordándonos que el poder es solo una ilusión temporal. Walter Benjamin lo entendió bien cuando habló del aura de la obra de arte, pero aquí Yan Pei-Ming invierte el concepto como un guante, creando una anti-aura que desacraliza todo lo que toca.
Sus brochazos furiosos, esas marcas brutales dejadas por pinceles gigantescos, no buscan agradar. Rasgan la superficie del lienzo como Lucio Fontana desgarraba sus cuadros, pero en lugar de crear hendiduras en el lienzo, Yan Pei-Ming abre heridas en nuestra percepción de la realidad. Cuando pinta a Obama, Putin o Ben Laden, no hace su retrato, disecciona su imagen pública con la precisión clínica de un cirujano loco. Roland Barthes habría adorado ver cómo deconstruye estas “mitologías” contemporáneas, reduciéndolas a su esencia más cruda.
Mirad cómo trata la figura de Napoleón en su cuadro “Napoleón, coronándose emperador, Violet” de 2017, inspirado en un boceto preparatorio de Jacques-Louis David. El emperador se corona a sí mismo, gesto de una arrogancia sublime que resume toda la hybris del poder. El color violeta no es una elección casual, es el color imperial por excelencia, pero también el del luto en algunas culturas. Yan Pei-Ming crea así un retrato que es a la vez una celebración y una condena del poder absoluto.
Esta ambivalencia la encontramos en su serie de retratos de Mao. Como antiguo pintor de propaganda durante la Revolución Cultural, conoce íntimamente el poder de la imagen política. Pero en lugar de perpetuar el mito, lo deconstruye. Sus Mao ya no son íconos intocables, sino presencias espectrales que nos miran con una intensidad perturbadora. Julia Kristeva habló de lo abyecto en el arte, estos retratos son la encarnación perfecta de ello, a la vez atractivos y repulsivos.
La segunda característica de su trabajo es su relación visceral con la muerte y la violencia de la historia. Sus cuadros de ejecuciones, sus retratos de cadáveres, sus paisajes apocalípticos no están para entretenernos. Nos enfrentan a la brutalidad de nuestra época con una honestidad que duele. Cuando pinta el cuerpo de Aldo Moro en el maletero de un Renault 4 rojo, o el de Pasolini en la playa de Ostia, no busca el sensacionalismo, nos obliga a mirar lo que preferiríamos ignorar. Es el Theodor Adorno en pintura, una demostración viva de que hacer arte después de Auschwitz solo es posible aceptando mostrar el horror sin adornos.
Su “Ejecución, después de Goya” de 2012 es particularmente reveladora en este sentido. Al revisitar “El 3 de mayo de 1808”, no se limita a copiar al maestro español, actualiza su mensaje para nuestra época. Los cuerpos de las víctimas en el suelo desaparecen, reemplazados por manchas de pintura blanca que parecen irradiar el lienzo. Esta ausencia hace que la escena sea aún más violenta, pues nos obliga a imaginar el horror en lugar de verlo directamente. Es Jacques Rancière quien hablaba de “la distribución de lo sensible”, pues bien, Yan Pei-Ming redefine esta distribución obligándonos a tomar una posición, a elegir nuestro bando en esta escena de violencia eternamente repetida.
La manera en que trata sus autorretratos es igualmente implacable. En su tríptico “¡Nombre de un perro! Un día perfecto”, se representa en la pose de Cristo crucificado, vestido con un simple short de jean. Es una ironía mordaz que habría hecho sonreír a Nietzsche, el artista que se sacrifica en el altar del arte contemporáneo, pero manteniendo su ropa de todos los días. Hay una tensión entre lo sagrado y lo profano que hace eco a las reflexiones de Giorgio Agamben sobre la profanación como acto político.
Sus pinturas de paisajes son tan violentas como sus retratos. En “Al este de Edén”, este lienzo monumental de 4 por 6 metros, crea un universo apocalíptico donde animales se desgarran en la oscuridad. Es Thomas Hobbes en pintura, la guerra de todos contra todos, la naturaleza en toda su brutalidad primitiva. Las pinceladas parecen dadas en un estado de pura rabia, como si el artista buscara exorcizar la violencia misma que representa.
La serie que creó durante la pandemia de COVID-19 lleva esta visión apocalíptica aún más lejos. Su díptico “Pandemic” de 2020 muestra una figura con traje hazmat en la periferia de París, rodeada de bolsas mortuorias. El uso del blanco y negro alcanza aquí un nivel de dramatismo casi insoportable. Las pinceladas agitadas crean una atmósfera de ansiedad pura que captura perfectamente el espíritu de este período. Es como si Francis Bacon hubiera pintado un reportaje de guerra.
Este año, en Florencia, expone “Los Funerales de Monna Lisa”, un pentapíptico donde transforma el icono de Leonardo en un memento mori monumental. Extiende el paisaje detrás de la Mona Lisa en dos enormes lienzos laterales, creando un espacio fúnebre donde la muerte acecha en cada pincelada. A los lados, coloca a su padre moribundo y a sí mismo en su lecho de muerte, una meditación sobre la finitud que habría fascinado a Martin Heidegger. Ya no es solo un diálogo con la historia del arte, es una confrontación existencial con nuestra propia mortalidad.
Lo más interesante de Yan Pei-Ming quizás sea su capacidad para crear una síntesis única entre Oriente y Occidente. Él toma las técnicas tradicionales de la pintura al óleo europea y las combina con la gestualidad de la caligrafía china, creando un estilo que trasciende las fronteras culturales. Cuando pinta a Buda o a su madre fallecida, hay algo que recuerda la teoría de Maurice Merleau-Ponty sobre la carne del mundo, esas figuras emergen de la materia pictórica como apariciones, a medio camino entre la presencia y la ausencia.
Sus retratos de su madre, realizados tras su muerte en 2018, son especialmente conmovedores. En “Mi madre”, un lienzo de 3,5 por 3,5 metros, el rostro de la anciana nos mira directamente, emergiendo de una red compleja de pinceladas que parecen una lluvia de lágrimas. Es como si el artista intentara retener la imagen de su madre a través de la propia materia de la pintura. Junto a éste, coloca “Paraíso Celestial para mi madre”, un paisaje donde ramas semejantes a sombras se extienden sobre montañas nebulosas. La yuxtaposición crea un diálogo silencioso entre retrato y paisaje, entre presencia y ausencia, entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
La manera en que trata el color es igualmente radical. Su uso del blanco y negro o del rojo y blanco no es una simple elección estética, es una posición filosófica. Al reducir su paleta a estas oposiciones fundamentales, crea un espacio pictórico donde la matiz ya no existe, donde todo se convierte en una cuestión de vida o muerte. Es como Carl Schmitt en pintura, amigo o enemigo, sin término medio posible. Incluso cuando introduce un tercer color, como el violeta en su retrato de Napoleón o el verde esmeralda en su Buda, lo hace para crear tensión y no armonía.
Su técnica en sí misma es una forma de violencia controlada. Pinta con pinceles gigantescos, algunos tan grandes como una escoba, en un proceso físicamente exigente que se asemeja más a un combate que a un acto de creación tradicional. Las huellas de estos enfrentamientos permanecen visibles en el lienzo, goteos, salpicaduras, zonas donde la pintura ha sido brutalmente retirada. Es una pintura que lleva las cicatrices de su propia creación.
Su manera de tratar la actualidad es igualmente brutal. Sus retratos recientes de Vladimir Putin y Volodymyr Zelensky, basados en portadas de la revista TIME, transforman estas imágenes mediáticas en íconos trágicos de nuestra época. El formato mismo de estas obras, trípticos en acuarela, sugiere una especie de retablo laico, donde las figuras del poder reemplazan a los santos de antaño. Es una forma de mostrar cómo los medios contemporáneos han sustituido a la religión en nuestra construcción de mitos colectivos.
Y, sin embargo, a pesar de toda esta violencia, hay en su trabajo una profunda humanidad. Cuando pinta a su madre, en esos retratos monumentales realizados tras su muerte, se siente una ternura que trasciende la brutalidad de su técnica. Ahí reside quizás el verdadero genio de Yan Pei-Ming: su capacidad para mostrarnos que incluso en las tinieblas más profundas de nuestra época, permanece un destello de humanidad. Un destello frágil, vacilante, pero persistente.
Su arte nos recuerda constantemente que vivimos en una época de contradicciones violentas. Por un lado, hemos creado sociedades de una sofisticación tecnológica sin precedentes; por otro, seguimos matándonos entre nosotros por ideologías y poder. Los retratos de Yan Pei-Ming son testigos implacables de esta contradicción fundamental.
Yan Pei-Ming pinta nuestra época tal como es: brutal, compleja, contradictoria. Nos tiende un espejo que refleja no lo que quisiéramos ver, sino lo que realmente somos. Y si eso te incomoda, mejor, es exactamente lo que busca hacer. En un mundo que a menudo prefiere desviar la mirada, su obra nos obliga a mantener los ojos bien abiertos.
















