Escuchadme bien, panda de snobs, es hora de hablar de Adrian Ghenie, nacido en 1977 en Baia Mare, Rumania, ese pintor que os hace salivar desde que el mercado del arte lo ha convertido en su nuevo juguete especulativo. Pero dejad de contar ceros y fijémonos en lo que hay detrás de este artista notable.
En su taller berlinés de 200 metros cuadrados, Ghenie manipula la pintura como Nietzsche manejaba el martillo, destrozando nuestras certezas sobre la historia del arte con una violencia jubilosa. ¿Su técnica? Pinta sin pinceles, prefiriendo las espátulas y las plantillas, como si quisiera decirnos que la tradición puede irse a vestir. Es como si Jackson Pollock hubiera decidido tener un hijo con Francis Bacon en un sótano rumano mientras Van Gogh miraba por la ventana.
Hablemos justamente de su relación con la historia, no la de los manuales escolares asépticos, sino la que apesta a carne y sangre. Ghenie dialoga con los fantasmas del siglo XX como nadie. Los convoca en sus lienzos en una danza macabra donde Hitler se codea con Van Gogh, donde Darwin aparece desfigurado como una figura de Francis Bacon tras una resaca. Ahí reside su primera gran fortaleza: su capacidad para hacer de la historia no un museo polvoriento, sino un campo de batalla contemporáneo donde las figuras históricas son maltratadas, torturadas, reinventadas.
Este enfoque hace eco del pensamiento de Walter Benjamin sobre la historia. En sus “Tesis sobre el concepto de la historia”, Benjamin nos hablaba de la necesidad de “peinar la historia al revés”. Ghenie hace exactamente eso, raspa la superficie lisa de nuestros relatos históricos para revelar las heridas abiertas. Cuando pinta “The Sunflowers in 1937”, no es un simple homenaje a Van Gogh, es una reflexión visceral sobre cómo la belleza puede coexistir con el horror. Los girasoles ya no son simplemente flores, se convierten en testigos mudos de una época en la que el arte “degenerado” estaba destinado a las llamas.
Los coleccionistas se lanzan sobre sus cuadros como buitres sobre una carroña fresca, pero lo que compran va mucho más allá de una simple inversión financiera. Cada cuadro de Ghenie es una bomba de relojería conceptual, lista para explotar en sus penthouses asépticos. Tomemos “Pie Fight Interior 12”: no es solamente una escena de batalla con crema, es una metáfora mordaz de nuestra época en la que la violencia se esconde bajo apariencias de entretenimiento.
Su técnica es brutal pero precisa, como un boxeador que sabe exactamente dónde golpear para hacer daño. Utiliza los cuchillos de paleta como bisturíes, diseccionando la superficie de sus lienzos para extraer una verdad que no siempre es agradable de mirar. Los colores luchan en el lienzo como gladiadores en una arena, creando composiciones que son tanto caóticas como perfectamente controladas. Es un Jackson Pollock que habría tomado clases de estrategia militar.
En su serie sobre Van Gogh, Ghenie no se limita a citar al maestro, lo canibaliza literalmente. Toma los íconos de la historia del arte y los pasa por su propio triturador mental, transformándolos en algo nuevo y profundamente perturbador. Su “Van Gogh” no es el de las postales y las tazas de café, es un espectro torturado que habita nuestra conciencia colectiva, un recordatorio de que el genio y la locura son a veces dos caras de la misma moneda.
La influencia de Francis Bacon es evidente en su obra, pero Ghenie no es un simple imitador. Toma la violencia visceral de Bacon y la lleva aún más lejos, creando figuras que parecen disolverse ante nuestros ojos como carne en ácido. Sus retratos no son representaciones, son autopsias psicológicas en directo. No pinta rostros, pinta lo que se esconde detrás de los rostros, los demonios interiores que habitan en todos nosotros.
Su serie “Dada Room” es un perfecto ejemplo de su capacidad para transformar la historia en algo vivo y peligroso. Al recrear la atmósfera de la Primera Feria Internacional Dada de Berlín, no hace una reconstrucción histórica, resucita el espíritu de rebelión y anarquía que animaba el movimiento Dada. Es como si los fantasmas de Hugo Ball y Marcel Duchamp hubieran decidido organizar una fiesta en su taller, con Francis Bacon como DJ.
En sus obras más recientes, Ghenie se enfrenta a nuestra era digital con la misma ferocidad con la que abordaba a los demonios del pasado. Sus figuras ahora están encorvadas sobre sus teléfonos y portátiles, conectadas a sus pantallas por cables que parecen tentáculos extraterrestres. Transforma nuestra postura contemporánea, esa mirada perpetuamente baja hacia nuestras pantallas, en una nueva forma de oración perversa, una devoción a dioses digitales que nos consumen lentamente.
Su serie de retratos de Marilyn Monroe, basada en las serigrafías de Warhol, es otro ejemplo de su capacidad para reinventar los iconos. Toma la imagen más reproducida en la historia del arte pop y la transforma en algo monstruoso y fascinante. Sus Marilyn ya no son símbolos de glamour, sino criaturas mutantes que parecen sacadas de un episodio particularmente oscuro de “Rick y Morty”. Es su forma de decirnos que incluso nuestros íconos más sagrados no están a salvo de su mirada corrosiva.
La fuerza de Ghenie es que crea imágenes que son a la vez seductoras y repulsivas. Sus cuadros son como esos accidentes de coche de los que no puedes apartar la mirada. Hay una belleza perversa en su modo de maltratar la pintura, de hacerla correr, rasparla, violentarla hasta que revela algo profundamente verdadero sobre nuestra condición humana. No busca la belleza convencional, busca la verdad, aunque deba arrancarla a la fuerza del lienzo.
En “The Fear of NOW”, su reciente exposición en la Galerie Thaddaeus Ropac, lleva aún más lejos su reflexión sobre nuestra época digital. Las figuras humanas se transforman en monstruos tubulares, sus cuerpos deformados por su relación tóxica con la tecnología. Un hombre con chándal Nike y zapatillas Adidas se encuentra fusionado con su ordenador portátil en una simbiosis de pesadilla. Es Cronenberg encontrándose con Black Mirror, con un toque de Francis Bacon para dar énfasis.
El propio artista admite tener una relación compleja con la tecnología, rozando la fobia. Esta ansiedad se refleja en cada pincelada, en cada deformación. Captura nuestra dependencia colectiva de las pantallas con precisión quirúrgica, transformando nuestras posturas cotidianas en cuadros de horror existencial. Nuestras cabezas permanentemente inclinadas hacia nuestros teléfonos se convierten en estudios sobre la sumisión voluntaria, naturalezas muertas del alma moderna.
Su técnica también evoluciona. Mientras antes usaba principalmente cuchillos de paleta y plantillas, ahora incorpora el carboncillo en su proceso creativo. Este medio le permite construir y borrar sus imágenes como quien borra el historial de su navegador, creando obras que parecen siempre en transición, nunca completamente fijadas. Esto es particularmente evidente en sus recientes retratos de Marilyn Monroe, donde el rostro icónico se disuelve en un torbellino de trazos y manchas.
La ironía es que este artista que tanto teme a la tecnología se ha convertido en uno de los comentaristas más perspicaces de nuestra era digital. Sus cuadros capturan a la perfección la paradoja de nuestra época: cuanto más conectados digitalmente estamos, más parecemos disolverse físicamente. Los cuerpos en sus cuadros recientes son como datos corruptos, archivos dañados que intentan desesperadamente mantener una forma humana.
Lo fascinante es que a pesar de toda esta violencia pictórica, sus obras conservan una extraña poesía. Incluso en sus cuadros más pesadillescos, hay momentos de pura gracia, pasajes donde la pintura trasciende su material para convertirse en pura emoción. Es como si Ghenie nos dijera que incluso en las horas más oscuras de la historia, incluso en nuestro presente distópico, la belleza siempre encuentra la forma de sobrevivir.
Su éxito comercial podría hacer pensar que se ha ablandado, que ha encontrado una fórmula que funciona y se mantiene en ella. Nada más falso. Cada nueva exposición muestra a un artista que sigue tomando riesgos, que continúa empujando los límites de lo que la pintura puede expresar. Sus recientes instalaciones en la iglesia Madonna della Mazza en Palermo, donde coloca a un prisionero con un mono naranja en la cruz, demuestran que no ha perdido su capacidad para provocar y hacer reflexionar.
Así que sí, pueden seguir maravillándose con los precios que alcanzan sus obras en las subastas, pero se perderán lo esencial. Ghenie es mucho más que una inversión lucrativa para coleccionistas ávidos de emociones fuertes. Es un artista que ha comprendido que la pintura debe ser un espejo roto que nos devuelve los fragmentos de nuestra humanidad fracturada. No busca consolarnos con imágenes bonitas, prefiere confrontarnos con nuestros demonios, sean históricos o contemporáneos.
La pintura de Ghenie es como un virus informático que se infiltra en nuestra conciencia colectiva, corrompiendo nuestras certezas e ilusiones de seguridad. Sus cuadros son caballos de Troya visuales que, bajo un manto de belleza formal, introducen en nuestras mentes preguntas perturbadoras sobre nuestra relación con la historia, con la tecnología, con nuestra propia humanidad. Y si algunos críticos lo tachan de facilón o carente de sutileza, es que no han entendido nada. La sutileza es un lujo que ya no podemos permitirnos en una época donde la realidad supera a la ficción en absurdo.
















