Escuchadme bien, panda de snobs. Os voy a hablar de una artista que transformó hilos de cobre ordinarios en poesía visual, y cuya visión trasciende las categorías fáciles en las que siempre intentáis encasillar el arte. Bronwyn Oliver, esa escultora australiana fallecida prematuramente en 2006, no era simplemente una artista que creaba objetos hermosos, era una arquitecta de lo invisible, una matemática de la forma, que buscaba capturar la esencia misma de la existencia.
Olvidad lo que creéis saber sobre la escultura contemporánea. La obra de Oliver no se inscribe en las tendencias efímeras ni en las modas pasajeras que obsesionan al mundo del arte. En una época en la que tantos artistas se orientaban hacia la instalación, el vídeo y otras formas de arte efímero, Oliver ha perseguido resueltamente su búsqueda para crear obras complejas y sustanciales, primero en papel y fibra de vidrio, y luego exclusivamente en metal. Sus esculturas desafían nuestra comprensión convencional de lo que puede ser un objeto en tres dimensiones.
Cuando observo una obra como “Hatchery” (1991), esa forma de cuerno de carnero en cobre que alberga tres huevos en su interior, no veo simplemente un objeto decorativo, sino una meditación profunda sobre la protección, la gestación y la vulnerabilidad. La propia Oliver dijo: “Intento crear la vida. No en el sentido de seres, animales, plantas o máquinas, sino ‘la vida’ en el sentido de una especie de fuerza. Una presencia, una energía en mis objetos a la que un ser humano puede responder a nivel del alma o del espíritu” [1]. Esta búsqueda espiritual hace de Oliver no solo una simple artesana, sino una verdadera filósofa de la forma.
Hay algo profundamente paradójico en su trabajo. Sus esculturas en cobre parecen a la vez arcaicas y futuristas, orgánicas y geométricas, masivas y ligeras. Tomemos “Globe” (2002), esa esfera de tres metros de diámetro instalada en la Universidad de Nueva Gales del Sur, la obra ocupa el espacio con autoridad, pero su estructura abierta permite que el aire y la luz la atraviesen, creando un juego de sombras que se convierte en parte integrante de la experiencia. Es como si Oliver hubiera entendido que la materia no es más que una manifestación temporal de energías más profundas.
Lo que impresiona de inmediato en la obra de Oliver es su dominio técnico. Cada escultura representa meses de trabajo meticuloso, de torsión y soldadura de hilos de cobre. Este enfoque laborioso no es sino un recordatorio del arte medieval, donde la devoción se manifestaba mediante la atención minuciosa al detalle. En nuestra cultura del instante y lo desechable, el trabajo de Oliver constituye un acto de resistencia, una celebración de la lentitud y la contemplación.
Pero reducir su arte a su técnica sería un grave error. Oliver precisamente refutó esta visión cuando respondió al historiador de arte Graeme Sturgeon, quien ponía demasiado énfasis en el aspecto artesanal de su trabajo: “Considero que la referencia al aspecto artesanal de mi trabajo trivializa mis intenciones. La artesanía en la fabricación es importante solo al servicio de una idea. Lo que importa es el compromiso con la idea” [2]. ¡Y qué idea! Oliver buscaba crear objetos que trascienden su materialidad para convertirse en portales hacia otra dimensión de la existencia.
Si realmente queremos comprender la profundidad de la obra de Oliver, debemos examinarla a través del prisma de la poética del espacio. No aquella que Gaston Bachelard teorizó, sino la que emerge del encuentro entre el vacío y la forma, entre el interior y el exterior. Oliver estaba obsesionada con esta dialéctica, esa tensión fértil entre lo que contiene y lo contenido.
En “Siren” (1986), esta concha gigante de papel, fibra de vidrio y caña cuya apertura revela un interior rosa e íntimo, Oliver invita al espectador a examinar el espacio interior de la escultura. Esta relación entre el interior y el exterior constituye una preocupación constante en su trabajo. Como ella declaró: “Intento llamar la atención sobre el espacio interior en mi trabajo. Intento energizar el vacío. El exterior de la obra es una descripción del potencial en el vacío interior. La sombra comprime el vacío” [3].
Esta preocupación por el espacio interior no es simplemente formal, es profundamente filosófica. En la tradición occidental, tendemos a pensar en términos de sustancias sólidas, de materialidad concreta. Pero Oliver, quizás influenciada por su formación en la Chelsea School of Art en Londres y sus estancias en Francia, ha desarrollado una sensibilidad que valora tanto el vacío como la plenitud, la ausencia como la presencia.
Tomemos “Vine” (2005), esta escultura monumental de 16,5 metros de alto que se eleva en el vestíbulo del Hilton de Sídney como una liana fantástica. Hecha de 380 kilogramos de aluminio, sin embargo desafía la gravedad, creando una impresión de ligereza y movimiento ascendente. No es simplemente un logro técnico, es una meditación sobre cómo el espacio puede ser activado, energizado, transformado por la presencia de una forma que parece a la vez sólida y evanescente.
Oliver estaba fascinada por las estructuras que parecen emerger del interior hacia el exterior, como si fueran generadas por una fuerza vital invisible. Sus obras a menudo dan “pistas crípticas de su fabricación”, como observó su biógrafa Hannah Fink [4]. Esta cualidad autopoietica, esta impresión de que las esculturas se han creado de alguna manera a sí mismas, confiere a su trabajo un aura de misterio y autonomía.
En “Eddy” (1993), una forma serpentina que parece capturar el movimiento de un remolino congelado en el metal, Oliver consigue traducir un fenómeno dinámico y fluido en una estructura sólida y perdurable. Al hacerlo, nos invita a repensar nuestra comprensión de la materia y la energía, a ver cómo las fuerzas invisibles que moldean nuestro mundo pueden hacerse tangibles y visibles a través del arte.
La relación entre la obra y su sombra también es fundamental en la poética espacial de Oliver. Como señaló Julie Ewington, comisaria de la exposición retrospectiva de TarraWarra, las sombras proyectadas por sus esculturas “compiten con las propias esculturas y las acechan”. Estos dibujos espectrales en la pared multiplican la fisicalidad de las obras, creando una dimensión adicional que trasciende la simple materialidad del objeto.
Si la poética del espacio es una clave esencial para comprender la obra de Oliver, su relación con la escritura y el lenguaje ofrece otra perspectiva interesante. Oliver estaba profundamente interesada en la caligrafía, en cómo los movimientos de la mano traducen el pensamiento en signos visibles. Esta preocupación es particularmente evidente en obras como “Trace” (2001), donde la escultura parece encarnar el flujo de una escritura tridimensional.
“Al formar letras para hacer palabras, la pluma se eleva y se baja contra el papel en un ritmo ligado al significado de las palabras y al espíritu del escritor”, explicaba Oliver. “La forma tridimensional de la escultura se eleva y se baja contra la pared, a veces estrechándose, a veces hinchándose, a veces superponiéndose o curvándose sobre sí misma, pero siempre en un movimiento continuo como si brotara de una ‘mano’ invisible” [5].
Esta analogía con la escritura no es superficial. Revela una comprensión profunda de cómo el pensamiento se encarna en gestos físicos, cómo las ideas abstractas toman forma en el mundo material. Oliver comparó su trabajo con una fuga de Bach, “algo formal con vida”, sugiriendo que, al igual que en la música del compositor alemán, sus esculturas buscan un equilibrio perfecto entre estructura matemática y expresión emocional.
Como experta en punto y costura, Oliver veía paralelismos entre estas actividades tradicionalmente femeninas y su trabajo como escultora. “Todo ese rollo de manazas”, decía hablando de la soldadura y el brasado, “es simplemente costura” [6]. Esta perspectiva subversiva desafía las jerarquías convencionales que separan las bellas artes de la artesanía, el trabajo intelectual del trabajo manual.
La relación de Oliver con el lenguaje también se manifiesta en los títulos que daba a sus obras. Palabras simples, a menudo monosílabas, “Globe”, “Lock”, “Trace”, “Palm”, que resuenan como encantamientos poéticos, abriendo espacios de significado sin imponer interpretaciones rígidas. Estos títulos funcionan como invitaciones más que como explicaciones, creando un campo semántico abierto donde la imaginación del espectador puede vagar libremente.
En “Web” (2002), Oliver cosió literalmente piezas de cobre juntas con hilo metálico, creando una estructura que evoca tanto una tela de araña como una red compleja. Esta obra encarna perfectamente su concepción de la escultura como una forma de escritura espacial, donde cada conexión, cada unión, contribuye a un sistema de significado complejo y orgánico.
Oliver usó a menudo formas en espiral en su trabajo, un motivo que aparece con una “regularidad metrónómica”, según Helen Hughes. Ya evoque la concha de un caracol, un torbellino o una cóclea humana, la espiral representa una figura profundamente significativa: “La línea de una espiral vuelve sobre sí misma mientras avanza hacia otro lugar; también culmina en una apertura, sugiriendo, como escribió Svetlana Boym sobre la espiral diagonal ascendente del Monumento a la Tercera Internacional de Tatlin, ‘la infinidad de la finalidad, y no la síntesis'” [7].
Esta apertura, esta negativa al cierre, caracteriza toda la obra de Oliver. A pesar de la solidez de su medio, casi todas sus esculturas afirman una apertura esencial, una negativa a ser cerradas, introspectivas, o a dar la espalda al mundo. Invitan a la mirada a atravesarlas, a explorar sus interiores misteriosos, a seguir sus contornos como se sigue el hilo de un pensamiento o los meandros de un texto poético.
Hay algo alquímico en el trabajo de Oliver, una transformación profunda que va mucho más allá de la simple modelación del metal. Sus esculturas, con sus pátinas verdes y marrones, evocan objetos arqueológicos, artefactos de una civilización desaparecida o reliquias de un futuro lejano. Existen en un tiempo que no es del todo el nuestro, desafiando la temporalidad lineal para conectarnos con ritmos más profundos y cíclicos.
La crítica de arte Hannah Fink observó precisamente que Oliver “tenía esa rara habilidad: ella sabía cómo crear belleza” [8]. Pero esa belleza nunca es superficial o decorativa. Surge de un enfrentamiento honesto con la materia, de una comprensión profunda de sus propiedades y potencialidades. El cobre, con su ductilidad y su capacidad para desarrollar una rica pátina con el tiempo, era el material perfecto para sus exploraciones de la forma y el tiempo.
Algunas de sus obras evocan formas biológicas, conchas, garras, nidos, plumas, pero Oliver siempre resistió la idea de que su trabajo estaba “basado en la naturaleza”. Como ella afirmó firmemente a Graeme Sturgeon, quien insistía en esa interpretación: “No he observado ni aprendido de la naturaleza. No soy, ni era entonces, ‘tentada a llegar a un resultado similar aplicando los mismos principios estructurales encontrados en la naturaleza.’ No me interesa. Me interesa lo que los materiales pueden hacer” [9].
Esta insistencia en la autonomía de su trabajo respecto a las formas naturales es significativa. Sugiere que Oliver veía sus esculturas no como imitaciones o representaciones, sino como entidades por derecho propio, existiendo según sus propias leyes y lógicas. Como ella explicó, intentaba que su trabajo fuera simultáneamente, y a la vez ni uno ni otro, orgánico y artificial, y esperaba que sus mejores obras pudieran “flotar entre las dos posibilidades de creación”.
Esta posición ambigua, esta oscilación entre diferentes categorías ontológicas, confiere a la obra de Oliver una cualidad verdaderamente única. Sus esculturas no son ni abstractas ni figurativas, ni conceptuales ni expresionistas, ni minimalistas ni barrocas, o mejor dicho, son todo eso a la vez, trascendiendo las dicotomías fáciles para crear una experiencia estética que desafía la categorización.
Tomen “Big Feathers” (1999), esas dos grandes formas en forma de plumas suspendidas sobre el centro comercial peatonal de Queen Street en Brisbane. Más allá de su belleza formal, estas esculturas establecen “la historia de los desfiles de Queen Street así como la conexión del malecón entre la tierra y el cielo” [10]. Funcionan simultáneamente como objetos estéticos y como marcadores simbólicos, creando un espacio de resonancia entre lo cotidiano y lo cósmico, lo material y lo espiritual.
Esta capacidad de infundir formas aparentemente simples con un significado profundo y multicapa distingue a Oliver de los escultores más literales o didácticos. Sus obras no nos dicen qué pensar o sentir, crean condiciones en las que puede surgir una experiencia auténtica, donde el espectador se convierte en un participante activo en la creación del sentido.
Hay cierta ironía en el hecho de que la obra de Oliver, tan profundamente preocupada por la conexión y la relación, haya sido creada en un relativo aislamiento. Descrita como “reclusa” y “muy privada”, mantenía una distancia deliberada entre ella misma y el mundo del arte más amplio, prefiriendo concentrarse intensamente en su propio proceso creativo en lugar de involucrarse en los juegos sociales y políticos que animan tan a menudo la escena artística contemporánea.
Esta soledad no era simplemente una preferencia personal, era intrínseca a su práctica artística. El proceso de creación de sus esculturas era físicamente exigente y solitario, implicando horas interminables de trabajo meticuloso con materiales obstinados. Sus manos sangraban a menudo debido a los cortes causados por el alambre de cobre. Esta dimensión corporal, este enfrentamiento directo con la materia, es esencial para entender la profundidad de su compromiso.
Oliver trabajaba con una disciplina casi monástica, levantándose a las 5 de la mañana (usando tres despertadores para asegurarse de no perder la hora), corriendo siete kilómetros antes del desayuno, y luego trabajando hasta las 23 horas. Este régimen riguroso, junto con una dieta estricta centrada en cereales, frutas y verduras, excluyendo la carne, testimonia una devoción total a su arte que rozaba el ascetismo.
Es tentador ver en esta intensidad una explicación de su trágico final. En 2006, a la edad de 47 años, Oliver se suicidó ahorcándose en su estudio. Los análisis póstumos revelaron niveles tóxicos de cobre en su organismo, nueve veces la cantidad normal, posiblemente debido a su prolongada exposición al material de sus esculturas. El cobre, que había sido el medio de su expresión artística, se había convertido literalmente en parte de ella misma, quizás contribuyendo a su estado mental en los últimos años de su vida.
Pero reducir su vida y su obra a ese trágico final sería un error. La potencia de sus esculturas trasciende las circunstancias de su creación, hablándonos con una claridad y vitalidad que desafían el tiempo. Como observó John McDonald: “Todas las cosas que recientemente se han dicho sobre Oliver, que era hermosa, inteligente, encantadora, podrían también decirse sobre su obra” [11].
Lo que queda son esos objetos extraordinarios que continúan cautivando nuestra imaginación y estimulando nuestro pensamiento. Obras como “Unity” (2001), con sus curvas voluptuosas y su estructura aérea, que parece a la vez sólida y etérea, sustancial e inmaterial. O “Shield” (1995) y “Wrap” (1997), esas piezas raras que contradicen la apertura esencial de la mayoría de sus esculturas, sugiriendo temas de protección, aislamiento, quizás incluso de encierro.
A pesar de estas ocasionales notas de melancolía, la obra de Oliver es fundamentalmente afirmativa, celebrando la belleza y complejidad del mundo material mientras apunta hacia dimensiones de experiencia que van más allá de la mera materialidad. Sus esculturas nos invitan a ver el mundo con ojos nuevos, a notar cómo la luz juega sobre las superficies, cómo las formas emergen del espacio, cómo el vacío y la plenitud se definen mutuamente.
La obra de Bronwyn Oliver nos recuerda por qué el arte importa. En un mundo cada vez más virtual y descarnado, sus esculturas nos anclan en la realidad física, invitándonos a un encuentro directo y no mediado con la materia transformada por la imaginación humana. Nos recuerdan que la belleza no es un lujo sino una necesidad, una expresión de nuestra capacidad fundamental para encontrar sentido y valor en nuestra existencia encarnada.
Como dijo la misma Oliver: “Mi trabajo trata sobre la estructura y el orden. Es la búsqueda de una especie de lógica: una lógica formal, escultórica y poética. Es un proceso conceptual y físico de construcción y retracción al mismo tiempo. Busco desnudar las ideas y asociaciones hasta (física y metafóricamente) simplemente los huesos, exponiendo la vida aún contenida en su interior” [12].
En ese despojo, esta reducción a lo esencial, Oliver encontró una riqueza y profundidad que continúa hablándonos, invitándonos a explorar nuestras propias experiencias de vida, muerte, materia y espíritu. Su legado no es simplemente un conjunto de objetos bellos, sino una manera de ver y estar en el mundo que valora la atención, la precisión y la apertura al asombro.
Así que, panda de snobs, la próxima vez que veáis una escultura de Oliver, sea “Palm” en los Jardines Botánicos de Sídney, “Globe” en la Universidad de Nueva Gales del Sur, o “Big Feathers” en Brisbane, tomad el tiempo para observarla atentamente. No con una mirada superficial, sino con una observación prolongada que os permita dialogar verdaderamente con la obra. Las revelaciones que ella puede ofrecer podrían sorprenderos.
- Oliver, citada en “The sculpture of Bronwyn Oliver” en TarraWarra Museum of Art, Healesville, Victoria, 2016.
- Oliver, Bronwyn, correspondencia con Graeme Sturgeon, citada en Hannah Fink, “Bronwyn Oliver: Strange Things”, Piper Press, Sídney, 2017.
- Oliver, entrevista con Max Cullen, Sunday, ABC TV, 1993.
- Fink, Hannah, “Strange Things”, en HEAT 4. Burnt Ground, ed. Ivor Indyk, noviembre 2002.
- Oliver, citada en National Sculpture Prize & Exhibition 2001, National Gallery of Australia, Canberra, 2001.
- Oliver, entrevista con Hannah Fink, 1999.
- Hughes, Helen, “La escultura de Bronwyn Oliver”, memoreview.net, 2017.
- Fink, Hannah, Bronwyn Oliver (1959, 2006), obituario, Roslyn Oxley9 Gallery, Sídney, 10 de julio de 2006.
- Oliver, Bronwyn, correspondencia con Graeme Sturgeon, citada en Kip Williams, discurso de lanzamiento para “Bronwyn Oliver: Strange Things”, 14 de octubre de 2017.
- Descripción de “Big Feathers” para la ciudad de Brisbane, 1999.
- McDonald, John, “El desenredar de la vida y la obra”, en Spectrum, The Sydney Morning Herald, 19-20 de agosto de 2006.
- Oliver, declaración de artista, citada en Felicity Fenner, Bronwyn Oliver, Moet & Chandon, Epernay, 1995.
















