Escuchadme bien, panda de snobs, dejad todo lo que estáis haciendo y contemplad por un instante la atrevimiento vertiginoso de Sherrie Levine. Esta artista, nacida en 1947, esta mujer que tuvo la magnífica osadía de apropiarse de obras canónicas de la historia del arte para rehacerlas idénticas, sin disculparse y sin pestañear. Cuando Levine fotografía las fotos de Walker Evans, cuando rehace los desnudos de Egon Schiele o cuando funde en bronce el urinario de Duchamp, no se limita a copiar, comete un acto de valentía intelectual que pulveriza los mismos cimientos de la originalidad artística.
Desde su impactante irrupción en la escena neoyorquina a finales de los años 70, Levine se ha impuesto como una de las figuras más inquietantes del arte contemporáneo. Su primera exposición individual en Metro Pictures en 1981, donde presentó sus ahora famosas fotografías tituladas “After Walker Evans”, fue un auténtico golpe en el estómago del mundo del arte [1]. Con este gesto simple pero definitivo, Levine se inscrito en la línea de los grandes iconoclastas al tiempo que escenifica una profunda reflexión sobre la noción de autor.
Pero no os equivoquéis, el arte de Levine no es un mero ejercicio de copia cínica. Es más bien una negociación compleja con el pasado, una manera de invitarse a la mesa de los grandes maestros masculinos que han dominado la historia del arte. Como ella misma dijo acertadamente a Janet Malcolm: “Como mujer, sentía que no había lugar para mí. Todo este sistema artístico estaba diseñado para celebrar esos objetos del deseo masculino. ¿Dónde, como artista mujer, podía situarme?” [2]. Esta cuestión, fundamentalmente feminista, subyace en toda su obra.
El poder de Levine radica en su capacidad para crear obras que son al mismo tiempo familiares y extrañamente nuevas. Tomemos “Fountain (Buddha)” (1996), su versión en bronce pulido del urinario de Duchamp. El objeto original, ya un acto de provocación radical en 1917, se convierte bajo las manos de Levine en algo aún más ambiguo, una escultura preciosa que evoca no solo a Duchamp sino también a Brancusi, como la propia artista ha notado con sorpresa [3]. Ya no es un simple readymade, sino un objeto cargado de una nueva sensualidad, de un aura que Duchamp buscaba precisamente eliminar.
Para comprender plenamente el enfoque de Levine, hay que situarla en el contexto más amplio del posestructuralismo francés y la teoría literaria. Su obra constituye una encarnación perfecta de lo que Michel Foucault llamaba “la función-autor”, esa idea de que el autor no es una persona real sino una construcción cultural que sirve para organizar y controlar la producción de sentido [4]. Al volver a fotografiar a Evans o reproducir a Duchamp, Levine pone de manifiesto el mecanismo por el cual ciertos nombres se convierten en significantes culturales poderosos, fuentes de autoridad y valor.
La teoría de Foucault sobre las relaciones entre conocimiento y poder encuentra una expresión visual perfecta en los gestos apropiacionistas de Levine. Cuando ella se apodera de las imágenes icónicas de la historia del arte, revela las estructuras de poder que determinan qué obras son canonizadas y cuáles son marginadas. Su interés por fotógrafos como Walker Evans no es casual, se trata de cuestionar cómo estas imágenes se convirtieron en monumentos culturales, cómo adquirieron su estatus privilegiado en nuestros museos y en los libros de historia.
Foucault nos enseñó a ver cómo el discurso construye sus propios objetos, cómo produce aquello que simplemente pretende describir. La obra de Levine funciona precisamente de esta manera, no representa simplemente el mundo, interviene activamente en los sistemas de representación que moldean nuestra percepción del mundo. Cuando ella reproduce las fotografías de Edward Weston que representan a su hijo desnudo, no se limita a apropiarse de estas imágenes, sino que también revela cómo estas fotografías participan en la construcción de ideales masculinos específicos, cómo se inscriben en una larga tradición de objetivación de los cuerpos [5].
El trabajo de Levine constituye también una profunda meditación sobre la noción del tiempo en el arte. Al retomar obras del pasado, ella crea lo que el filósofo Jacques Rancière llamaría un “anacronismo deliberado”, una colisión temporal que perturba nuestra percepción de la historia como un flujo lineal y progresivo [6]. Sus apropiaciones funcionan como máquinas para explorar el tiempo, creando cortocircuitos temporales que cuestionan la misma idea de progreso artístico.
Rancière sugiere que el arte contemporáneo se caracteriza precisamente por esta capacidad de reelaborar las formas del pasado, de reactivarlas en el presente. Para él, la estética no es una teoría del arte, sino una “configuración de lo sensible”, una forma de organizar lo que puede ser visto, dicho y pensado en una época dada [7]. El trabajo de Levine interviene precisamente a este nivel, ella reorganiza lo sensible desplazando imágenes de un contexto a otro, perturbando las jerarquías establecidas de visibilidad.
Consideremos su serie “After Ernst Ludwig Kirchner” (1982), donde retoma las figuras expresionistas de Kirchner pero las vacía de su expresividad original. Este gesto no es una simple apropiación formal, es una interrogación fundamental sobre el estatus de la expresión en el arte moderno. Levine afronta aquí uno de los mitos fundacionales del modernismo, la idea de que el arte es la expresión auténtica de una interioridad subjetiva. Al retomar las formas expresionistas pero vaciándolas de su supuesta carga emocional, ella revela el carácter construido de esta noción de expresión auténtica [8].
Esta dimensión política de la obra de Levine suele subestimarse en favor de una lectura más formal o conceptual. Sin embargo, como señaló Craig Owens, su trabajo se inscribe plenamente en una crítica feminista de los sistemas de representación dominantes [9]. Al apropiarse de obras canónicas producidas por hombres, Levine no se limita a cuestionar la originalidad artística, sino que también desafía la distribución de género del poder simbólico en el campo artístico.
El genio de Levine es haber entendido que la mejor manera de criticar el sistema no era huir de él sino habitarlo de manera diferente. En lugar de buscar un lenguaje artístico “auténticamente femenino” fuera de las tradiciones establecidas, ella eligió ocupar esas tradiciones desde dentro, parasitarlas, hacer que funcionaran mal. Es una estrategia que Rancière calificaría de “disensual”, no una simple oposición frontal sino una reconfiguración sutil de las coordenadas de lo sensible [10].
Tomemos sus pinturas “Melt Down” (1990), esos monocromos derivados de un promedio numérico de los colores de cuadros famosos. Al reducir obras complejas a un solo color uniforme, Levine realiza una especie de abstracción al cuadrado, abstrae lo que ya era abstracto. Al hacerlo, revela el carácter arbitrario de la abstracción modernista, su estatus de convención históricamente situada más que una verdad trascendente. Estos monocromos son como fantasmas de cuadros, presencias espectrales que acechan la historia del arte [11].
Esta dimensión espectral es particularmente evidente en sus “Knot Paintings” (1985), esos paneles de contrachapado donde pintó los nudos de la madera con colores vivos. Estas obras juegan con la idea de una naturaleza que siempre estaría ya codificada, ya marcada por significados culturales. Los nudos de la madera, esos “accidentes” naturales, se convierten bajo su pincel en signos deliberados, marcas de una intencionalidad artística paradójica pues solo subraya lo que ya estaba allí [12].
El trabajo de Levine nos invita así a reconsiderar radicalmente nuestra relación con la historia del arte. No como un patrimonio a venerar o rechazar, sino como un campo de fuerzas activas con las que es posible mantener relaciones complejas y ambivalentes. Su obra encarna lo que Rancière llama el “malestar en la estética”, esa conciencia aguda de las contradicciones inherentes a nuestra experiencia contemporánea del arte [13].
Porque si Levine retoma obras modernistas, es también porque mantiene con ellas una relación de amor crítico. Como ella misma ha afirmado: “Intento hacer colapsar los aspectos utópicos y distópicos del alto modernismo” [14]. No es una simple deconstrucción cínica, sino más bien un homenaje ambiguo, una manera de mantener viva una tradición mientras expone sus limitaciones y puntos ciegos.
Esta ambivalencia es particularmente visible en “La Fortuna (Después de Man Ray)” (1990), esas mesas de billar lujosas inspiradas en un cuadro de Man Ray. Al transformar una imagen surrealista en objetos físicos suntuosos, Levine difumina la frontera entre representación y realidad, entre el arte como crítica de la mercancía y el arte como mercancía de lujo. Estas mesas encarnan perfectamente lo que la artista ha llamado “esa zona curiosa donde la mercancía se encuentra con lo sublime” [15].
La fuerza de Levine reside precisamente en su capacidad para mantener estas contradicciones sin buscar resolverlas. En lugar de proponer una alternativa utópica al arte modernista, ella elige habitar sus ruinas, explorarlas como un arqueólogo explora una civilización desaparecida. Al hacerlo, nos invita a una relación más compleja con nuestro legado cultural, ni veneración ciega, ni rechazo simplista, sino una forma de apropiación crítica y creativa.
En sus fotografías inspiradas en Rodchenko, sus “chevrones” inspirados en Mondrian, o sus esculturas inspiradas en Brancusi, Levine practica un anacronismo metódico, que es una manera de hacer dialogar diferentes temporalidades artísticas, de crear cortocircuitos productivos entre pasado y presente. Su trabajo nos muestra que la historia del arte no es una progresión lineal hacia una originalidad cada vez mayor, sino un campo de fuerzas en constante reconfiguración.
La obra de Sherrie Levine nos invita a replantear fundamentalmente nuestra relación con el arte y su historia. En lugar de buscar desesperadamente la novedad a cualquier precio, nos sugiere que tal vez sea más interesante explorar las potencialidades aún inexploradas de lo ya visto, de lo ya hecho. En un mundo saturado de imágenes, donde la exigencia de originalidad se ha convertido en un cliché publicitario, la estrategia de Levine resulta sorprendentemente pertinente. Nos recuerda que la repetición no es necesariamente estéril, que puede ser, por el contrario, el sitio de una diferencia sutil pero decisiva.
Así que la próxima vez que contemple una obra de Sherrie Levine, ya sea sus fotografías después de Walker Evans, sus fuentes de bronce, o sus monocromos digitales, recuerde que no está simplemente ante una copia, sino ante un cuestionamiento profundo acerca de lo que significa hacer arte hoy en día. Un cuestionamiento que no ha perdido ni su pertinencia ni su fuerza subversiva.
- Douglas Crimp, “Pictures”, October, Vol. 8 (Primavera, 1979).
- Janet Malcolm, “Una chica del espíritu de la época”, The New Yorker, 20 de octubre de 1986, citado en Howard Singerman, Art History, After Sherrie Levine (Berkeley: University of California Press, 2012).
- Sherrie Levine, entrevistada por Martha Buskirk, October, Vol. 70 (Otoño, 1994).
- Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, Bulletin de la Société française de philosophie, 63ª año, nº 3, julio-septiembre 1969.
- Eleonora Milani, “Sherrie Levine: Una cuestión de indiscernibilidad”, Flash Art, 2016.
- Jacques Rancière, “El concepto de anacronismo y la verdad del historiador”, L’Inactuel, nº 6, 1996.
- Jacques Rancière, Le Partage du sensible : Esthétique et politique (París: La Fabrique, 2000).
- Howard Singerman, Art History, After Sherrie Levine (Berkeley: University of California Press, 2012).
- Craig Owens, “El discurso de los otros: feministas y posmodernismo”, en The Anti-Aesthetic: Essays on Postmodern Culture, Hal Foster (ed.) (Port Townsend: Bay Press, 1983).
- Jacques Rancière, Le Spectateur émancipé (París: La Fabrique, 2008).
- Roberta Smith, “Halago (¿Sincero?) ligeramente espolvoreado con ironía”, The New York Times, 10 de noviembre de 2011.
- Hélène Trespeuch, “Sherrie Levine, del apropiacionismo al simulationismo”, Marges, nº 17, 2013.
- Jacques Rancière, Malaise dans l’esthétique (París: Galilée, 2004).
- Sherrie Levine, entrevistada por Martha Buskirk, October, Vol. 70 (Otoño, 1994).
- Ibid.
















