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Franz West y el arte de la perturbación alegre

Publicado el: 13 Marzo 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 7 minutos

Franz West transforma la torpeza en elegancia, invitando al espectador a participar físicamente en una experiencia estética que reconcilia el cuerpo y la mente en esculturas deliberadamente imperfectas pero profundamente humanas.

Escuchadme bien, panda de snobs. Franz West era un genio del “cualquier cosa”. Un perturbador que encontraba en lo informal y lo torpe una forma de elegancia que nunca podríais entender quedándoos sentados en vuestras sillas de diseño perfectamente ergonómicas, contemplando cuadros de una perfección aburrida. El arte de West es una bofetada dada con una sonrisa feroz, una broma perversa contada durante una cena pretenciosa, y es precisamente lo que el arte contemporáneo necesita desesperadamente.

Cuando pienso en Franz West, pienso en Mijaíl Bajtin y su concepto del “realismo grotesco” que celebra los orificios del cuerpo, esas zonas de paso entre el interior y el exterior. West estaba obsesionado con los mismos territorios corporales, esos lugares donde lo absurdo se encuentra con lo universal. Sus esculturas al aire libre, como estos “Sitzwurst” (2000), esas gigantescas formas de aluminio lacado que parecen excrementos multicolores, no son solo provocaciones gratuitas, sino invitaciones a abrazar nuestra naturaleza común, la que todos compartimos detrás de nuestras fachadas sociales. Como escribe Rosanna McLaughlin sobre West, “quizá logró algo que pocos han conseguido: encontrar una forma, y un tema, capaz de tocar a un público tan fracturado y diverso como el gran público” [1]. Esta dimensión bajtiniana nos recuerda que el cuerpo grotesco es fundamentalmente democrático, todos defecamos, al fin y al cabo. West lo entendió mejor que nadie.

El otro gran tema que recorre la obra de West es su relación compleja con la filosofía del lenguaje de Ludwig Wittgenstein. Si Wittgenstein se preguntaba “¿qué se supone que debe mostrar lo que [estas palabras] significan, sino el tipo de uso que tienen?” [2], West tradujo esta cuestión en términos escultóricos. Sus famosos “Passstücke” (o “Accesorios adaptativos”), esas extrañas esculturas que los espectadores son invitados a manipular, ponerse, llevar como extensiones corporales absurdas, son investigaciones sobre el significado a través del uso. Su abstracción voluntaria, ni del todo reconocibles, ni completamente alienantes, crea un espacio de indeterminación donde el sentido emerge únicamente mediante la interacción. Un mismo “Passstück” puede convertirse en un cuello, una bandeja de vendedor, un sombrero o un violín según la forma en que se utilice. West transformó la cuestión filosófica de Wittgenstein, ¿cómo adquieren significado las palabras?, en una experiencia física directa: ¿cómo se vuelven significativos los objetos?

Esta concepción wittgensteiniana del sentido como uso es particularmente evidente en las fotografías de los primeros “Passstücke”, algunas de las cuales fueron tomadas frente a la casa que Wittgenstein había diseñado para su hermana Margarethe en la Parkgasse de Viena. Esta elección de escenario no es casual: señala la herencia intelectual que West reivindica. Pero a diferencia de la rigurosidad austera de la casa Wittgenstein, los objetos de West son deliberadamente torpes, como si la filosofía analítica hubiera sido traducida por un borracho genial. “Donde la torpeza se convierte en elegancia”, decía West acerca de sus esculturas, citando una frase que había leído en un ensayo sobre el arte etrusco [3].

Esta torpeza deliberada es una estrategia de resistencia contra la pretensión intelectual, pero también contra los intentos grandilocuentes del accionismo vienés de su época. Mientras Nitsch, Brus y compañeros organizaban performances sangrientas y espectaculares para escandalizar a la burguesía austriaca, West desarrolló una forma de compromiso más sutil y duradera. En lugar de rociarte con sangre o mierda como los accionistas, te invita a sentarte en sus incómodos sofás cubiertos de alfombras persas, a manipular sus objetos amorfos, a participar en una experiencia estética que no te deja indemne pero que tampoco te humilla.

Esta modestia subversiva se inscribe en una reflexión post-68 sobre el fracaso de las grandes utopías políticas. West habitó y trabajó en los años 70 en el Karl-Marx-Hof, uno de los mayores complejos de viviendas del mundo, símbolo de la “Viena Roja” de los años 1920, pero que, en la época de West, había visto cómo sus obreros militantes se transformaban en pequeña burguesía pasiva. Como observa Liam Gillick, “cierta melancolía impregna la práctica [de West]. Pero es una melancolía retorcida. No un simple caso de desapego irónico. Más bien está vinculada a un examen del colapso de las utopías. A la luz de eso, uno también podría hacer algo” [4].

Ese “hacer algo” se manifiesta pese a todo en la relación de West con el diseño y la arquitectura. Sus sillas, sus sofás y sus mesas desdibujan deliberadamente la frontera entre arte y diseño, entre lo inútil y lo útil. Cuando coloca sus sofás deteriorados sobre pedestales inmaculados o instala sus monocromos rugosos encima de sillas igual de rugosas, desestabiliza nuestra comprensión de lo que constituye el arte frente al diseño. No es tanto que un sofá pueda ser una escultura (o viceversa), sino más bien que ambos comparten un vocabulario formal y un modo de exhibición comunes.

La relación entre estos muebles y los Passstücke es evidente: ambos invitan a una participación corporal, ambos modifican nuestra relación con el espacio y con nosotros mismos. Los asientos de West nos ralentizan, nos permiten contemplar el arte, el que nos rodea y el sobre el que estamos sentados, y están guiados por la convicción de que realmente ejercitamos nuestro espíritu y nos volvemos sensibles estéticamente solo cuando estamos relajados. West realiza literalmente el famoso deseo de Matisse de que sus pinturas tengan el efecto de un sillón en un hombre de negocios cansado.

Pero no se equivoquen: esta invitación a la relajación no es una rendición. El humor mordaz de West es una forma de resistencia tan eficaz como los gestos más radicales de sus predecesores. Sus collages, que yuxtaponen imágenes tomadas de revistas pornográficas con colores vivos y productos de consumo transformados en fetiches sexuales evidentes, bellezas rubias que sujetan de manera seductora salchichas y hombres elegantes que modelan trajes a medida con botellas de champán brotando de sus braguetas, desmontan la industria cultural embotadora con locura y humor de cuarto de baño.

Este enfoque es particularmente visible en “Mao Memorial” (1994-95), donde los colores de la revolución colectiva, el azul de los uniformes de estilo militar popularizados por el presidente y el rojo del comunismo, se transforman en cojines alegres para masas ardientes reducidas a unos pocos vagabundos. West parece sugerir que la industria cultural se ha vuelto tan omnipresente que ya no puede ser desmantelada, sino solo desarmada, con torpeza y humor escatológico.

El arte de West evoca la vida improvisada y flexible de la juventud en movimiento, una mentalidad que ha permanecido con el artista hasta sus sesenta años, probablemente porque lo ha moldeado tanto. De adolescente, los cafés vieneses eran su segunda casa; a los dieciséis años, viajó sin acompañante por Oriente Medio durante seis meses; y vivió con su madre hasta los cuarenta años, primero por conveniencia y luego como cuidador. Si el interés de West por el diseño sugiere un deseo sincero de cambio, la invitación de sus muebles al ocio ofrece un contrapunto espiritual a las concepciones más estridentes del arte militante.

Las esculturas públicas de West son especialmente hilarantes por su incongruencia. Sus colores chillones y sus formas biomórficas hinchadas las convierten en intrusas cómicas tanto en campos agrícolas desolados como en grandes plazas públicas como el amenazante Lincoln Center de Nueva York o la venerable Place Vendôme de París, donde varios falos rosas de West se han alzado junto a la icónica columna de la plaza. Casi sorprende que los alcaldes permitan de buen grado que West se burle públicamente de sus monumentos más queridos, y él parece demasiado feliz de prestarse a ello.

En una época en que el arte contemporáneo se toma tan en serio que a veces se vuelve insoportable, West nos recuerda que el arte puede ser a la vez intelectualmente estimulante y profundamente divertido. Nos muestra que la crítica no necesita ser estridente para ser efectiva, que la participación no necesita ser forzada para ser transformadora, y que la belleza puede existir en las formas más improbables y groseras.

Franz West murió en 2012, pero su espíritu vive en cada objeto de arte que se atreve a ser torpe, en cada instalación que privilegia el compromiso corporal sobre la contemplación distante, y en cada artista que encuentra en el humor una forma de resistencia. Nos mostró que el arte no necesita ser solemne para ser profundo, ni perfecto para ser poderoso. En un mundo artístico obsesionado con la perfección técnica y la profundidad conceptual, West nos recuerda que a veces, el gesto más radical es hacer reír a la gente, sobre todo cuando esa risa oculta una verdad inquietante sobre nuestra humanidad común.


  1. Rosanna McLaughlin, “El amigable Franz West”, ArtReview, 20 de mayo de 2019.
  2. Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Nueva York: Macmillan, 1953.
  3. Adrian Searle, “Reseña de Franz West, bultos, protuberancias y cuentas atrevidas”, The Guardian, 19 de febrero de 2019.
  4. Christine Mehring, “Herramientas de compromiso: el arte de Franz West”, ArtForum, octubre de 2008, Vol. 47, No. 2.
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Referencia(s)

Franz WEST (1947-2012)
Nombre: Franz
Apellido: WEST
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Austria

Edad: 65 años (2012)

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