Escuchadme bien, panda de snobs, la historia de Mark Grotjahn (nacido en 1968) es la de un artista que nos obliga a repensar nuestra relación con la abstracción y la materialidad de la pintura. Pero cuidado, no se equivoquen, no es uno de esos pseudointelectuales que pasan su tiempo teorizando el arte en los salones dorados del distrito 16. No, Grotjahn es un animal salvaje de la pintura, un depredador que acecha a su presa con una precisión quirúrgica, armado con sus espátulas y tubos de pintura al óleo.
Voy a hablarles de dos aspectos fundamentales de su obra que ilustran perfectamente su enfoque singular: su serie de “Butterflies” y sus “Face Paintings”. Y créanme, si piensan que la abstracción geométrica es un concepto obsoleto, van a tener que tragarse sus juicios apresurados.
Comencemos por sus “Butterflies”, esos lienzos hipnóticos que surgieron a finales de los años 90. No se dejen engañar por este título engañoso, estas obras no tienen nada que ver con las mariposas decorativas que adornan las paredes de las galerías para turistas. No, Grotjahn se apropia aquí de las técnicas de perspectiva del Renacimiento para hacerlas estallar en mil pedazos. Crea composiciones radiantes que parecen palpitar de energía, como si Piero della Francesca y Barnett Newman hubieran tenido un hijo ilegítimo criado por Frank Stella. Cada línea está trazada con una precisión obsesiva, creando múltiples puntos de fuga que desestabilizan nuestra percepción. Es como si el artista nos dijera: “¿Queréis perspectiva? Os la voy a dar hasta la sobredosis.”
Este enfoque hace eco a lo que Maurice Merleau-Ponty escribió en “El ojo y el espíritu” sobre nuestra percepción del mundo visible. Grotjahn no se limita a representar el espacio, lo deconstruye para obligarnos a cuestionar nuestra propia relación con la realidad. Y mientras algunos coleccionistas se extasían ante los NFT en color, él explora los fundamentos mismos de nuestra percepción visual con un rigor casi científico.
Pero es en sus “Face Paintings” donde Grotjahn alcanza una dimensión aún más fascinante. Tras haberse lesionado el hombro en 2008 (un accidente de esquí, no una pelea en un bar moderno de Los Ángeles), tuvo que reinventar su manera de pintar. ¿El resultado? Rostros abstractos de una brutalidad impactante, aplicados con espátula sobre cartón montado en lienzo. Estas obras son como máscaras primitivas que hubieran pasado por una trituradora posmoderna. Los ojos, la nariz, la boca emergen de capas gruesas de pintura como fósiles en la roca.
Esta serie evoca las reflexiones de Georges Bataille sobre lo informe y la transgresión de los límites. Cada lienzo es un campo de batalla donde la figuración y la abstracción se enfrentan en una danza macabra. La superficie pictórica se convierte en un terreno de experimentación donde la materia misma parece viva, palpitante. Estamos lejos de las delicadas naturalezas muertas que enorgullecen a ciertos coleccionistas parisinos, ya saben, esos que todavía confunden a Picasso con Picabia.
Grotjahn trabaja como un boxeador, encadenando golpes con la espátula con una violencia controlada. Sus gestos son a la vez brutales y precisos, creando acumulaciones de materia que desafían la gravedad. La paleta cromática de Grotjahn es igualmente provocadora. Usa colores que parecen salidos de una pesadilla psicodélica: verdes ácidos, rojos sangre, amarillos tóxicos. Estas elecciones no son gratuitas, contribuyen a crear una tensión visual que mantiene al espectador en constante estado de alerta. Es como si Francis Bacon hubiera decidido hacer un remake de “2001: Una odisea del espacio” en colaboración con Helen Frankenthaler.
Su taller en Little Armenia, Los Ángeles, se ha convertido en una especie de laboratorio donde lleva sus experimentos cada vez más lejos. Más allá de cualquier concepto o discurso, Grotjahn se mantiene fiel a un enfoque físico, casi violento, de la pintura. No teoriza, actúa. No conceptualiza, ataca el lienzo.
Este enfoque hace eco de las teorías de Theodor Adorno sobre la negatividad en el arte moderno. Grotjahn rechaza conscientemente las convenciones estéticas dominantes para crear algo radicalmente nuevo. Sus obras no buscan agradar, buscan provocar una reacción visceral en el espectador.
El mercado del arte, por supuesto, respondió con entusiasmo, como siempre frente a la aparente rebeldía. Sus obras alcanzan precios estratosféricos en las subastas, culminando en 16,8 millones de euros en 2017 por “Untitled (S III Released to France Face 43.14)”. Pero no se equivoque, Grotjahn no es un rebelde de fachada. Está profundamente arraigado en una tradición pictórica que lleva a sus últimos extremos.
Esta dualidad entre tradición e innovación es particularmente visible en su manera de tratar la superficie pictórica. Las capas de pintura se acumulan como estratos geológicos, creando una topografía compleja que recuerda los relieves accidentados de las Montañas Rocosas. Se podría ver una metáfora de la historia de la pintura misma, cada capa representando un nuevo intento de empujar los límites del medio.
Si algunos críticos ven en su trabajo una simple continuación del modernismo tardío, pierden lo esencial. Grotjahn no se limita a reciclar las formas del pasado, las digiere y las transforma en algo radicalmente nuevo. Eso es lo que Roland Barthes llamaba el “grado cero de la escritura”, aplicado aquí a la pintura: un intento de crear un lenguaje visual que escape a las convenciones mientras las reconoce.
Su proceso creativo es tan fascinante como el resultado final. Trabaja obsesivamente, pasando horas aplicando y rascando la pintura, creando superficies que parecen tener vida propia. Este enfoque recuerda lo que Gilles Deleuze escribió sobre Francis Bacon, la idea de que la pintura debe capturar las fuerzas invisibles que atraviesan el cuerpo.
Los “Face Paintings” en particular revelan una tensión constante entre orden y caos. Los rostros emergen de las capas de pintura como espectros, a la vez presentes y ausentes. Es como si Grotjahn buscara captar ese momento preciso donde la figura emerge de la abstracción, o tal vez al revés, el momento en que se disuelve en ella.
Esta ambigüedad deliberada está en el corazón de su práctica. Mientras muchos artistas contemporáneos buscan imponer un mensaje claro, Grotjahn prefiere cultivar la incertidumbre. Sus obras resisten la interpretación fácil, obligando al espectador a involucrarse activamente en el proceso de creación del sentido.
Hay algo profundamente americano en este enfoque, una especie de pragmatismo pictórico que recuerda los escritos de William James sobre la experiencia directa. Grotjahn no se pierde en teorías abstractas, explora directamente las posibilidades físicas de su medio.
Pero detrás de esta aparente espontaneidad se esconde una reflexión profunda sobre la naturaleza misma de la pintura. Cada gesto, cada elección de color es el resultado de años de experimentación e investigación. Esto es lo que Michel Foucault habría llamado una “arqueología del conocimiento pictórico”.
El trabajo de Mark Grotjahn nos recuerda que la pintura no está muerta, a diferencia de lo que algunos quisieran hacernos creer. Está bien viva, palpitante, incluso peligrosa. Grotjahn mantiene una práctica que es a la vez profundamente seria y radicalmente experimental.
No está simplemente pintando cuadros, está redefiniendo lo que la pintura puede ser en el siglo XXI. Y mientras algunos continúan debatiendo sobre la relevancia de la pintura abstracta en nuestro mundo digital, Grotjahn sigue tranquilamente empujando los límites de lo que es posible con pintura sobre una superficie plana.
Su trabajo nos recuerda que el arte no es una actividad decorativa amable destinada a alegrar las paredes de los apartamentos burgueses. Es un enfrentamiento brutal con la materia, una lucha constante por arrancar sentido del caos. Y en esta lucha, Grotjahn se revela como uno de los combatientes más feroces y decididos de su generación.
















