Escuchadme bien, panda de snobs. Estamos tan acostumbrados a venerar las obras que nos gritan su importancia que a veces olvidamos mirar lo que está justo delante de nuestros ojos. Hilary Pecis, esa observadora extraordinaria de lo ordinario, ha transformado los espacios domésticos y los paisajes californianos en festines visuales que despiertan nuestros sentidos adormecidos por la monotonía diaria.
En sus cuadros de colores saturados, donde las perspectivas chocan alegremente, Pecis nos revela una verdad fundamental: nuestro entorno inmediato está lleno de belleza si nos tomamos la molestia de prestarle atención. Esta artista de Los Ángeles captura momentos suspendidos con una precisión que nunca es estéril, una vivacidad que nunca es llamativa.
Sus naturalezas muertas son retratos sin rostros. Los libros apilados sobre una mesa de café, los jarrones rebosantes de flores, los patrones geométricos de las telas de tapicería, todos estos elementos cuentan la historia de sus propietarios ausentes. Como escribía Virginia Woolf en “Una habitación propia”, “creo que los cuadros y los libros son como esas profundas cuevas de sal que los mineros exploran bajo el mar” [1]. Pecis explora estas cuevas de sal con una curiosidad insaciable, transformando cada objeto en una pista, cada arreglo en carácter.
Tomen sus estanterías pintadas con una minuciosidad casi obsesiva. Los nombres que aparecen en ellas, Van Gogh, Matisse, William Blake, Eva Hesse, forman un friso autobiográfico, un panteón personal que ancla su arte en una tradición a la vez que afirma su singularidad. Estas referencias no son guiños pretenciosos, sino confesiones íntimas. ¡Qué maravillosa manera de hacer un autorretrato sin mostrarse nunca!
La influencia fauvista es innegable en su paleta exuberante. Los carmín dialogan con los azules eléctricos, los amarillos limón bailan con los verdes salvia. Esta explosión cromática nunca es gratuita, traduce una intensidad emocional que la simple representación no podría comunicar. Como decía André Derain, que “los colores eran para mí cartuchos de dinamita” [2], Pecis usa su paleta para hacer explotar nuestras percepciones habituales.
Su manera de tratar el espacio es un delicioso rompecabezas para nuestra mirada acostumbrada a las perspectivas clásicas. Los objetos a veces parecen flotar en un entorno donde la gravedad ha sido suspendida temporalmente. Las reglas euclidianas son alegremente burladas, no por ignorancia técnica sino por una elección estética consciente. Este enfoque recuerda al de Matisse, que afirmaba: “La exactitud no es la verdad” [3]. La verdad de Pecis reside en la experiencia subjetiva del espacio, en esos momentos en que nuestra percepción se libera de las restricciones físicas para abrazar la totalidad de una escena.
Sus paisajes urbanos de Los Ángeles capturan la esencia misma de esta ciudad contradictoria. En “Sharon Flowers”, un escaparate de floristería se convierte en pretexto para un ejercicio de estilo donde la tipografía de los letreros convive con las formas orgánicas de las flores. La luz californiana, esa luz tan particular que atrajo a tantos artistas hacia el oeste americano, baña sus composiciones con una claridad casi sobrenatural. Se piensa en David Hockney y su amor por esta calidad luminosa, pero donde Hockney buscaba a menudo lo espectacular, Pecis prefiere lo íntimo, lo descuidado, esos rincones de la calle que cruzamos sin ver.
El filósofo fenomenólogo Gaston Bachelard escribía en “La poética del espacio” que “la casa es nuestro rincón del mundo. Es nuestro primer universo” [4]. La obra de Pecis es una exploración apasionada de esos primeros universos, de esos espacios que moldean nuestra percepción y nuestra relación con el mundo. Cuando pinta el interior de una casa, cada objeto parece cargado de un significado que supera su mera función utilitaria. Un sofá ya no es solo un mueble, sino el testigo silencioso de conversaciones, de lecturas, de siestas, de todos esos momentos que constituyen el hilo invisible de nuestras vidas.
Los críticos superficiales podrían rechazar su trabajo como simplemente “decorativo”, este término utilizado frecuentemente para menospreciar el arte de las mujeres. ¡Qué error tan monumental! Pecis se inscribe en una tradición pictórica que remonta a las naturalezas muertas holandesas del siglo XVII, esas obras que transformaban objetos cotidianos en meditaciones sobre la temporalidad, la materialidad y el deseo humano. Pero ella actualiza esta tradición con una sensibilidad contemporánea, consciente de la sobrecarga visual que caracteriza nuestra época.
La ausencia de figuras humanas en sus cuadros no es una carencia sino una elección deliberada. Como ella misma explica: “Creo que los espacios pueden ser tan personales como un retrato de rostro” [5]. Este enfoque hace eco al pensamiento de Roland Barthes (sin caer en su trampa semiológica) sobre cómo los objetos constituyen un sistema de signos que comunica tanto como las palabras o las expresiones faciales.
El ritmo visual de sus composiciones se compara frecuentemente con el de Alex Katz, con sus amplias áreas de color y sus contornos definidos. Pero donde Katz busca cierta frialdad, Pecis abraza la calidez, la imperfección, esas pequeñas asperezas que hacen que un espacio cobre vida. Sus pinceladas, que ella misma califica como “marcas de una pintora poco confiada” [6], crean una textura que invita tanto al tacto como a la mirada.
Pecis no duda en representar objetos manufacturados con marcas identificables, libros, productos de consumo, transformando así estos significantes comerciales en elementos pictóricos. Al hacerlo, pone de relieve cómo nuestro entorno doméstico está impregnado de estos signos exteriores, cómo nuestra intimidad está siempre en diálogo con el mundo social y económico que nos rodea.
Su práctica artística también se inscribe en una reflexión sobre el tiempo. En una época en que todo se acelera, donde la imagen digital reina suprema, Pecis elige la lentitud meticulosa de la pintura acrílica. Cada cuadro es el resultado de horas de observación y ejecución, un acto de resistencia contra la inmediatez que caracteriza nuestra relación contemporánea con las imágenes. Como observa la filósofa Byung-Chul Han en su ensayo “El perfume del tiempo”, “la vida contemplativa presupone la habilidad de no reaccionar inmediatamente a los estímulos” [7].
La vida de una corredora de fondo que lleva en paralelo a su práctica artística no está desvinculada de su pintura. En ambos casos, se trata de una práctica regular, un compromiso físico con el mundo, una forma de meditación activa. A menudo toma fotos durante sus carreras matutinas, capturando esos momentos fugaces donde la luz transforma un paisaje ordinario en una visión extraordinaria. Esta recopilación de imágenes se convierte luego en el material bruto de sus creaciones.
La humildad aparente de sus temas oculta una ambición artística considerable. Pecis demuestra que no es necesario abordar los grandes temas tradicionalmente considerados “nobles” para crear un arte significativo. Un cuenco de naranjas sobre una mesa rayada puede contener tanta verdad como una escena mitológica o histórica. En esto, ella sigue el camino trazado por artistas como Pierre Bonnard o Édouard Vuillard, quienes elevaron las escenas domésticas al rango de gran arte.
La relación de Pecis con Los Ángeles es fundamental. Esta ciudad, a menudo criticada por su superficialidad, se convierte bajo su pincel en un paraíso de colores y texturas. “La vida en LA parece un poco más lenta y más luminosa, y siento una inspiración infinita”, confiesa ella [8]. Esta luz particular, esta calidad atmosférica única influye profundamente en su paleta y su percepción de los espacios. Sin caer en el cliché del paraíso californiano, captura esa tensión entre lo natural y lo artificial que caracteriza el paisaje urbano de Los Ángeles.
Si el movimiento de los Fauves constituye una influencia mayor para Pecis, tal vez sea con los artistas del movimiento Pattern and Decoration de los años 1970 con quienes comparte más afinidades. Este grupo mayoritariamente compuesto por mujeres se dedicó a rehabilitar formas de expresión tradicionalmente asociadas con la artesanía femenina y las artes decorativas. Como ellas, Pecis abraza sin complejos el placer visual, la riqueza de los motivos, la sensualidad de las texturas.
Su proceso creativo comienza con fotografías tomadas con su teléfono. A partir de estas imágenes, bosqueja rápidamente la composición sobre el lienzo, luego trabaja por capas sucesivas, añadiendo detalles y colores sin caer jamás en una mimética servil. Este enfoque le permite mantener una frescura, una espontaneidad que anima sus cuadros. Como ella explica: “Me tomo muchas libertades con respecto a lo que se edita en la imagen original, así como con los colores usados y amplificados” [9].
Lo que realmente distingue a Hilary Pecis es que nos hace redescubrir la belleza de lo cotidiano. En un mundo obsesionado con lo espectacular, lo extraordinario, nos recuerda que la verdadera magia se esconde a menudo en los rincones más banales de nuestras vidas. Sus cuadros actúan como amplificadores de percepción, invitándonos a mirar nuestro propio entorno con ojos nuevos, a redescubrir el brillo de un jarrón de flores iluminado por el sol de la mañana o la geometría compleja de una biblioteca llena de libros.
Su reciente evolución hacia formatos más grandes es testimonio de una confianza creciente. Estos lienzos de gran dimensión permiten al espectador realmente “entrar” en el espacio representado, ser envuelto por estos interiores relucientes. Como ella dice: “Realmente me gusta poder entrar en una pintura como espectadora, y con los lienzos más grandes, siento que puedo entrar en el espacio de una manera que no era posible con las obras más pequeñas” [10].
Aunque desagrade a los puristas que quisieran limitar la pintura contemporánea a la abstracción o lo conceptual, Pecis demuestra que la figuración aún tiene mucho que decirnos. Su trabajo no se limita a representar el mundo, sino que lo transfigura, revelando la poesía oculta en cada objeto, en cada espacio. Ella practica lo que el poeta Wallace Stevens llamaba “una rabia del orden”, ese intento obsesivo de dar forma y sentido al caos de lo real.
Así que, panda de snobs, la próxima vez que pasen frente a un cuadro de Hilary Pecis, deténganse. Tómense el tiempo para perderse en esos espacios familiares y sin embargo extraños, en esas composiciones que desafían la lógica mientras celebran lo palpable, lo tangible. Quizás descubran, como yo, una invitación a desacelerar, a mirar realmente lo que les rodea. ¿Y no es esa una de las funciones esenciales del arte, enseñarnos a ver?
- Woolf, Virginia, “Una habitación propia”, Éditions 10/18, 1992.
- Derain, André, citado en “Matisse y Derain: 1905, el año del fauvismo”, Flammarion, 2005.
- Matisse, Henri, “Escritos y proposiciones sobre el arte”, Hermann, 1972.
- Bachelard, Gaston, “La poética del espacio”, Presses Universitaires de France, 1957.
- Vitello, Gwynned. Pecis, Hilary, entrevista en Juxtapoz Magazine, primavera de 2021.
- Ibid.
- Han, Byung-Chul, “El perfume del tiempo”, Circé, 2016.
- Vitello, Gwynned. Pecis, Hilary, entrevista en Juxtapoz Magazine, primavera de 2021.
- Ibid.
- Pecis, Hilary, entrevista con Nancy Gamboa, Cultured Magazine, 23 de junio de 2021.
















