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La obra extrañamente conmovedora de Choi Young Wook

Publicado el: 11 Mayo 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 10 minutos

Choi Young Wook es un pintor surcoreano que desde hace veinte años dibuja obsesivamente jarrones lunares sobre fondo blanco, trazando miles de líneas microscópicas que representan grietas imaginarias que él llama “karma”. Su trabajo oscila entre minimalismo conceptual y repetición meditativa, creando superficies monocromas donde la cerámica tradicional se vuelve casi invisible.

Escuchadme bien, panda de snobs. Choi Young Wook no es solo un pintor más de jarros lunares. Es un monje zen disfrazado de hombre de negocios, un cartógrafo del alma humana que ha elegido como soporte la más modesta de las cerámicas coreanas. Mientras os maravilláis con los garabatos conceptuales de la última bienal, este hombre traza líneas microscópicas sobre superficies blancas desde hace veinte años, como un feliz Sísifo que hubiera cambiado su roca por un pincel.

Atención, no voy a recitar el típico discurso sobre la belleza depurada de la cerámica Joseon ni la estética del vacío. No. Lo que sucede en el taller de Paju es mucho más radical. Choi Young Wook practica lo que yo llamaría un minimalismo obsesivo que haría parecer a Sol LeWitt un barroco exuberante. ¿Sus lienzos? Monocromos casi invisibles donde solo un ojo entrenado distinguirá una jarra de un simple fondo blanco. Resulta casi insultante para el espectador acostumbrado a ser acariciado conforme a sus gustos.

El artista pasa diez horas al día trazando líneas capilares sobre sus lienzos, repitiendo el mismo gesto miles de veces como un calígrafo loco que ha olvidado los caracteres. Estas famosas líneas que él llama “karma” están destinadas a representar nuestros caminos de vida que se cruzan y se separan. Encantador. Excepto que, al multiplicarlas en exceso, Choi Young Wook crea algo mucho más interesante que una metáfora new age: una textura visual tan densa que se vuelve casi táctil. El ojo se pierde en este laberinto de grietas imaginarias, buscando desesperadamente un punto de anclaje en este blanco sobre blanco casi monocromático.

Los coleccionistas occidentales lo adoran, por supuesto. Bill Gates compró tres piezas de golpe para su fundación. Pero no nos equivoquemos. Detrás de la aparente facilidad comercial de estas obras se esconde una radicalidad conceptual que no tiene nada que envidiar a los minimalistas estadounidenses de los años 60.

En el catálogo de la historia del arte contemporáneo surcoreano, la llegada en los años 70 del movimiento Dansaekhwa marcó un punto de inflexión [1]. Estos artistas, entre los que se cuentan Park Seo-Bo y Chung Sang-Hwa, desarrollaron una práctica de pintura monocromática basada en la repetición de gestos simples y meditativos. Choi Young Wook se inscribe en esta filiación, pero la lleva hasta sus límites. Donde los maestros del Dansaekhwa buscaban la desaparición del yo en el proceso creativo, Choi afirma, por el contrario, proyectar su autobiografía en cada línea trazada.

“Cuento la historia de mi vida”, proclama. Pero, ¿qué vida puede caber en estos entrelazados de líneas que se parecen todas? Es precisamente ahí donde su trabajo se vuelve interesante. Al repetir incansablemente el mismo motivo, variando infinitamente los microdetalles de sus grietas, Choi nos confronta a nuestra propia percepción del tiempo y la repetición. Sus lienzos funcionan como pruebas de Rorschach minimalistas: algunos ven montañas, otros olas, y otros constelaciones. El espectador proyecta sus propias obsesiones en estas superficies casi vírgenes.

Esta dimensión proyectiva no deja de recordar las experiencias realizadas en los años 60 por el movimiento Op Art. Bridget Riley, en particular, exploraba cómo motivos geométricos repetitivos podían crear ilusiones ópticas y sensaciones físicas en el espectador [2]. Pero mientras Riley buscaba el efecto espectacular, Choi cultiva lo imperceptible. Sus obras requieren un tiempo de adaptación, un aprendizaje del ojo para distinguir las sutiles variaciones en lo que al principio parece uniforme.

El propio proceso de creación merece que se le preste atención. Choi comienza trazando círculos con lápiz sobre su lienzo, buscando la forma perfecta de su jarra imaginaria. Luego aplica capas sucesivas de materia, una mezcla de yeso y polvo de piedra blanca que pule incansablemente. Esta técnica recuerda a las prácticas de ciertos pintores del Renacimiento italiano, que preparaban sus paneles con un cuidado maniático para obtener superficies perfectamente lisas. Pero a diferencia de ellos, Choi no busca crear la ilusión de profundidad. Al contrario, aplana deliberadamente el espacio pictórico, creando una tensión entre la tridimensionalidad sugerida de la jarra y la radical planitud de su representación.

En sus obras recientes, el artista lleva esta lógica aún más lejos. Las series “Black & White” presentan jarras que desaparecen casi por completo, absorbidas por la oscuridad o la luz. Sólo quedan las líneas, flotando en un espacio indeterminado como partituras musicales abstractas. Se piensa en las últimas obras de Rothko, esos rectángulos negros que parecían atraer la mirada hacia una profundidad sin fondo. Pero donde Rothko buscaba lo sublime trágico, Choi cultiva una forma de serenidad inquietante.

La exposición de 2020 en la Helen J Gallery de Los Ángeles marcó un punto de inflexión. Por primera vez, Choi presentaba obras donde la jarra ya no era más que un pretexto, fragmentos ampliados de superficie cerámica donde las grietas se convertían en el tema principal. Estas telas abstractas revelan la verdadera naturaleza de su proyecto: no representar objetos, sino cartografiar estados mentales, flujos de conciencia materializados en redes de líneas.

También hay que notar la extraña coincidencia temporal de su trabajo. Choi comenzó a pintar jarras lunares en 2005, precisamente en el momento en que el mercado del arte surcoreano explotaba en la escena internacional. ¿Azar o cálculo? El artista afirma haber sido impactado por una revelación casi mística frente a una jarra del Metropolitan Museum. Sea como sea, no se puede dejar de notar que su elección de un motivo tan identitario coreano llega en el momento justo para aprovechar la ola de la hallyu.

Esta ambigüedad entre sinceridad espiritual y oportunismo comercial atraviesa toda su obra. Choi se presenta como un asceta, pasando sus días en la soledad de su taller meditando mientras traza líneas. Pero también multiplica sus participaciones en ferias internacionales, de Miami a Hong Kong. Esta doble identidad no es necesariamente contradictoria. Más bien refleja la condición del artista contemporáneo, desgarrado entre la exigencia interior y las necesidades del mercado.

Se puede acercar este enfoque al trabajo llevado a cabo por Agnes Martin en los años 1960 y 1970. Martin también trazaba líneas repetitivas sobre lienzos monocromos, buscando alcanzar un estado de pura pureza meditativa [3]. Martin también afirmaba pintar no lo que veía sino lo que sentía. La diferencia es que Martin buscaba lo universal, mientras que Choi reivindica lo particular. Sus jarras son coreanas, sus líneas autobiográficas. Paradójicamente, quizá eso es lo que hace su trabajo más contemporáneo: la época ya no es para grandes abstracciones universales sino para relatos identitarios fragmentados.

El título genérico de sus obras, “Karma”, es particularmente interesante. El karma, en el pensamiento budista, designa la ley de causalidad que rige nuestras existencias sucesivas. Nuestras acciones presentes determinan nuestras vidas futuras, en una cadena infinita de causas y efectos. Aplicado al arte, este concepto adquiere una resonancia particular. ¿Cada línea trazada por Choi sería la consecuencia de una línea anterior? ¿Cada cuadro, el resultado kármico de los cuadros anteriores?

Esta lectura convierte su obra en un “work in progress” potencialmente infinito, una sucesión de variaciones sobre un tema único que solo encontrará su resolución con la muerte del artista. Es a la vez grandioso y ridículo. Grandioso porque inscribe su práctica en una temporalidad que supera la escala humana. Ridículo porque, en el fondo, ¿qué cambia que pinte cien o mil vasijas lunares? El gesto sigue siendo el mismo, obsesivo y vano.

Pero es precisamente esta vanidad asumida la que da fuerza al trabajo de Choi. En un mundo del arte obsesionado por la novedad y la innovación, apuesta por la repetición. En una época saturada de imágenes, propone superficies casi vacías. En un mercado que valora lo espectacular, cultiva lo imperceptible. O es muy inteligente o completamente idiota. Probablemente ambas cosas a la vez.

El propio artista parece consciente de esta ambivalencia. “No estoy dibujando una vasija lunar”, insiste. Matiz sutil que revela toda la dimensión performativa de su trabajo. Choi no pinta objetos, representa su propia transformación en objeto. Es arte corporal conceptual, si se quiere, salvo que el cuerpo ha desaparecido, sustituido por esas miles de líneas que son como las huellas digitales de una presencia ausente.

¿Dónde situar a Choi Young Wook en el panteón del arte contemporáneo? Ciertamente no entre los provocadores o transgresores. Su arte es demasiado pulcro, demasiado bien educado para eso. Pero tampoco del lado de los conservadores académicos. Su radicalidad está en otro lugar, en esa obsesión maníaca de cavar siempre el mismo surco, de explorar siempre el mismo territorio hasta el agotamiento.

Evidentemente pensamos en Roman Opałka, que pasó su vida pintando números en secuencia creciente sobre lienzos cada vez más claros [4]. O en On Kawara, que pintaba cada día la fecha del día en un lienzo monocromo. Estos artistas conceptuales hicieron de la repetición sistemática su firma. Choi pertenece a esta familia, pero con una diferencia notable: donde Opałka y Kawara eliminaban toda emoción de su proceso, Choi pretende, por el contrario, cargar cada línea de afecto personal.

Esa pretensión autobiográfica es quizás lo más sospechoso de su trabajo. ¿Cómo creer que después de trazar millones de líneas, cada una conserva aún un significado particular? ¿No se vuelve el ejercicio puramente mecánico, una rutina vacía de sentido? Esa es toda la ambigüedad de estas prácticas repetitivas: oscilan constantemente entre meditación y automatismo, entre presencia total y ausencia mental.

Los últimos desarrollos de su obra sugieren, además, que el propio Choi empieza a aburrirse de sus vasijas. Sus intentos de abstracción, sus acercamientos a fragmentos de superficie, sus experimentos con blanco y negro, todo eso huele a huida hacia adelante. El artista busca renovar una fórmula que empieza a agotarse. Normal: veinte años pintando el mismo motivo cansa. Incluso los monjes zen terminan cambiando de kōan.

Sin embargo, paradójicamente, tal vez sea ahora cuando su trabajo se vuelve realmente interesante. Al abandonar progresivamente la figuración de la jarra, conservando solo las redes de líneas, Choi revela lo que estaba ahí desde el principio: una cartografía obsesiva de su propia psique. Estos enredos de trazos ya no representan nada más que a ellos mismos, signos gráficos puros liberados de toda función representativa.

Entonces, Choi Young Wook, ¿genio o impostor? Como todos los artistas que cuentan, es a la vez sincero en su enfoque y calculador en su carrera, profundo en sus intenciones y superficial en sus efectos, innovador por su radicalismo y conservador por su apego a la tradición. Es esta tensión irresuelta la que da todo el interés a su obra.

¿Qué nos dice Choi sobre nuestra época? Que estamos cansados de los grandes gestos y de los manifiestos estruendosos. Que preferimos los susurros a los gritos. Que buscamos el sentido en la repetición más que en la ruptura. Que queremos creer que aún es posible hacer algo nuevo con lo viejo. Ilusión quizá, pero ilusión necesaria.

Sus jarras lunares seguirán vendiéndose como pan caliente en ferias internacionales. Los críticos continuarán divagando sobre la profundidad zen de sus grietas. Los coleccionistas seguirán proyectando en ellas sus fantasías de Oriente místico. Y Choi continuará trazando sus líneas, impasible, encerrado en su burbuja de certezas, produciendo en cadena estos objetos de contemplación estandarizados que son el lujo de nuestro tiempo.

Quizá eso sea el verdadero karma del arte contemporáneo: estar condenado a repetir eternamente los mismos gestos pretendiendo que aún tienen sentido. Choi Young Wook lo ha comprendido mejor que nadie. Y es por eso que, a pesar de todas mis reservas, no puedo evitar encontrar su obra extrañamente conmovedora. Es el espejo de nuestra propia vacuidad, y eso ya es mucho.


  1. Sobre el movimiento Dansaekhwa, ver Yoon Jin Sup, Dansaekhwa: Korean Monochrome Painting, Seúl: Kukje Gallery, 2012.
  2. Sobre Bridget Riley y el Op Art, ver Frances Follin, Embodied Visions: Bridget Riley, Op Art and the Sixties, Londres: Thames & Hudson, 2004.
  3. Sobre la práctica de Agnes Martin, ver Arne Glimcher, Agnes Martin: Paintings, Writings, Remembrances, Londres: Phaidon Press, 2012.
  4. Sobre el trabajo de Roman Opałka, ver Lorand Hegyi, Roman Opałka, París: Éditions Dis Voir, 1996.
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Referencia(s)

CHOI Young Wook (1964)
Nombre: Young Wook
Apellido: CHOI
Otro(s) nombre(s):

  • 최영욱 (Coreano)

Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Corea del Sur

Edad: 61 años (2025)

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