Escuchadme bien, panda de snobs. Si nunca habéis oído hablar de Leon Tarasewicz, es que vivís en un mundo artístico tan estrecho como la muestra de colores de una tienda de bricolaje barata. Hablo de este pintor polaco de origen bielorruso, ese artista que, durante varias décadas, ha rechazado obstinadamente encajar en las categorías que el mercado del arte le propone con insistencia.
Tarasewicz es ese genio discreto que se ha instalado en su pueblo natal de Waliły, cerca de Białystok, en la frontera bielorrusa, como para desafiar a las capitales artísticas europeas que cortejan a los artistas como depredadores. Cría gallinas de cresta rara mientras sus lienzos viajan a los museos más importantes del mundo. Esta contradicción no es un detalle pintoresco, es la clave para entender la esencia misma de su arte.
Lo que primero llama la atención en Tarasewicz es esta radicalidad en el enfoque del color. Sus cuadros explotan con tonos vivos que parecen palpitar como si tuvieran vida propia. Rojo, amarillo, azul, verde, no los matices sutiles y pretenciosos de los creadores de tendencias, no. Colores primarios, fundamentales, directos como un puñetazo en el estómago del academicismo.
Su técnica es obsesiva. Esas líneas paralelas, esos patrones repetitivos que podrían parecer monótonos bajo otros pinceles, se convierten en sus manos en paisajes abstractos de un poder vertiginoso. Cuando pinta campos arados, troncos de árboles o pájaros en vuelo, no busca representarlos en el sentido tradicional, sino capturar su esencia rítmica, su movimiento perpetuo.
El arte de Tarasewicz está profundamente arraigado en la observación de la naturaleza, pero trasciende la simple representación. Absorbe el paisaje de su región natal, lo digiere y luego lo escupe en forma de estructuras coloridas que desafían cualquier narrativa. “A menudo noto patrones de colores increíbles en la naturaleza,” confiesa. “Me gustaría poder combinar el azul y el verde de una manera que diera ese efecto casi luminoso” [1]. Esta búsqueda de la luminosidad, de la intensidad cromática, está en el corazón de su enfoque.
Pero Tarasewicz no es un pintor de caballete ordinario. Rápidamente comprendió los límites del marco tradicional. Desde mediados de los años 80, sus pinturas comenzaron a desbordarse, a invadir el espacio. “Mi sueño sería que las pinturas tomaran un control absoluto sobre el espectador, haciendo desaparecer su entorno,” escribe. “Mi pintura, liberada de cualquier marco, podría entonces extenderse, sin restricción, atrayendo al espectador hacia ella” [2].
Este deseo de inmersión total lo llevó a crear instalaciones monumentales donde el espectador ya no contempla la pintura, sino que literalmente entra en ella. En el Castillo de Ujazdowski en Varsovia, en la Bienal de Venecia en 2001 o en espacios públicos como la Plaza Real de Barcelona, Tarasewicz transforma salas enteras en ambientes pictóricos. El suelo, las paredes, los pilares, todo se convierte en soporte para su visión expansiva de la pintura.
En 2006, cuando cubre la escalera monumental de la Galería Nacional de Arte Zachęta en Varsovia con salpicaduras multicolores, no es un simple gesto provocador. Obliga al espectador a caminar sobre su pintura, a convertirse físicamente en parte integral de la obra. La frontera entre el observador y lo observado se derrumba, al igual que la que existe entre la naturaleza representada y el artificio de la representación.
Lo que hace a Tarasewicz tan importante en el panorama artístico contemporáneo es su fe inquebrantable en el poder de la pintura en una época en la que este medio ha sido declarado muerto en múltiples ocasiones. “La pintura ha sido y sigue siendo una prueba decisiva del estado de la sociedad,” afirma con una convicción obstinada. “Si la pintura llegara a morir, toda la civilización caería en declive muy rápidamente” [3]. Esta declaración puede parecer grandilocuente, pero revela una verdad esencial sobre la visión de Tarasewicz: para él, la pintura no es un simple medio artístico, es una forma de resistencia cultural.
Su posición singular en la historia del arte polaco merece atención. Formado en la Academia de Bellas Artes de Varsovia en el taller de Tadeusz Dominik a principios de los años 80, surge en una época en la que Polonia está sacudida por convulsiones políticas y sociales. Mientras muchos artistas de su generación se vuelcan hacia una expresión nueva impregnada de comentarios políticos directos, Tarasewicz elige un camino diferente, más sutil pero no menos subversivo.
Su reivindicación de sus raíces bielorrusas y su compromiso con la cultura de esta minoría en Polonia no son notas al pie en su biografía. Informan profundamente su práctica artística, que puede leerse como una meditación sobre las fronteras, la identidad y la pertenencia. En 1999, rechazó el Premio de Arte del Presidente de Białystok en protesta contra las políticas de las autoridades locales que, según él, avivaban el conflicto entre las comunidades polaca y bielorrusa. Su arte se convierte así en un espacio de negociación identitaria, donde las líneas nítidas que dividen los territorios en los mapas políticos se disuelven en campos de color fluidos.
La herencia del arte ortodoxo, con su riqueza cromática y su espiritualidad ligada a la luz, constituye una influencia importante para Tarasewicz. De niño, quedó profundamente marcado por las policromías de Jerzy Nowosielski y Adam Stalony-Dobrzański en la iglesia ortodoxa de Gródek. Esta filiación con Nowosielski, él mismo un gigante de la pintura polaca que navegaba entre la abstracción y la iconografía sagrada, ofrece una clave de lectura importante para comprender la dimensión casi ritual de la obra de Tarasewicz.
Pero más allá de esas referencias culturales específicas, su trabajo dialoga con las grandes corrientes de la historia del arte occidental. Se perciben ecos del postimpresionismo en su tratamiento emocional del color, resonancias con el expresionismo abstracto estadounidense en su concepción de la pintura como campo de acción, y una afinidad con el unismo polaco en su búsqueda de una superficie pictórica orgánicamente unificada.
Lo que distingue a Tarasewicz es su capacidad para sintetizar estas diversas influencias en un lenguaje visual inmediatamente reconocible. Sus franjas regulares de color se han convertido en su firma, al igual que su manera de tratar el espacio como una extensión natural del lienzo. Esta coherencia formal no es fruto de una fórmula fácil, sino de una investigación rigurosa y continua de las posibilidades de la pintura.
La literatura y la pintura mantienen relaciones complejas desde hace siglos, pero en Tarasewicz esta relación toma un giro particular, casi paradójico. Su rechazo categórico de la narración, su negativa incluso a titular sus obras, pueden interpretarse como una posición literaria en negativo. Crea un arte que resiste la traducción verbal, que escapa deliberadamente la trampa de las palabras. Como escribe el crítico de arte acerca de su obra: “La obra de Leon Tarasewicz desafía la descripción y el análisis. Las palabras y el lenguaje son inadecuados frente al mundo extraño de la pintura cuyo tema es la pintura, una pintura carente de narración, pero no desligada de la realidad” [4].
Esta desconfianza hacia el lenguaje verbal recuerda la posición de algunos poetas modernistas que buscaban liberar las palabras de su función referencial para explorar su materialidad pura. Tarasewicz hace algo similar con el color y la forma, liberándolos de su papel descriptivo para dejarlos existir como entidades autónomas. Hay ahí una poética del silencio, un rechazo elocuente de la anécdota que resuena con la tradición de la poesía concreta o visual.
La relación entre la arquitectura y la pintura constituye otro eje fundamental en la obra de Tarasewicz. Sus intervenciones monumentales trascienden la distinción tradicional entre estas dos disciplinas. Cuando pinta directamente sobre las paredes de una galería, cubriendo el espacio desde el suelo hasta el techo, o cuando crea recorridos laberínticos como el de la plaza de los Artistas en Kielce en 2011, adopta un enfoque casi arquitectónico del color.
Su instalación de 2003 en el Centro de Arte Contemporáneo del Castillo de Ujazdowski en Varsovia, donde construyó una estructura compleja que cubre la mayor parte del espacio de exposición, compuesta por imitaciones de paredes, corredores y puentes cubiertos de cemento coloreado, ilustra perfectamente esta fusión de disciplinas. La arquitectura se convierte en soporte de la pintura, y la pintura reestructura la experiencia arquitectónica. El espectador ya no mira pasivamente un cuadro colgado en la pared, sino que navega físicamente en una composición espacial donde el color define y transforma el espacio.
Esta dimensión arquitectónica de su trabajo es particularmente evidente en su proyecto “Art For a Place: Modry” para el Museo de Silesia en Katowice en 2015, una torre de madera de varios tonos que ocupa todo el vestíbulo del edificio y hace referencia a un castillete de mina. Aquí, Tarasewicz dialoga directamente con la historia industrial de la región, creando un monumento abstracto que evoca la memoria colectiva sin caer en la ilustración literal.
La posición de Tarasewicz frente a la historia del arte es a la vez respetuosa e iconoclasta. Reconoce su deuda con los maestros antiguos y movimientos como el colorismo y el unismo polaco, pero se niega a quedar atrapado en una tradición rígida. Su práctica está anclada en una convicción profunda: “Creo que el arte siempre refleja un lugar y un tiempo. Esto es inherente al proceso creativo, aunque un artista no siempre sea consciente, no consciente de esta relación. No hay nada en mis pinturas que no haga referencia a la realidad” [5].
Esta afirmación puede parecer paradójica viniendo de un artista cuyas obras a menudo se perciben como abstractas, pero revela la naturaleza profundamente fenomenológica de su enfoque. Para Tarasewicz, la abstracción no es una huida de la realidad, sino un intento de captar sus estructuras subyacentes, sus ritmos esenciales, su luz fundamental.
Las últimas evoluciones de su trabajo confirman esta búsqueda continua de nuevas formas de expresión pictórica. Sus cajas luminosas de Plexiglás expuestas en la Galería Ego en Poznań en 2016 representan una nueva exploración de la relación entre color y luz. Estos objetos pictóricos luminosos, cuya percepción depende de múltiples factores (hora del día, posición del espectador, capacidades visuales individuales), llevan aún más lejos su reflexión sobre la naturaleza de la percepción visual. Como describe la galería: “Cuanto más miramos estas obras y reflexionamos sobre ellas, más cosas notamos sobre ellas, y su superficie plástica se funde ante nuestros ojos, revelando capas y reflejos sucesivos” [6].
Su exposición “Jerozolima” (Jerusalén) en la Galería Foksal en 2018, inspirada por su visita en la ciudad homónima, marca también una evolución significativa. El espacio de la galería estaba lleno de una composición creada a partir de intensas luces amarillas. El amarillo, color raro en la historia de la pintura polaca, adquiere aquí un significado metafórico: “El amarillo y sus diversas tonalidades son los colores de la luz. En el cristianismo, Dios es la luz que penetra el alma. Jerusalén es una ciudad santa para tres religiones monoteístas” [7]. Esta instalación plantea preguntas profundas sobre la naturaleza de la fe, la unidad divina y las divisiones religiosas, mostrando cómo el color puede convertirse en un vehículo para la reflexión teológica y filosófica.
Cuando se considera el conjunto de la obra de Tarasewicz, lo que impresiona es su rechazo categórico de la complacencia. Podría haber capitalizado fácilmente una fórmula estética reconocible, produciendo variaciones infinitas de sus composiciones de franjas de colores para satisfacer un mercado ávido. En cambio, ha empujado constantemente los límites de su práctica, cuestionando no solo las convenciones de la pintura, sino también las de la relación entre la obra, el espacio y el espectador.
Profesor en la Academia de Bellas Artes de Varsovia desde 1996, transmite a las nuevas generaciones esta ética de la experimentación rigurosa. Su influencia en la escena artística polaca es considerable, no solo por su propio trabajo, sino también por su papel como mentor y defensor de una concepción exigente del arte.
Los múltiples reconocimientos que ha recibido, el Premio Passport de Polityka (2000), el Premio Jan Cybis (2000), la Medalla de Plata Gloria Artis por el Mérito a la Cultura (2005), la Cruz de Caballero de la Orden Polonia Restituta (2011), el doctorado honoris causa de la Universidad de Białystok (2022), atestiguan el reconocimiento institucional de su importancia. Pero lo que realmente importa es el impacto de su arte en quienes lo experimentan directamente.
Porque el arte de Tarasewicz es ante todo una experiencia. No una experiencia anecdótica, del tipo “He visto una exposición de Tarasewicz”, sino un encuentro físico, sensual, casi carnal con el color como sustancia viva. Cuando cubre el suelo de la capilla de la Santísima Trinidad en Lublin con cuadrados multicolores, no se trata simplemente de una intervención estética, sino de una transformación radical de nuestra relación con el espacio sagrado.
Tarasewicz nos recuerda que la pintura no es “solo un pincel y pintura. Es un elemento coloreado con el que creamos ilusiones. Así fue en el pasado, y así es hoy” [8]. Esta concepción de la pintura como una práctica ilusionista milenaria, que trasciende modas y movimientos, está profundamente arraigada en su visión artística.
Lo que hace de Leon Tarasewicz una figura tan importante en el arte contemporáneo es su capacidad para mantener una práctica pictórica radicalmente coherente en un mundo artístico obsesionado con la novedad superficial. Demuestra que la verdadera innovación no consiste en saltar de un medio a otro según las tendencias, sino en explorar incansablemente las posibilidades de un lenguaje visual personal.
En un panorama cultural cada vez más dominado por lo efímero y lo espectacular, Tarasewicz defiende una concepción del arte como compromiso a largo plazo con la materia, el espacio y la percepción. Sus campos de color vibrantes continúan pulsando con una intensidad que desafía el tiempo, recordándonos que la pintura, lejos de ser una reliquia del pasado, aún puede ser el sitio de experiencias estéticas transformadoras.
Por lo tanto, la próxima vez que te encuentres con una obra de Tarasewicz, no te limites a mirarla distraídamente antes de pasar a la siguiente. Tómate el tiempo para sumergirte completamente, dejar que el color invada tu campo visual y sentir el ritmo de sus motivos resonar dentro de ti.
- Culture.pl, “Leon Tarasewicz”, ficha del artista
- InGart.pl, “Leon Tarasewicz”
- Culture.pl, Op. cit.
- Labiennale.art.pl, “Para pintar”, 2001, comisaria de exposición: Aneta Prasał-Wiśniewska.
- Culture.pl, Op. cit.
- Culture.pl, Op. cit.
- Culture.pl, Op. cit.
- Culture.pl, Op. cit.
















