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Richard Orlinski: El triunfo del marketing sobre el arte

Publicado el: 5 Febrero 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 6 minutos

Las esculturas de Richard Orlinski encarnan la victoria del comercio sobre la creación artística. Sus animales geométricos de colores estridentes, producidos en serie como en una cadena de montaje, simbolizan la transformación definitiva del arte en un simple producto de consumo.

Escuchadme bien, panda de snobs, el marketing finalmente ha devorado el arte. Richard Orlinski (nacido en 1966 en París) encarna perfectamente esta victoria del capitalismo sobre la creación artística. Este antiguo agente inmobiliario reconvertido en “artista” en 2004 nos ofrece el espectáculo lamentable de una industrialización total del arte, transformado en un simple producto de consumo para una sociedad ávida de entretenimiento superficial.

En esta mascarada artística, Orlinski desempeña el papel del empresario perfecto del siglo XXI, surfeando en los códigos de la cultura pop con una habilidad que habría hecho palidecer al mismo Andy Warhol. Pero donde Warhol usaba la repetición y la reproducción mecánica como una crítica mordaz a la sociedad de consumo, Orlinski, en cambio, abraza sin distancia crítica la pura lógica mercantil. Sus animales geométricos de colores chillones, producidos en serie como coches en una cadena de montaje, encarnan la victoria definitiva del comercio sobre el arte.

Este enfoque nos remite directamente a las reflexiones de Theodor Adorno sobre la industria cultural. En su “Dialéctica de la razón”, el filósofo alemán ya demostraba cómo la estandarización del arte lo vacía de toda sustancia crítica para convertirlo en mero entretenimiento. Orlinski lleva esta lógica hasta su paroxismo: sus esculturas ya no son más que productos derivados glorificados, declinados hasta el infinito para satisfacer todos los presupuestos, desde el pequeño Mickey a 45 euros hasta el gorila monumental de varios millones.

El artista reivindica orgullosamente su voluntad de “democratizar” el arte, pero esta supuesta democratización no es en realidad más que una sumisión total a las leyes del mercado. Su “concepto” Born Wild, registrado como marca comercial en el INPI (Instituto Nacional de la Propiedad Industrial en Francia), ilustra perfectamente esta confusión deliberada entre creación artística y marketing. Sus continuas colaboraciones con marcas de lujo y sus apariciones en programas de telerrealidad o radio terminan de transformar el arte en una simple extensión del ámbito publicitario.

Walter Benjamin nos advirtió en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”: la reproducción mecánica podía hacer perder al arte su “aura”, esa unicidad que hace su valor cultural profundo. Orlinski va más allá: hace de esta pérdida del aura su fondo de comercio. Sus esculturas, reproducidas industrialmente, ni siquiera buscan mantener la ilusión de alguna autenticidad artística. Asumen plenamente su estatus de mercancías, como esas figuritas de Pac-Man que reproduce en serie para la alegría de los “coleccionistas” en busca de inversión financiera.

La verdadera hazaña de Orlinski no es artística sino empresarial. Ha entendido que en nuestra sociedad del espectáculo, para retomar el concepto de Guy Debord, la imagen prima sobre la sustancia. Por tanto, poco importa la vacuidad artística de sus producciones, siempre que el embalaje de marketing sea suficientemente llamativo. Sus gorilas relucientes y sus panteras cromadas no son más que los avatares lujosos de una sociedad que ha renunciado definitivamente a toda exigencia artística en favor del mero entretenimiento.

Esta industrialización del arte alcanza su apogeo en su “taller” que emplea a más de 150 personas. Estamos muy lejos del taller de un artista tradicional: es una verdadera fábrica de producción en serie, donde las obras se fabrican como simples bienes de consumo. La mano del artista ha desaparecido, reemplazada por procesos industriales estandarizados que garantizan una producción perfectamente calibrada para el mercado.

Los defensores de Orlinski podrían argumentar quizás que él solo sigue los pasos de Jeff Koons o Damien Hirst en esta industrialización del arte. Pero donde estos últimos mantienen aún cierta reflexión crítica sobre el estatus de la obra de arte en la era de su mercantilización total, Orlinski se limita a reproducir los códigos más gastados de la cultura pop, sin la menor distancia crítica. Sus animales geométricos no son más que logos en tres dimensiones, marcas registradas que se declinan en productos derivados como cualquier personaje de dibujos animados.

Es revelador que sus mayores éxitos comerciales sean colaboraciones con Disney o marcas de lujo. El arte ya no es más que un pretexto para vender, un envoltorio cultural que permite hacer pasar la píldora de la pura transacción comercial. Cuando Orlinski declara que quiere “romper los códigos” del arte contemporáneo, en realidad no hace más que someterse a los códigos mucho más restrictivos del marketing y de la rentabilidad.

Esta sumisión total a los imperativos comerciales se traduce en una estética de la facilidad. Sus esculturas están diseñadas para agradar inmediatamente, sin esfuerzo de comprensión, sin confrontación con ninguna alteridad artística. Es un arte que se quiere “accesible”, pero esa accesibilidad no es más que otro nombre para un nivelado hacia abajo, una estandarización que elimina cualquier aspereza, cualquier singularidad verdadera.

La ironía máxima es que Orlinski se presenta como un rebelde que sacude las convenciones del mundo del arte. En realidad, no es más que el representante más acabado de un sistema que ha transformado el arte en un simple sector económico entre otros. Sus éxitos comerciales no hacen más que confirmar la victoria total del mercado sobre el arte, la reducción de toda creación a su solo valor mercantil.

La tragedia es que ese triunfo del marketing sobre el arte ni siquiera se percibe ya como problemático. Al contrario, se celebra como una “democratización”, como si el hecho de poder comprar una reproducción de plástico de una escultura por unas decenas de euros constituyera un progreso cultural. Se olvida que el arte verdadero nunca tuvo como función principal ser “accesible” o “popular”, sino confrontarnos con una visión singular del mundo, sacarnos de nuestras zonas de confort intelectuales y estéticas.

El sistema Orlinski representa así la culminación lógica de una sociedad que ha renunciado a toda ambición artística verdadera en favor del puro entretenimiento comercial. Sus esculturas ya no son más que objetos de decoración sofisticados, marcadores sociales que permiten a sus propietarios mostrar su supuesto “buen gusto” y su poder adquisitivo. ¡El arte ha muerto, viva el marketing!

En este mundo donde el arte no es ya más que una rama del entretenimiento, Orlinski es efectivamente un rey. No un rey-artista, sino un rey-comerciante que ha entendido que la apariencia del arte es más rentable que el arte mismo. Sus creaciones no quedarán en la historia del arte, pero darán perfectamente testimonio de nuestra época: aquella en la que el arte ha abdicado definitivamente ante las fuerzas del mercado.

Esta capitulación es tanto más impactante cuanto que se hace sin la menor resistencia, sin la menor reflexión crítica. Los animales de Orlinski, con sus superficies lisas y sus colores llamativos, son los tótems perfectos de una sociedad que ha renunciado a toda profundidad a favor del espectáculo permanente. No nos dicen nada del mundo, no nos confrontan con ninguna alteridad, no nos empujan a ninguna reflexión. Se limitan a estar allí, relucientes y vacíos, como los escaparates lujosos de un centro comercial.

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Referencia(s)

Richard ORLINSKI (1966)
Nombre: Richard
Apellido: ORLINSKI
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Francia

Edad: 59 años (2025)

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