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Scott Kahn: El pintor que susurraba a la eternidad

Publicado el: 3 Febrero 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 6 minutos

En los paisajes oníricos de Scott Kahn, cada pincelada es una meditación sobre la esencia misma de la realidad. Sus composiciones metafísicas, donde árboles y nubes bailan en una luz sobrenatural, nos invitan a una contemplación profunda de la naturaleza de lo visible y lo invisible.

Escuchadme bien, panda de snobs, Scott Kahn (nacido en 1946) es la encarnación perfecta de esa extraña alquimia donde el talento, durante mucho tiempo oculto, termina por estallar a plena luz como una supernova tardía. Imaginad un poco: durante décadas, este artista estadounidense pintó en relativa oscuridad, viviendo en el desván de su primo, incapaz de vender un cuadro por más de 5.000 euros. Y luego, como en un cuento de hadas moderno, Instagram se convirtió en su varita mágica, transformando a este septuagenario discreto en una sensación del mercado del arte contemporáneo.

Pero no os equivoquéis, no es solo una historia de redes sociales. Las obras de Kahn están habitadas por una fuerza telúrica que trasciende las modas y las épocas, recordando extrañamente la teoría del eterno retorno de Nietzsche. Así como el filósofo alemán hablaba de un universo cíclico donde cada momento está destinado a repetirse infinitamente, los paisajes de Kahn parecen existir en una dimensión donde el tiempo mismo está suspendido, donde cada árbol, cada nube, cada rayo de luna es a la vez único y eterno.

Mirad “The Gate” (2021-2022), una obra que captura perfectamente esa temporalidad particular. Un camino bordeado de árboles con tonos irreales, troncos azul sarcelle por un lado, rosa magenta por el otro, conduce hacia una verja absurda que no protege nada. Es como si Kahn nos invitara a meditar sobre el concepto kantiano de las antinomias de la razón pura, donde la realidad objetiva choca con los límites de nuestra percepción. La verja, simbólicamente inútil, se convierte en una metáfora de las barreras artificiales que erigimos entre el mundo tal y como es y tal y como lo percibimos.

Esta primera parte de su obra nos sumerge en un universo donde la naturaleza no es simplemente representada, sino transfigurada por una visión casi mística. Kahn pinta cada hoja, cada brizna de hierba con una precisión maniática que recuerda a las iluminaciones medievales. Pero a diferencia de los monjes copistas que buscaban glorificar la creación divina, Kahn parece explorar más bien lo que Merleau-Ponty llamaba la “carne del mundo”, esa interfaz sensible donde lo visible y lo invisible se encuentran y se confunden.

Tomad “Big House: Homage to America” (2012), vendida en subasta por 1,4 millones de euros. Esta obra no es solo una simple representación de una casa americana; es una meditación profunda sobre el concepto heideggeriano del “habitar”. La casa, bañada en una luz sobrenatural, no es tanto un edificio como un lugar donde el cielo y la tierra, lo divino y lo mortal se encuentran. Las nubes que cubren la escena no son simples formaciones atmosféricas, sino presencias casi mitológicas que parecen bailar sobre el paisaje como los dioses griegos sobre el Olimpo.

La segunda temática que atraviesa la obra de Kahn es su relación con el tiempo y la memoria. Sus paisajes nocturnos, en particular, parecen ser portales hacia lo que Bergson llamaba la “duración pura”, ese tiempo subjetivo que escapa a la medida mecánica de los relojes. En “The Walled City” (1988), Kahn nos ofrece una vista de Manhattan desde la otra orilla del Hudson, pero no es tanto la ciudad lo que nos impresiona sino la extraña teatralidad de la escena. Un sillón vacío en un escenario iluminado, enmarcado por cortinas de fuego, transforma el skyline en un decorado de teatro metafísico.

Lo que es notable en Kahn es que crea obras que son a la vez profundamente personales y universalmente accesibles. Su “diario visual”, como le gusta llamar a su obra, no es una simple crónica autobiográfica, sino una exploración de lo que Jung llamaba el inconsciente colectivo. Cada cuadro se convierte así en un punto de encuentro entre la experiencia individual y los arquetipos universales.

La técnica de Kahn es tan interesante como sus temas. Su manera de tratar la luz, especialmente en sus escenas nocturnas, crea una atmósfera que recuerda a los cuadros de Georges de La Tour, pero con una paleta cromática decididamente contemporánea. Los colores vibran con una intensidad casi alucinatoria, como si estuvieran iluminados desde el interior. Esta luminosidad particular no deja de recordar la teoría del color de Goethe, que veía en cada tono no un simple fenómeno óptico, sino una manifestación de fuerzas primordiales.

El artista trabaja con una paciencia monástica, pasando a veces varios meses en un solo lienzo. Esta lentitud deliberada no es una simple elección técnica, sino una postura filosófica que hace eco a la fenomenología de Husserl. Cada pincelada es una épochè, una puesta entre paréntesis del mundo ordinario para revelar la esencia de las cosas. Los árboles, las casas, las nubes en sus cuadros no están simplemente representados, sino revelados en su ser más profundo.

Es fascinante ver cómo Kahn, a través de su trayectoria singular, encarna perfectamente lo que el filósofo Walter Benjamin llamaba “el aura” de la obra de arte. En un mundo del arte contemporáneo obsesionado con la novedad y la velocidad, sus cuadros irradian una presencia que desafía la reproducción mecánica. Cada obra es fruto de una contemplación prolongada, de una conversación íntima con lo visible y lo invisible.

La trayectoria tardía de Kahn hacia el reconocimiento nos recuerda que el arte verdadero no es cuestión de edad o moda, sino de necesidad interior. Como él mismo dice: “Si no me siento obligado a pintar, ¿cómo puedo esperar que el espectador se sienta tocado por lo que relato?” Esta autenticidad profunda resuena con la noción de autenticidad de Heidegger, donde el ser humano encuentra su verdad no en la conformidad con las expectativas sociales, sino en la fidelidad a su vocación más profunda.

Los retratos de Kahn, aunque sean menos numerosos que sus paisajes, revelan una comprensión profunda de lo que Levinas llamaba “el rostro del otro”. En su autorretrato de 1982, por ejemplo, no vemos simplemente una representación física, sino un enfrentamiento con la alteridad fundamental que reside en el corazón mismo de la identidad.

La influencia de Matthew Wong en la carrera tardía de Kahn añade una dimensión particularmente conmovedora a su historia. Esta amistad intergeneracional, nacida en las redes sociales y trágicamente interrumpida por el suicidio de Wong en 2019, ilustra perfectamente lo que el filósofo Maurice Blanchot llamaba “la comunidad inconfesable”, esa conexión misteriosa que une a los seres más allá de las contingencias temporales y espaciales.

La obra de Scott Kahn nos recuerda que el arte verdadero no es cuestión de tiempo ni de marketing, sino de verdad interior. Sus paisajes oníricos, sus retratos meditativos y sus composiciones metafísicas constituyen un corpus que trasciende las categorías fáciles y las etiquetas comerciales. En un mundo del arte a menudo dominado por lo espectacular y lo efímero, Kahn nos ofrece una obra que invita a la contemplación y a la reflexión profunda, recordándonos que la verdadera belleza, al igual que la verdad, a veces requiere tiempo para revelarse.

Su éxito tardío no es tanto una revancha contra el tiempo como una validación de la paciencia y la autenticidad artística. Como los vinos más finos, algunos artistas necesitan décadas para alcanzar su plena madurez. Scott Kahn es uno de ellos, y su obra sigue recordándonos que el arte, como la filosofía, es una búsqueda de la verdad que no conoce límite de edad.

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Referencia(s)

Scott KAHN (1946)
Nombre: Scott
Apellido: KAHN
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Estados Unidos

Edad: 79 años (2025)

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