Escuchadme bien, panda de snobs, la abstracción geométrica no está muerta, todavía respira, y Sean Scully (nacido en 1945 en Dublín) es la prueba viviente. Aquí tenemos a un artista que ha hecho temblar las paredes de los museos con sus franjas horizontales y verticales durante más de cincuenta años, mientras algunos aún insisten en creer que el arte contemporáneo se reduce a NFT y performances de gallina ponedora de Milo Moire.
Dejad que os cuente una historia, la de un niño irlandés que llegó a Londres, que creció en la más absoluta pobreza, durmiendo en habitaciones deplorables y trabajando como tipógrafo. Un chaval que pasaba sus pausas para comer en la Tate Gallery contemplando la Silla de Van Gogh, mientras sus colegas devoraban sus bocadillos en el pub. Un niño que, con 17 años, tomaba clases nocturnas en la Central School of Art mientras trabajaba de día como diseñador gráfico y mensajero.
¿Veis a esos habitantes del barrio de Saint-Louis en Versalles que aún confunden a Kandinsky con Rothko? Pues bien, Scully les da una lección magistral sobre lo que es realmente la abstracción contemporánea. No pinta para decorar sus salones Luis XVI o sus dormitorios imperio. No, crea obras que son como directos visuales al estómago, composiciones que te agarran las entrañas y te obligan a mirar la pintura directamente a los ojos.
Hablemos primero de su relación con la geometría, su primera obsesión artística. En los años 70, Scully comienza creando cuadrículas complejas, entrelazados de líneas que hacen vibrar la retina como un cuadro op art bajo ácido. Pero cuidado, esto no es Vasarely para turistas. Estas primeras obras ya están cargadas de una tensión palpable, como si la cuadrícula misma estuviera a punto de explotar bajo la presión de su propia rigidez.
Y luego viene el gran cambio. En 1969, durante un viaje a Marruecos, descubre los motivos geométricos de las telas tradicionales. Este encuentro es como una revelación mística para un ateo convencido. Las franjas coloridas de las tiendas bereberes se convierten en su nueva biblia estética. Entonces comprende que la geometría no es solo una prisión formal, sino que puede ser un lenguaje emocional poderoso.
Pero es en Nueva York, donde se establece en 1975, donde Scully comienza realmente a sacudir el avispero del arte contemporáneo. Llega a una ciudad donde el minimalismo reina como absoluto señor, donde los artistas se esfuerzan por crear obras tan frías como un congelador industrial. ¿Y qué hace nuestro irlandés? Decide causar estragos en ese bello ordenamiento. Empieza a pintar sus famosas “Black Paintings”, lienzos monocromos atravesados por franjas horizontales que parecen absorber la luz como si fueran agujeros negros.
Ya puedo escuchar a los puristas gritar a los sacrilegios: “¡Pero esto es un refrito de Ad Reinhardt!”. Desengáñense, queridos amigos. Donde Reinhardt buscaba la trascendencia en el negro absoluto, Scully explora las profundidades del alma humana. Sus franjas negras no son ejercicios de estilo, sino sismógrafos emocionales que registran los temblores de la existencia.
1981 marca un punto decisivo con “Backs and Fronts”, una obra monumental que estalla como una bomba en el mundo del arte neoyorquino. Imaginad un poco: catorce paneles alineados, cada uno cubierto de franjas horizontales y verticales, como una partitura musical escrita por un compositor loco. Esta obra es una patada magistral en el hormiguero del minimalismo. Prueba que la abstracción geométrica puede ser tan expresiva como un Pollock y tan visceral como un De Kooning.
Pero la verdadera revolución de Scully está en su manera de pintar. No se limita a trazar líneas rectas con cinta de enmascarar como un estudiante de primer año de Bellas Artes. No, pinta sus franjas a mano alzada, dejando que el pincel tiemble ligeramente, creando fronteras difusas entre los colores. Es como si Mondrian de repente hubiera decidido pintar tras tres copas de whisky irlandés.
A lo largo de las décadas, su paleta se ha enriquecido como un buen vino. Los grises metálicos de los primeros tiempos han dado paso a ocre profundos, azules marinos, rojos de sangre seca. Cada franja de color está construida como un sándwich emocional, con capas sucesivas de pigmentos que crean una profundidad alucinante. Es una pintura que te hace salivar como un plato gastronómico.
Tomemos “Wall of Light Desert Night” de 1999. Este lienzo es como una ventana abierta al alma del artista. Los bloques de color se apilan como ladrillos, pero cada ladrillo está vivo, palpitante. La luz parece emanar desde el interior del lienzo, como si Scully hubiera logrado capturar la esencia misma del crepúsculo en el desierto. Es Mark Rothko encontrándose con Frank Lloyd Wright en un bar de Dublín.
Y no me hables de su serie “Landline” comenzada en 1999. Esas franjas horizontales que se estiran como horizontes infinitos son la prueba de que la abstracción puede ser tan lírica como un poema de Rimbaud. Scully logró lo imposible: transformó la geometría en un paisaje emocional. Es como si Caspar David Friedrich hubiera decidido pintar sus sublimes paisajes en modo abstracto.
Ahora, déjenme hablarles de su relación con la arquitectura, su segunda obsesión. En 2015, restauró la iglesia Santa Cecília de Montserrat en España, creando un diálogo fascinante entre el arte sacro medieval y la abstracción contemporánea. No se limita a colgar sus lienzos en las paredes, transforma todo el espacio en una obra de arte total. Es como si Claire Tabouret hubiera recibido carta blanca para hacer los nuevos vitrales de Notre-Dame de París (ese es fácil).
Los frescos que crea para esta iglesia son un desafío magistral a todos aquellos que creen que el arte abstracto es incompatible con la espiritualidad. Sus bandas de color dialogan con las bóvedas románicas como si siempre hubieran estado allí. Es una lección en historia del arte en directo: la abstracción no es una ruptura con la tradición, sino su continuación por otros medios.
Y luego está su forma de trabajar la materia. Scully pinta como un albañil construiría un muro, apilando capas de color como ladrillos de pigmentos. Usa pinceles tan anchos como escobas, aplicando la pintura con gestos amplios que dejan ver el esfuerzo físico. Es pintura que huele a sudor y aceite de linaza, no al perfume artificial de las inauguraciones parisinas.
Miren “Landline Far” de 2020. Las bandas horizontales parecen vibrar como cuerdas de guitarra tensadas al extremo. El azul profundo de arriba dialoga con el gris tormentoso de abajo, creando una tensión que te agarra de la garganta. Es como si Scully hubiera logrado pintar el sonido del blues, esa música que escuchaba en los pubs de Londres cuando era joven.
Su pintura es física, muscular, pero nunca brutal. Es como un boxeador que domina perfectamente el arte del combate: cada golpe está calculado, pero el conjunto mantiene una gracia asombrosa. Sus lienzos son rings donde se enfrentan la razón y la emoción, la geometría y el caos, la estructura y la libertad.
Y no piensen que Scully se ha dormido en sus laureles. A casi 80 años, sigue experimentando, llevando los límites de su arte más allá. Sus recientes esculturas en acero Corten son como cuadros que decidieron salir de la pared para invadir el espacio. “Crate of Air” (2018) es una meditación monumental sobre el vacío y el lleno, tan imponente como una zigurat mesopotámica.
Su serie reciente “Dark Windows” es una respuesta directa a nuestra época turbulenta. Estas ventanas oscuras, compuestas por franjas verticales y horizontales, son como reflejos de nuestro mundo confinado. Pero incluso en estas obras más oscuras, siempre hay un rayo de esperanza, una grieta por donde la luz logra colarse.
La abstracción geométrica no es todavía un lenguaje muerto. Scully demuestra que las formas más simples, la línea recta, el rectángulo, el cuadrado, aún pueden portar una carga emocional devastadora. Es un artista que ha entendido que la geometría no es solo cuestión de regla y compás, sino también de corazón y tripas.
Y para todos aquellos que aún piensan que el arte abstracto es una estafa intelectual, digo: vayan a ver una exposición de Scully. Pónganse frente a uno de sus lienzos por más de diez segundos (si pueden). Déjense hipnotizar por esas bandas de color que vibran como cuerdas de violonchelo. Y quizás, solo quizás, finalmente comprendan que la abstracción no es una huida de la realidad, sino una manera más profunda de mirarla de frente.
Scully es el último de los mohicanos, un pintor que todavía cree en la capacidad de la pintura para emocionarnos, para transformarnos. Continúa creyendo en el poder de la materia, del color, del gesto. Es la prueba viviente de que la abstracción no está muerta, que nunca morirá mientras haya artistas lo suficientemente valientes para enfrentarse al lienzo en blanco con sinceridad y pasión.
Entonces sí, algunos dirán que Scully solo repite lo mismo desde hace cincuenta años. Pero eso es exactamente lo que decían los críticos sobre Morandi y sus naturalezas muertas, Rothko y sus rectángulos flotantes, Giorgio Morandi y sus botellas. La verdad es que Scully, como todos los grandes artistas, ha encontrado su territorio y no ha dejado de explorarlo en profundidad, ahondando cada vez más en las posibilidades infinitas de su lenguaje pictórico.
La historia del arte recordará a Sean Scully como quien salvó la abstracción geométrica de su propia rigidez, quien le devolvió un alma, un aliento, una humanidad. En una época en la que el arte contemporáneo a menudo se pierde en conceptos vacíos y modas pasajeras, él sigue siendo un faro, un recordatorio de que la pintura todavía puede ser un acto de fe, un acto de amor, un acto de resistencia.
Y si todavía no están convencidos, pues vuelvan a sus vernissages mundanos en sus galerías blancas como la nieve. Mientras tanto, Sean Scully seguirá pintando sus bandas de color, construyendo piedra a piedra su catedral personal de la abstracción, indiferente a las modas y tendencias, fiel solo a su visión y a su fe inquebrantable en el poder de la pintura.
Porque al final, quizás ese sea el mayor logro de Scully: haber transformado la geometría, ese lenguaje aparentemente frío e impersonal, en una poesía visual capaz de tocarnos profundamente. Sus cuadros nos recuerdan que el arte todavía puede ser una experiencia física, emocional, espiritual. Es un mensaje que necesitamos más que nunca.
















