Escuchadme bien, panda de snobs. Jenny Ymker no es lo que creéis. Esta artista neerlandesa, que teje tapices con una técnica ancestral mezclada con fotografía contemporánea, ha logrado crear un universo singular que desconcierta tanto como cautiva. Si nunca habéis visto sus obras, imaginad tapices monumentales donde la misma mujer, la propia artista, siempre aparece sola, congelada en situaciones tanto banales como absurdas. Una mujer sentada sobre un tocón en medio de un bosque devastado, con una maleta en la mano. Otra literalmente esponjando el mar con un trapo y un cubo. O también, aquella que, en un salón vacío y sombrío, busca algo en su bolso mientras globos flotan en el techo.
Algunos críticos se contentarían con ver en este trabajo una simple estética melancólica o nostálgica. Precisamente ahí es donde me distingo. Porque Jenny Ymker nos habla de alienación existencial, de la condición humana contemporánea, y lo hace con una ironía mordaz que pocos saben discernir. Sus tapices son espejos que nos devuelven nuestra propia absurdidad.
El proceso creativo de Ymker es singular. Ella comienza por escenificar fotografías donde es a la vez directora y modelo. Escoge minuciosamente los accesorios, la ropa, los lugares. Luego, transforma esas fotos en tapices tejidos, o “gobelinos” como ella misma los llama, evocando esas obras tejidas producidas históricamente en la Manufacture nationale des Gobelins de París. Un enfoque que asocia el medio tradicional del tapiz con la contemporaneidad del autorretrato escenificado.
En la historia del arte occidental, el tapiz durante mucho tiempo fue considerado un arte menor, relegado al ámbito doméstico, al trabajo artesanal “femenino”. Al apropiarse de este medio, Ymker hace más que rehabilitar una técnica: subvierte los códigos. Toma un arte que antes se destinaba a calentar las frías paredes de los castillos y a narrar las hazañas de los poderosos, y lo transforma en una narración personal, íntima, desconectada.
Tomemos su obra “Vervlogen” (Bygone): una mujer (Ymker) está sentada en un sofá en una habitación poco iluminada. Globos de colores flotan en el techo. Está vestida sobria, absorta en el contenido de su bolso, mientras que una taza y un platillo reposan, solitarios, sobre la mesa. El título nos indica que se trata de “dejar ir”. Pero ¿qué deja ir? ¿La fiesta que no tuvo lugar? ¿Los invitados que nunca llegaron? ¿O es una metáfora más amplia sobre el paso del tiempo, sobre esos momentos que se nos escapan?
La fuerza de Ymker reside en su capacidad para crear imágenes icónicas, en el sentido de que quedan grabadas en nuestra memoria, pero cuya iconografía permanece abierta a la interpretación. El historiador del arte Ernst Gombrich habría amado esta ambigüedad semiótica [1]. En sus escritos sobre la percepción visual, Gombrich subraya cómo nuestra interpretación de las imágenes está condicionada por nuestras expectativas y nuestro bagaje cultural. Los tapices de Ymker juegan precisamente con esas expectativas, las desvían, crean una perturbación perceptiva que nos obliga a reexaminar nuestra relación con la imagen.
Lo que me interesa particularmente en su trabajo es la tensión permanente entre familiaridad y extrañeza. Julia Kristeva, en su análisis de la “desasosegante extrañeza” (concepto tomado de Freud), nos recuerda que lo más inquietante no es la otredad radical, sino aquello que es casi como nosotros, casi familiar, pero no del todo [2]. Las escenas de Ymker operan exactamente en este registro. Son reconocibles, una mujer en un salón o en un paisaje, pero su lógica narrativa nos escapa.
La obra “Mopping” ilustra perfectamente esta dimensión. Una mujer escurre el agua del mar con un trozo de tela y un cubo. Acción inútil, interminable, absurda. ¿No es esta una metáfora perfecta de la condición humana contemporánea? Nos agotamos en tareas sin fin, cuya utilidad se nos escapa, en un mundo que parece cada vez más sinsentido. Albert Camus habría visto en Ymker a una artista del sentimiento absurdo por excelencia.
Hay algo profundamente cinematográfico en la obra de Ymker, no en el sentido del movimiento, ya que sus personajes están inmóviles, sino en la construcción del encuadre, en esa suspensión temporal que recuerda ciertos planos fijos del cine de Michelangelo Antonioni o Ingmar Bergman. Cineastas que, como ella, sabían crear imágenes donde la soledad humana se despliega en toda su complejidad visual.
La soledad, precisamente, está omnipresente en su trabajo. Pero no una soledad romántica, heroica. Más bien una soledad ordinaria, cotidiana, la que nos habita incluso cuando estamos rodeados de otros. “He trabajado en el área de la salud durante algún tiempo”, explica Ymker. “Si una persona ya no es capaz de contar un evento, por pequeño que sea, esa persona perderá progresivamente su sentido de significado, de importancia” [3]. Esta reflexión sobre la importancia del relato, de la capacidad para contarse a sí misma, atraviesa toda su obra.
En “The sky is deep”, una mujer está de pie sobre un tocón en medio de un campo de troncos cortados, aparentemente en camino con una maleta en la mano. ¿A dónde va? ¿Cómo pasa de un tronco a otro? Preguntas absurdas, claro, ya que la imagen la congela en este instante suspendido. Es precisamente este momento indeciso, absurdo, que parece durar eternamente y está presentado tan claramente, lo que confiere a la obra su carácter icónico o más bien carismático. La iconografía de la obra está sujeta a diferentes interpretaciones, pero la imagen misma permanece memorable.
La propia tela del tapiz contribuye a esta estética. La estructura granulada del textil da a las imágenes una cualidad particular, a medio camino entre la precisión fotográfica y cierta granulidad que evoca los primeros tiempos de la fotografía. Esta materialidad refuerza la impresión de imágenes suspendidas fuera del tiempo, como si emergieran de una memoria colectiva confusa.
Técnicamente, el proceso de creación es muy interesante. Una vez tomada la fotografía, Ymker la transforma en un patrón de tejido. En colaboración con el tejedor, selecciona los colores apropiados de lana y algodón. Primero se tejen muestras, lo que permite ajustes, antes de realizar el tapiz definitivo. Lo que me gusta de este proceso es la transformación de una imagen instantánea (la fotografía) en un objeto que requiere semanas, incluso meses, de trabajo minucioso. Es una desaceleración deliberada, casi una forma de resistencia a la aceleración constante de nuestra época.
En algunos de sus tapices, Ymker luego borda ciertas partes de la imagen para acentuar elementos específicos. En “Bevroren tranen” (Lágrimas heladas), inspirado en el “Viaje de invierno” de Franz Schubert, los pedazos de hielo están bordados con hilos de plata. Esta atención a los detalles, esta hibridación de técnicas, aporta una dimensión táctil adicional a la obra.
Jenny Ymker se inscribe en una línea de artistas mujeres que utilizan el autorretrato como herramienta de exploración identitaria y social. Ella misma menciona a Cindy Sherman y Francesca Woodman entre sus influencias. Al igual que Sherman, utiliza su propio cuerpo como un vehículo narrativo, asumiendo diferentes roles para cuestionar mejor nuestra relación con el mundo. Pero mientras Sherman juega con los estereotipos mediáticos y cinematográficos, Ymker explora territorios más íntimos, más existenciales.
La obra “Escape”, realizada para el castillo de Muiden en el marco de la exposición “Armada de belleza, mujeres y poder desde la Edad Media”, ilustra perfectamente esta dimensión. La pieza toma como punto de partida la cetrería, que para las mujeres de alta nobleza en la Edad Media era un medio para escapar con elegancia del bordado o del paseo. En esta obra, una mujer sostiene cinco halcones que vuelan en todas las direcciones. Sin embargo, ella no es tirada hacia un lado u otro por los pájaros, sino que permanece en su lugar. Para Ymker, esta imagen representa la libertad y la fuerza. Hay ahí una sutil subversión de las expectativas relacionadas con el género. La mujer controla esas fuerzas que podrían desequilibrarla. Ella se mantiene firme, soberana. Es una metáfora poderosa de la emancipación femenina, sin ser didáctica ni explícita.
Esta dimensión política subyacente atraviesa toda la obra de Ymker. No se trata de una política en el sentido partidista, sino de una política de la mirada, de la representación. Ella elige deliberadamente ropa, bolsos y zapatos del pasado para reforzar la sensación de alienación respecto al entorno. Esta elección no es fortuita: sitúa a sus personajes en una temporalidad indeterminada, ni del todo contemporánea ni del todo histórica. Es un entretiempo que nos desestabiliza y nos obliga a desprendernos de nuestros referentes habituales.
“El mundo de la imaginación puede parecer más real que la realidad misma”, afirma Ymker [3]. Esta frase podría servir como manifiesto para toda su obra. No busca reproducir fielmente lo real, sino crear mundos que, por su extrañeza misma, nos hablen más profundamente de nuestra condición de lo que lo haría una representación mimética.
En “Hope”, una obra de 2019, Ymker se inspira en una práctica del pasado: enviar un globo con una tarjeta que lleva su nombre y dirección, con la esperanza de que alguien en la distancia lo encuentre y envíe una carta. “Es la esperanza de que alguien te vea”, explica ella. ¿No es eso, en el fondo, lo que todos buscamos? ¿Ser vistos, reconocidos, existir en la mirada del otro?
Esta búsqueda de reconocimiento atraviesa la historia del arte desde sus orígenes. El sociólogo Pierre Bourdieu analizó cómo el campo artístico estaba estructurado en torno a esta búsqueda de legitimidad y reconocimiento [4]. Pero Ymker traslada esta cuestión del campo institucional hacia una interrogante más existencial: ¿cómo existir auténticamente en un mundo donde la visión del otro puede a la vez validarnos y alienarnos?
Su obra “Landscape in White”, realizada en 2020 para el centro de lucha contra el cáncer Antoni van Leeuwenhoek, ilustra esta dimensión existencial con una potencia particular. El tapiz muestra un paisaje invernal. “Pero después del invierno viene la primavera y el verano”, comenta Ymker. “Los acontecimientos de nuestra vida también tienen esas estaciones. La persona en la obra camina con coraje y confianza sobre una cuerda firme. Esa confianza y ese coraje son lo que quiero mostrar con este tapiz mural” [5]. En este contexto hospitalario particular, la obra adquiere una resonancia añadida, ofreciendo a los pacientes una metáfora visual de esperanza y resiliencia.
Lo que me gusta del trabajo de Ymker es su capacidad para crear imágenes que nos persiguen mucho tiempo después de haberlas visto. Sus “tapices” son como sueños extraños que recordamos al despertar, sin poder captar completamente su significado, pero cuya atmósfera persiste. Evocan lo que el psicoanalista Jacques Lacan llamaba “lo real”, esa dimensión de la experiencia que escapa a la simbolización, que resiste a nuestro intento de ponerla en palabras [6].
Quizá sea por eso que sus obras nos conmueven tan profundamente. En un mundo saturado de imágenes explícitas, que no dejan espacio para la ambigüedad, Ymker crea espacios visuales donde el misterio aún puede habitar. Sus tapices nos invitan no a consumir imágenes pasivamente, sino a comprometernos activamente en su interpretación, a tejer nuestras propias historias a partir de los hilos que ella nos ofrece.
Jenny Ymker es una artista del silencio, de la suspensión, del entre dos. Sus personajes habitan espacios transitorios, no lugares, momentos de espera. Son como todos nosotros: atrapados entre un pasado que se aleja y un futuro incierto, buscando dar sentido a nuestra presencia en el mundo. Pero, a diferencia de muchos artistas contemporáneos que abordan estos temas con cinismo o desesperanza, Ymker mantiene una forma de dignidad, incluso una esperanza discreta.
Su trabajo no busca un aspecto espectacular, no busca deslumbrarnos con efectos técnicos o provocaciones fáciles. Opera en un modo más sutil, más contenido. Es un arte que requiere tiempo, atención, que no revela inmediatamente todos sus secretos. En un mundo artístico a menudo dominado por la inmediatez y la escalada visual, esta contención es casi subversiva.
Sin duda, esta cualidad le valió a Ymker el prestigioso Luxembourg Art Prize en 2019, un reconocimiento internacional merecido para esta artista que, desde su taller en Tilburg, teje pacientemente un universo visual único, en la intersección de la fotografía, el tapiz y la performance. Porque hay una dimensión performativa en su trabajo, aunque se desarrolle sin público. Ymker se pone en escena, habita físicamente las situaciones que crea. “Para mí, es una parte esencial del proceso de creación, crear un cierto mundo y formar parte de él en ese momento, estar en esa situación por un tiempo” [3]. Esta experiencia corporal, esta vivencia física de las situaciones que representa, infunde a sus obras una autenticidad particular.
La elección misma del tapiz como medio final no es casual. A diferencia de la fotografía, que captura un instante, el tapiz se inscribe en la duración, tanto en su creación como en su materialidad. Los tapices de Ymker resisten la obsolescencia programada de las imágenes digitales contemporáneas. Se inscriben en una temporalidad larga, casi anacrónica en nuestra época de aceleración constante. Esta tensión entre contemporaneidad y anacronismo atraviesa toda su obra. Sus puestas en escena son actuales, pero sus personajes parecen venidos de otra época. Este desfase temporal crea un efecto de distanciamiento que nos permite ver nuestro presente con una mirada nueva, diferente.
Jenny Ymker nos recuerda que el arte no necesita ser estruendoso para ser impactante. Que las imágenes más memorables suelen ser las que susurran en lugar de las que gritan. Que la belleza puede ser un vehículo de cuestionamiento tan poderoso como la provocación. En un panorama artístico contemporáneo a menudo dominado por el ruido y la furia, su obra es un islote de silencio elocuente.
Entonces, la próxima vez que te cruces con uno de sus tapices, tómate el tiempo para detenerte en él. Déjate habitar por estas imágenes extrañas y a la vez familiares. Pregúntate qué despiertan en ti. Porque, como decía la propia Ymker: “En mi trabajo, represento situaciones con la intención de evocar historias en los espectadores. Siempre intento no ser demasiado literal, para que los espectadores tengan espacio para descubrir sus propias historias” [3].
Quizás esto sea, en definitiva, el genio de Ymker: crear obras que son menos objetos terminados y más invitaciones a un viaje interior. Obras que nos tienden un espejo donde podemos proyectar nuestros propios cuestionamientos, nuestras propias errancias. Obras que, bajo su aparente simplicidad, esconden mundos enteros por explorar.
- Gombrich, Ernst. (1960). Arte e Ilusión: Un estudio en la Psicología de la Representación Pictórica. Princeton, Princeton University Press.
- Kristeva, Julia. (1988). Extraños para nosotros mismos. París, Fayard.
- Acercamiento artístico de Jenny Ymker, Premio de Arte de Luxemburgo, 2019.
- Bourdieu, Pierre. (1992). Las reglas del arte: Génesis y estructura del campo literario. París, Seuil.
- Sitio web del centro de lucha contra el cáncer Antoni van Leeuwenhoek. Página sobre la exposición “Jenny Ymker, Landscape in White” (visitada en mayo de 2025).
- Lacan, Jacques. (1973). El Seminario, Libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. París, Seuil.
















