Escuchadme bien, panda de snobs, ya es hora de hablar de Urs Fischer, nacido en 1973, este escultor suizo que se divierte burlando nuestras expectativas con un arte que coquetea constantemente con la destrucción. Sí, habéis leído bien: la destrucción. Pero no cualquier tipo. Fischer practica el arte de la descomposición como un maestro pastelero manipularía sus ingredientes, con una precisión quirúrgica y un agudo sentido del espectáculo.
En esta jungla artística contemporánea donde cada creador intenta desesperadamente destacar, Fischer ha elegido el camino de la metamorfosis perpetua, recordando extrañamente el concepto heracliteano del “panta rhei”, todo fluye, todo cambia. Sus esculturas de cera que se consumen lentamente, sus instalaciones que se pudren deliberadamente, sus estructuras arquitectónicas que parecen desafiar la gravedad: todo en su obra nos grita que nada es permanente. Es como si el propio Heráclito hubiera tomado posesión de una galería de arte contemporáneo para demostrarnos que nunca se puede bañar dos veces en el mismo río.
Tomemos sus famosas esculturas de cera. En 2011, creó una réplica a tamaño real de “El rapto de las sabinas” de Giambologna, esta magistral obra del Renacimiento, para transformarla en una enorme vela que se consume durante toda la Bienal de Venecia. Aquí tenemos una apropiación magistral del concepto nietzscheano del eterno retorno, pero con un giro irónico: en lugar de volver eternamente, la obra se autodestruye metódicamente, cuestionando nuestra obsesiva relación con la conservación del arte.
Sus esculturas de cera que se consumen lentamente nos obligan a confrontar nuestra propia mortalidad, pero de una manera extrañamente alegre. Hay algo liberador en la forma en que abraza la destrucción como parte integrante del proceso creativo. Es un memento mori que no nos deprime, sino que nos invita a celebrar el instante presente.
En el mundo de Fischer, la destrucción no es un fin en sí misma, sino un medio para la creación. Sus instalaciones monumentales, como “You” (2007), donde hace cavar un hueco enorme en el suelo de una galería, no son simples actos de vandalismo institucional. No, representan una profunda reflexión sobre la naturaleza misma del espacio y nuestra relación con él. Es como un Gordon Matta-Clark bajo ácido, si queréis, pero con una dosis extra de provocación suiza.
La práctica de Fischer está marcada por una fascinante dualidad entre lo monumental y lo efímero. Sus esculturas gigantes de aluminio, como “Big Clay #4” (2013-2014), una obra colosal de 12 metros de altura, parecen desafiar el tiempo mientras celebran la insignificancia del gesto creativo. Ahí reside precisamente su genio: en su capacidad para transformar un simple pellizco de arcilla en un monumento titánico, a la vez que conserva la huella del gesto originario, como un memento mori contemporáneo que nos recuerda que incluso las obras más imponentes son fruto de un instante fugaz.
Fischer hace malabarismos con las escaleras como un prestidigitador con sus cartas. Amplía desmesuradamente objetos cotidianos, creando situaciones surrealistas que habrían hecho sonreír a André Breton. Pero, a diferencia de los surrealistas que buscaban trascender la realidad, Fischer se empeña en traernos de nuevo a ella, recordándonos constantemente la materialidad de las cosas. Sus obras están ancladas en una realidad física ineludible, incluso cuando parecen desafiar las leyes de la física.
El trabajo de Fischer se inscribe en una tradición filosófica que se remonta a Demócrito y su concepto de atomismo. Al igual que el filósofo griego veía el mundo compuesto por átomos en constante movimiento en el vacío, Fischer crea un universo artístico donde los objetos, materiales y conceptos están en perpetua recomposición. Sus instalaciones no son estáticas sino vivas, en constante mutación, como si el artista hubiera logrado capturar la esencia misma del cambio.
Tomemos sus “Problem Paintings”, esa serie donde superpone imágenes de frutas u objetos cotidianos sobre retratos de actores de Hollywood de los años 1940. Estas obras no son simples ejercicios de estilo pospop art. No, representan una crítica acerada a nuestra sociedad de la imagen, donde la celebridad y el anonimato se codean en un ballet absurdo. Es Andy Warhol encontrándose con René Magritte en un ascensor averiado, si quieres una imagen.
Las instalaciones alimentarias de Fischer merecen ser detenidas. Su “Bread House” (2004-2005), una casa construida íntegramente con pan, no es solo una simple broma arquitectónica. Es una meditación profunda sobre la naturaleza perecedera de nuestras construcciones más ambiciosas. El pan, ese alimento fundamental, se convierte aquí en un material de construcción destinado a la descomposición, creando una tensión palpable entre permanencia e impermanencia. Es como si Fischer hubiera decidido tomar el concepto heideggeriano del ser-para-la-muerte y transformarlo en una experiencia sensorial total.
El artista lleva aún más lejos esta reflexión con sus instalaciones participativas como “YES” (2013), donde invita al público a crear esculturas de barro que secarán y se desintegrarán con el tiempo. Esta democratización del acto creativo no está exenta de recordar los happenings de los años 1960, pero Fischer añade una dimensión adicional: la conciencia aguda de la finitud. Cada participante se convierte a la vez en creador y destructor, en una danza macabra que celebra la creatividad humana mientras acepta su naturaleza efímera.
Los espejos juegan un papel importante en la obra de Fischer, no como simples superficies reflectantes, sino como portales hacia otras dimensiones de la percepción. Sus instalaciones con espejos nos devuelven nuestra propia imagen deformada, fragmentada, multiplicada, creando un diálogo complejo entre el espectador y la obra. Es como si Lacan hubiera decidido convertirse en artista contemporáneo: el estadio del espejo se convierte en una experiencia física, tangible, a veces incluso vertiginosa.
Fischer sobresale particularmente en su capacidad para crear momentos de sorpresa absoluta. Sus esculturas motorizadas, como esas sillas de oficina que se desplazan de manera autónoma por el espacio de exposición, crean situaciones donde lo inesperado se convierte en la norma. Es un teatro del absurdo donde los objetos cobran vida, no para entretenernos, sino para enfrentarnos a nuestras propias expectativas sobre el arte y la realidad.
El artista también manipula nuestra percepción del espacio con una maestría desconcertante. Sus cortes en las paredes de las galerías no son simples agujeros, sino portales que revelan la naturaleza construida de nuestros espacios de exhibición. Es como si Fischer hubiera decidido tomar el concepto kantiano del espacio como forma a priori de la sensibilidad y darle la vuelta como un guante.
En un mundo del arte contemporáneo a menudo predecible, donde cada artista parece haber encontrado su cómodo nicho, Fischer sigue siendo inescrutable. Se niega a encerrarse en una única firma estilística, prefiriendo explorar constantemente nuevas direcciones. Este enfoque podría parecer disperso, pero en realidad revela una coherencia profunda: la de un artista que comprende que el arte, como la vida misma, está en perpetuo movimiento.
Fischer no duda en confrontar las contradicciones inherentes al mundo del arte contemporáneo. Sus obras monumentales, producidas con medios tecnológicos sofisticados, conviven con intervenciones más modestas, casi artesanales. Esta tensión entre la alta tecnología y la baja tecnología, entre lo espectacular y lo íntimo, crea una dinámica fascinante que refleja las paradojas de nuestra época.
Su práctica artística cuestiona también nuestra relación con el valor en el arte. ¿Cómo evaluar una obra destinada a desaparecer? ¿Qué queda cuando una escultura de cera ha terminado de consumirse? Estas preguntas nos remiten a interrogantes filosóficos fundamentales sobre la naturaleza del arte y su lugar en nuestra sociedad mercantil. Fischer no propone respuestas simples, sino que nos invita a reflexionar sobre estas cuestiones de manera lúdica y provocativa.
El uso que hace Fischer de las nuevas tecnologías es particularmente interesante. Sus esculturas digitalizadas en 3D y luego ampliadas a una escala monumental representan una fusión fascinante entre el gesto artístico tradicional y las posibilidades ofrecidas por la tecnología contemporánea. Es como si el artista buscara reconciliar la artesanía tradicional con la era digital, creando obras que existen simultáneamente en varias dimensiones de la realidad.
Lo que hace que la obra de Fischer sea tan relevante hoy en día es su capacidad para capturar el espíritu de nuestra época: un período marcado por la inestabilidad, la incertidumbre y la transformación constante. Su arte nos recuerda que la belleza puede residir en la impermanencia, que la destrucción puede ser creativa y que el arte más significativo es aquel que se atreve a cuestionar sus propios fundamentos.
















