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Winfred Rembert: Del infierno del presidio a la belleza

Publicado el: 19 Febrero 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 10 minutos

En su obra “All Me”, Winfred Rembert transforma la violencia del presidio y los trabajos forzados en una meditación visual sobre la identidad, multiplicando las siluetas con uniforme de rayas como tantas facetas de sí mismo, necesarias para sobrevivir en un sistema deshumanizante.

Escuchadme bien, panda de snobs, permitidme hablaros de Winfred Rembert (1945-2021), un artista cuyo extraordinario recorrido encarna las horas más oscuras de la historia estadounidense. Nacido en la segregacionista Georgia, fue confiado desde su nacimiento a su tía abuela y comenzó a trabajar en los campos de algodón a los seis años. Su compromiso con el movimiento por los derechos civiles en los años 60 le llevó a ser arrestado y, tras un intento de fuga, víctima de un intento de linchamiento del que milagrosamente sobrevivió. Condenado a siete años de prisión, allí aprendió el trabajo del cuero junto a un compañero de celda. No fue hasta los cincuenta y un años, animado por su esposa Patsy, cuando empezó a transformar esta técnica en arte, grabando y pintando en cuero escenas de su pasado. Su obra, hoy reconocida internacionalmente y galardonada póstumamente con el premio Pulitzer de biografía en 2022, es un testimonio conmovedor de la segregación racial y una celebración de la resistencia humana.

Es un artista que transformó sus cicatrices en obras maestras, que convirtió el infierno en belleza. Winfred Rembert no es de esos artistas que aprendieron su oficio en los refinados salones de las escuelas de arte. No, su universidad fue la segregacionista Georgia, sus profesores fueron el dolor y la resiliencia, y su medio preferido, el cuero, fue un regalo irónico de sus años de cautiverio. En un mundo donde estamos inundados de instalaciones conceptuales a menudo vacías de sentido, aquí tenemos a un hombre que literalmente graba su vida en el cuero, como Kafka grababa sus pesadillas en papel. Y como el escritor praguense, Rembert nos sumerge en un universo kafkiano donde lo absurdo rivaliza con lo inhumano.

Mirad “All Me” (2002), esa obra alucinante donde los presos con uniforme a rayas se multiplican como en un espejo roto. No es solo una simple representación de los trabajos forzados, es una profunda meditación sobre la fragmentación de la identidad bajo el efecto de la violencia institucional. Como en “La metamorfosis” de Kafka, asistimos a la transformación de un ser humano bajo la presión de un sistema deshumanizador. Pero donde Gregor Samsa se convierte en insecto, Rembert se multiplica para sobrevivir, creando lo que él mismo llama “all of me”, todas las versiones de sí mismo necesarias para soportar el infierno de la prisión.

Sus obras sobre el trabajo en los campos de algodón no son meros documentales históricos. No, esas filas infinitas de puntos blancos sobre fondo oscuro son como los versos del “Barco Ebrio” de Rimbaud: un éxtasis de motivos que trasciende la simple narración para alcanzar una dimensión poética. Como el poeta maldito que transformaba su descenso al infierno en versos deslumbrantes, Rembert transmuta el sufrimiento en belleza formal. Los campos de algodón se convierten bajo sus manos en constelaciones, galaxias de puntos blancos que bailan sobre el cuero negro, creando una tensión visual que nos habla tanto de la historia de la opresión como de la resistencia mediante la belleza.

Tomad “The Dirty Spoon Café” (2002), esa escena de baile popular donde parejas bailan sobre un suelo de tablero de ajedrez. La obra vibra con una energía que recuerda las descripciones de los bares clandestinos en “El Gran Gatsby” de Fitzgerald. Como el escritor estadounidense que usaba estos lugares de fiesta para revelar las contradicciones de la América de los años 20, Rembert utiliza estos espacios de alegría para mostrar cómo la comunidad negra creaba bolsillos de libertad en un sistema opresivo. El suelo de tablero de ajedrez se convierte en una metáfora del complejo juego social necesario para sobrevivir en el sur segregacionista.

Pero no os dejéis engañar: aunque sus obras son bellas, nunca son decorativas. Cada golpe de cincel en el cuero es como una incisión en nuestra conciencia colectiva. Tomad “Wingtips” (2001), que muestra al artista suspendido por los tobillos, a punto de ser linchado. La composición tiene una precisión quirúrgica, cada detalle, hasta los zapatos del torturador, grabado con una nitidez que duele. Es el Goya americano, tan implacable como “Los Desastres de la Guerra”, pero con esta diferencia fundamental: Rembert era tanto el artista como la víctima.

El cuero en sí se convierte en un elemento simbólico poderoso. Material vivo, lleva las cicatrices de su transformación, al igual que el cuerpo y el alma del artista. Cada incisión, cada marca cincelada en el cuero hace eco a las heridas de la historia. Pero a diferencia del lienzo que acepta pasivamente la pintura, el cuero resiste, hay que trabajarlo, convencerlo, establecer un diálogo físico con él. Esta lucha con el material refleja perfectamente la lucha de Rembert con sus recuerdos, con la historia, con el arte mismo.

El genio de Rembert reside en su capacidad para crear una obra que trasciende la simple ilustración de la injusticia para alcanzar una dimensión universal. Sus composiciones tienen un ritmo como el jazz, con motivos que se repiten y se transforman, creando una música visual que habla a todos, incluso a aquellos que quisieran cerrar los ojos ante la historia que cuentan.

En “Cracking Rocks” (2011), los reclusos trabajan con martillos en una coreografía macabra. Los golpes repetidos de las herramientas contra la piedra se convierten en una especie de partitura visual, un ritmo implacable que estructura el espacio de la composición. Cada figura es a la vez individual y parte de un conjunto más amplio, como los instrumentos en una orquesta de jazz donde la individualidad se funde en una armonía colectiva sin perderse.

Su uso del color nunca es gratuito. Los tonos vibrantes que aplica sobre el cuero trabajado no están ahí para ser bonitos. Funcionan como los colores en los cuadros de Van Gogh: expresan emociones, estados de ánimo, verdades psicológicas. El azul profundo del cielo en sus escenas de trabajo en los campos no es el azul pacífico de un paisaje pastoril, es el azul implacable de un sistema que aplasta, que vigila, que oprime.

Observad cómo trata los rostros en sus obras. Cada fisonomía es única, individualizada, incluso en las escenas de grupo. Es su manera de devolver la humanidad a aquellos que el sistema quería reducir a números, a mano de obra anónima. Esta atención a los detalles individuales no es sin recordar los retratos del Renacimiento, donde cada rostro, incluso en una multitud, llevaba la marca de su singularidad.

La composición “G.S.P. Reidsville” (2013) es especialmente impactante en su forma de usar el espacio. Las figuras están comprimidas dentro del marco, creando una tensión claustrofóbica que nos hace sentir físicamente el encierro. Esta organización del espacio no es sin recordar ciertas obras de Jacob Lawrence, pero Rembert le añade una dimensión táctil única, gracias al trabajo del cuero que da un relieve físico a la opresión representada.

En sus escenas de trabajos forzados, los uniformes a rayas blancas y negras crean un motivo hipnótico que estructura el espacio de modo casi abstracto. Estas rayas no son solo un simple marcador de identificación de los presos, se convierten en un elemento formal que marca el ritmo de la composición, creando una tensión entre el orden geométrico impuesto y el movimiento orgánico de los cuerpos en el trabajo.

También existe una dimensión profundamente paradójica en su arte, que es lo que le da su fuerza única. Las escenas más duras son a menudo las más bellas formalmente. Esta tensión entre la belleza de la ejecución y el horror del tema crea una incomodidad productiva en el espectador, obligándolo a confrontar sus propias reacciones contradictorias. Esto es exactamente lo que hacía Bertolt Brecht con su teatro épico, creando una distancia que permite una toma de conciencia más profunda.

El trabajo de Rembert sobre la memoria es particularmente fascinante. No pinta sus recuerdos de manera borrosa o impresionista. Al contrario, cada escena está representada con una precisión casi fotográfica, como si el trauma hubiera congelado esos momentos en una claridad surrealista. Esta hiperacuciosidad del recuerdo recuerda las descripciones de Proust en “En busca del tiempo perdido”, donde el más mínimo detalle se convierte en el portal de una memoria más vasta.

Pero mientras Proust se zambullía en la memoria involuntaria desencadenada por una magdalena, Rembert se sumerge voluntariamente en sus recuerdos más difíciles, los confronta, los trabaja como se trabaja el cuero, hasta que se transforman en otra cosa: arte. Es un acto de transformación alquímica donde el sufrimiento se convierte en belleza sin perder su verdad esencial.

La dimensión temporal en sus obras es especialmente interesante. Aunque representa escenas del pasado, sus composiciones tienen una cualidad intemporal que las vuelve terriblemente contemporáneas. Tome “Inside the Trunk” (2002), que muestra el momento en que fue sacado del maletero de un coche para ser linchado. La composición, con su encuadre cerrado y su perspectiva distorsionada, recuerda extrañamente a los vídeos de violencia policial grabados con smartphones. Sin quererlo, Rembert ha creado una imagen que resuena profundamente con nuestra época.

En “Chain Gang Picking Cotton #4” (2007), fusiona dos formas de opresión, el presidio y el trabajo en los campos de algodón, en una sola imagen de un poder devastador. Los prisioneros con uniforme a rayas se inclinan sobre las plantas de algodón, sus cuerpos forman una coreografía de servidumbre que atraviesa las épocas. Es una metáfora visual de la continuidad de la opresión racial, de la transición de la esclavitud al sistema carcelario.

Lo notable es que mantiene un equilibrio perfecto entre testimonio histórico y creación artística. Sus obras nunca caen en la trampa del simple documental, ni en la estetización gratuita del sufrimiento. Cada pieza es a la vez documento y poema, prueba y transfiguración.

Hay algo profundamente estadounidense en su arte, pero no en el sentido superficial del término. Su trabajo se inscribe en la gran tradición de los autodidactas estadounidenses que han transformado su experiencia personal en arte universal, así como el blues nació del sufrimiento para convertirse en una forma de expresión universal. Como los grandes bluesmen, Rembert transforma su historia personal en una obra que habla a todos.

Miren sus escenas de vida cotidiana, como “The Gammages (Patsy’s House)” (2005). La composición está llena de detalles: las sábanas que se secan en el tendedero, los niños que juegan, los adultos que están ocupados con sus tareas. Es un Bruegel americano, con esa misma atención a los detalles de la vida cotidiana, esa misma capacidad para transformar lo cotidiano en una epopeya visual.

En “Michael Jordan Cemetery” (1998), crea una obra de una complejidad remarcable que trata la cultura de consumo y la violencia que genera en las comunidades negras. Las tumbas con los nombres de jóvenes asesinados por sus zapatillas Nike se encuentran junto a la imagen del propio Jordan, creando un comentario social mordaz sobre las contradicciones del éxito negro en la América contemporánea.

La ironía suprema es que este artista que pasó tantos años encadenado creó una obra de una libertad formal extraordinaria. Sus composiciones desafían las convenciones, crean su propio espacio, su propia lógica. Utiliza la perspectiva de manera intuitiva, creando espacios imposibles que funcionan perfectamente a nivel emocional, como los espacios deformados en los cuadros de El Greco.

Su arte nos recuerda que la belleza no es un lujo, sino una forma de resistencia. En las condiciones más inhumanas, crear belleza se convierte en un acto de desafío, una afirmación de su humanidad. Cada obra de Rembert es un testimonio de esta verdad: el arte tal vez no nos salva, pero nos permite transformar nuestra experiencia, darle significado, compartirla.

La trayectoria de Rembert, desde el presidio hasta los más grandes museos estadounidenses, podría parecer un cuento de hadas moderno. Pero sería un error verlo así. Su éxito tardío no redime las injusticias que sufrió, ni repara los traumas. Lo que hace es mostrarnos cómo el arte puede transformar, pero no borrar, el sufrimiento en algo que enriquece nuestra comprensión colectiva de la experiencia humana.

La obra de Winfred Rembert es un testimonio poderoso de la capacidad del arte para trascender su contexto original a la vez que permanece profundamente arraigado en él. Es un arte que nos obliga a mirar la historia de frente, pero que también nos muestra cómo la belleza puede emerger de las circunstancias más oscuras. No como un consuelo fácil, sino como una transformación difícil y necesaria de la experiencia en conciencia.

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Referencia(s)

Winfred REMBERT (1945-2021)
Nombre: Winfred
Apellido: REMBERT
Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Estados Unidos

Edad: 76 años (2021)

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