Escuchadme bien, panda de snobs: Anselm Reyle no ha venido a vendernos sueños sino a enfrentarnos a la realidad de nuestros deseos estéticos más inconfesables. Mientras aún diseccionamos los últimos estertores de la pintura abstracta como entomólogos perversos, este hombre nacido en 1970 en Tübingen se ha impuesto como uno de los pocos artistas capaces de transformar nuestros clichés visuales en revelaciones perturbadoras. Su trabajo, lejos de ser una simple recuperación oportunista de los códigos modernistas, constituye una verdadera arqueología del gusto contemporáneo, donde cada superficie reflectante revela nuestras contradicciones más profundas.
El enfoque de Reyle se inscribe en un proceso que va más allá de la simple apropiación artística para tocar lo que el antropólogo Claude Lévi-Strauss llamaría el “pensamiento salvaje” de nuestra época. Al igual que las sociedades primitivas que reorganizan los fragmentos del mundo según una lógica simbólica particular, Reyle realiza una recomposición sistemática de los desechos de la modernidad artística. Sus pinturas con bandas de colores, sus esculturas cromadas y sus instalaciones de neón no son simples préstamos estilísticos, sino los elementos de un sistema clasificatorio complejo que revela los mecanismos profundos de nuestras jerarquías estéticas [1].
Esta dimensión antropológica del trabajo de Reyle encuentra su expresión más perfecta en sus series de esculturas denominadas “africanas”. Partiendo de objetos turísticos kitsch adquiridos en mercadillos, el artista realiza una transmutación que cuestiona directamente los procesos de apropiación cultural y de legitimación artística. Cuando convierte una modesta escultura de esteatita comprada por su madre durante un viaje a África en una monumental obra de bronce cromado como Harmony (2007), Reyle no sólo denuncia el expolio cultural: desnuda los mecanismos mediante los cuales el arte occidental siempre ha constituido su canon digiriendo y recodificando las formas venidas de otros lugares. Su enfoque recuerda los análisis de Lévi-Strauss sobre el bricolaje intelectual, esa capacidad para crear nuevo sentido reorganizando los elementos disponibles según una lógica propia. Los materiales industriales que Reyle aprecia, cromo de automóviles, neones de escaparate y láminas de aluminio arrugadas, se convierten en los signos de un alfabeto plástico que cuenta la historia de nuestras relaciones ambiguas con la belleza manufacturada.
El artista alemán desarrolla así una verdadera gramática de la recuperación que funciona según los principios estructuralistas de transformación y permutación. Sus “pinturas rayadas” sistematizan este enfoque desviando uno de los motivos más trillados de la abstracción geométrica para revelar la carga semántica oculta. Al introducir elementos perturbadores, pliegues en el soporte, colores deliberadamente discordantes y firmas estandarizadas, Reyle expone las convenciones tácitas que rigen nuestra percepción del arte “serio”. Esta estrategia de desestabilización controlada se asemeja a lo que Lévi-Strauss describe como los mecanismos de la eficacia simbólica: al manipular los códigos reconocidos, el artista produce efectos de sentido que superan la simple suma de sus componentes. Cada obra de Reyle funciona así como un mito moderno que reorganiza nuestra relación con el pasado artístico según una nueva configuración narrativa. Los materiales encontrados, extintores usados, escombros electrónicos y placas metálicas corroídas, ya no son solo restos industriales sino que se convierten en fragmentos de un relato colectivo sobre la desintegración y la regeneración perpetua de nuestros entornos urbanos. Esta dimensión mitológica del trabajo de Reyle revela cuánto su enfoque va más allá de la simple provocación para tocar las estructuras profundas de nuestro imaginario contemporáneo.
La comparación entre la obra de Reyle y el universo cinematográfico de David Lynch se impone con una evidencia perturbadora, pues ambos artistas comparten la misma fascinación por las zonas oscuras del American Dream y sus equivalentes europeos. Como el director de Mulholland Drive, Reyle destaca en el arte de revelar la inquietante extrañeza que se oculta tras las superficies más lisas y seductoras. Sus instalaciones de neón, bañando el espacio con una luz artificial de colores estridentes, evocan inmediatamente la atmósfera opresiva de los moteles y diners de Lynch, esos lugares de tránsito donde la realidad americana muestra su cara más oscura. Esta afinidad no es fortuita: revela un enfoque común de lo sublime contemporáneo, donde la belleza nace precisamente del enfrentamiento entre atracción y repulsión.
La estética de Lynch encuentra en el trabajo de Reyle su equivalente plástico más probado. Las superficies espejadas de sus “pinturas con hojas” funcionan como tantas pantallas deformantes que devuelven al espectador una imagen alterada de sí mismo y de su entorno. Esta puesta en abismo permanente, característica del cine de Lynch, transforma cada obra en una trampa óptica donde la percepción oscila entre fascinación y malestar. Cuando Reyle dispone sus escombros industriales cromados en el espacio de exposición, recrea esa zona de inquietante extrañeza tan querida para el cineasta estadounidense, ese espacio donde lo familiar se vuelve amenazante por exceso de perfección. Los extintores dorados y las cajas de cambios transformadas en objetos de contemplación estética evocan los objetos fetiche que salpican el universo de Lynch, esos elementos cotidianos súbitamente cargados de un poder simbólico desestabilizador.
Esta dimensión cinematográfica del trabajo de Reyle se despliega plenamente en sus entornos inmersivos, donde el artista recrea la atmósfera de misterio y tensión característica del cine de Lynch. La exposición “Disorder” en Amberes en 2023 fue un ejemplo perfecto de este enfoque: al transformar la galería en un verdadero decorado de película, con sus paredes salpicadas de pintura fluorescente y sus suelos cubiertos de restos artísticos, Reyle proponía una experiencia sensorial total que evocaba los ambientes de pesadilla del director. Esta teatralización del espacio de exposición revela cuánto ha integrado el artista alemán las lecciones del cine moderno en su práctica plástica. Como Lynch, entiende que la eficacia artística contemporánea pasa por la creación de atmósferas inmersivas que involucran físicamente al espectador en la obra. Sus obras LED que cambian lentamente de color según ciclos programados evocan las variaciones de iluminación tan características del cine de Lynch, esas modulaciones sutiles que transforman progresivamente la percepción del espacio y crean un sentimiento de espera inquietante. Al manipular así los códigos de la puesta en escena cinematográfica, Reyle inscribe su trabajo en una estética de la inquietud que revela las tensiones ocultas de nuestra época.
Este enfoque de David Lynch se manifiesta también en la relación particular que Reyle mantiene con la temporalidad. Sus instalaciones motorizadas, como “Windspiel” suspendido en el atrio del hotel Estrel en Berlín, introducen una dimensión temporal hipnótica que evoca las secuencias de Lynch donde el tiempo parece suspendido. Esta suspensión temporal, característica del arte contemporáneo más radical, permite a Reyle crear momentos de pura contemplación estética donde el espectador se enfrenta a su propia percepción. El artista coincide así con Lynch en su capacidad para transformar elementos triviales de la cotidianeidad en reveladores del inconsciente colectivo contemporáneo.
El poder subversivo del trabajo de Reyle reside precisamente en su capacidad para operar lo que podría llamarse una “crítica por exceso”. Al llevar hasta el absurdo los códigos de la belleza industrial y el brillo comercial, el artista revela su dimensión profundamente ideológica. Sus series cerámicas, inspiradas en el estilo Fat Lava de los años 1960-70, son un ejemplo perfecto de esta estrategia. Al recuperar estas formas consideradas como el arquetipo del mal gusto petit-burgués para magnificarlas por la escala y la perfección técnica, Reyle interroga nuestros mecanismos de distinción social a través del objeto artístico. “Lo que me interesa”, declara él, “es algo que tiene la cualidad de ser un cliché” [2]. Esta frase, aparentemente simple, revela en realidad una sofisticación teórica notable: Reyle no busca burlarse del kitsch sino comprender los mecanismos por los cuales ciertas formas estéticas son relegadas al rango de objetos de desprecio cultural.
La eficacia de este enfoque radica en su capacidad para bloquear nuestros reflejos de juicio estético. Frente a una escultura de Reyle, el espectador se encuentra en la imposibilidad de determinar con certeza si se trata de un objeto de consumo sublimado o de una obra de arte legitimada por el contexto institucional. Esta ambigüedad intencionada constituye el corazón de su enfoque crítico. Al negarse a decidir entre “buen” y “mal” gusto, el artista obliga a su público a interrogar los fundamentos mismos de sus preferencias estéticas. Sus “pinturas por números”, directamente inspiradas en los kits de colorear populares, llevan esta lógica a su paroxismo al transformar el acto creativo más mecánico en pretexto para variaciones pictóricas sofisticadas.
Esta dimensión crítica florece especialmente en la compleja relación que Reyle mantiene con el legado del Expresionismo abstracto americano. Al retomar los gestos canónicos de Jackson Pollock o Willem de Kooning para fijarlos en cromo y laca para automóviles, el artista opera una desmitificación controlada de estas figuras tutelares de la modernidad. Sus nuevas series de “Brushstrokes cromados”, donde cada gesto pictórico es meticulosamente reproducido en metal brillante, revelan la ambigüedad fundamental de nuestra relación con el patrimonio artístico del siglo XX. Al transformar el impulso vital de la pintura gestual en objetos de decoración de alta gama, Reyle expone crudamente los mecanismos por los cuales el arte radical de ayer se convierte en el mobiliario cultural de hoy.
Esta estrategia de desvío controlado se basa en un conocimiento íntimo de los códigos que pretende subvertir. El artista, que enseña desde 2009 en la Universidad de Bellas Artes de Hamburgo, domina perfectamente la historia de los movimientos artísticos que reinterpreta. “Empecé haciendo pintura gestual”, confiesa, “pero al mismo tiempo, siempre me ha interesado experimentar con diferentes materiales” [3]. Esta doble competencia, histórica y técnica, le permite manipular las referencias con una precisión que multiplica la eficacia crítica de sus intervenciones.
El genio de Reyle consiste en haber comprendido que la crítica artística más radical ya no pasa por la negación o destrucción de las formas heredadas, sino por su absorción y metabolización. Al transformar el arte en mercancía y la mercancía en arte según un proceso de intercambio perpetuo, revela la imposibilidad contemporánea de mantener fronteras estancas entre estos ámbitos. Sus talleres, auténticas fábricas de producción artística que emplean a decenas de asistentes, asumen plenamente esta dimensión industrial de la creación contemporánea, al tiempo que revelan sus implicaciones políticas y estéticas.
La obra de Reyle funciona así como un analizador implacable de las contradicciones de nuestra época. Al enfrentarnos a nuestros propios deseos estéticos reprimidos, nos obliga a reconsiderar los fundamentos de nuestras jerarquías culturales. Esta dimensión analítica, junto a una indudable seducción visual, convierte a este artista en uno de los comentaristas más lúcidos de nuestra condición posmoderna [4]. Su trabajo revela cuánto la belleza contemporánea nace precisamente de nuestra capacidad para asumir las paradojas de nuestro tiempo en lugar de resolverlas.
En un panorama artístico a menudo tentado por el repliegue a posiciones puristas o la huida hacia adelante tecnológica, Anselm Reyle propone una tercera vía: la aceptación crítica de nuestro legado contradictorio. Al transformar nuestros desechos en tesoros y nuestros tesoros en desechos según una lógica de inversión permanente, nos recuerda que el arte más eficaz quizás sea aquel que sabe revelar la belleza oculta de nuestros compromisos cotidianos. Su obra, espejo implacable y seductor de nuestros deseos estéticos más turbios, constituye una de las propuestas más estimulantes del arte contemporáneo europeo.
- Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, París, Plon, 1962.
- Anselm Reyle, citado en Adela Lovric, “Constructed Chaos: Anselm Reyle at TICK TACK Antwerp”, Berlin Art Link, 19 de enero de 2024.
- Anselm Reyle, entrevista con Dilpreet Bhullar, “El arte de Anselm Reyle, arraigado en el abstraccionismo, busca alcanzar un punto inexplicable”, Stir World, 28 de septiembre de 2021.
- David Ebony, “Anselm Reyle. Glittering Entropy”, Art in America, abril de 2011.
















