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Martes 18 Noviembre

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Antonio Obá pinta el Brasil invisible

Publicado el: 11 Noviembre 2025

Por: Hervé Lancelin

Categoría: Crítica de arte

Tiempo de lectura: 12 minutos

Antonio Obá construye desde Brasília una obra donde la pintura, la escultura y la performance interrogan la identidad afrobrasileña. Sus lienzos con colores rurales convocan simultáneamente iconografía cristiana y tradiciones yoruba, exponiendo las violencias del mestizaje colonial. Cada imagen rechaza una lectura unívoca, manteniendo al espectador en una tensión fecunda entre memoria traumática y esperanza espiritual.

Escuchadme bien, panda de snobs: mientras os regodeáis en vuestras certezas estéticas y vuestras clasificaciones binarias, un hombre nacido en la periferia de Brasília trastoca silenciosamente los códigos de la representación contemporánea. Antonio Obá, hijo de un repartidor de gas y de una cocinera, nacido en 1983 en Ceilândia, no busca agradar al mercado del arte internacional. Busca reconciliar los cuerpos heridos con su memoria. Y creedme, esta ambición vale más que todas vuestras especulaciones sobre el último genio neoyorquino del momento.

Formado en artes visuales tras un breve paso por la publicidad, Obá enseñó dibujo durante veinte años antes de dedicarse por completo a su práctica artística. Esta trayectoria no es anodina: testimonia paciencia, una lenta maduración, un rechazo a la precipitación en la carrera profesional. Ganador del premio PIPA en 2017, presente en las colecciones de la Tate Modern, de la Fundación Pinault y del Museo Reina Sofía, el artista brasileño construye una obra donde la pintura, la escultura, la instalación y la performance dialogan con una rareza intensa. Pero lo que llama la atención desde el principio en su trabajo es esa capacidad de convocar simultáneamente el dolor histórico y la esperanza espiritual, sin caer nunca en el pathos fácil.

La capoeira como gramática de la resistencia

Para comprender el enfoque de Antonio Obá, primero hay que entender qué representa la capoeira en el imaginario afrobrasileño. Esta arte marcial disfrazada de danza constituye una de las invenciones más brillantes de la resistencia esclavista. Los cuerpos encadenados de los esclavos supieron crear un lenguaje de combate que escapaba a la vigilancia de los amos al esconderse bajo la apariencia de una simple coreografía festiva. Esta duplicidad fundacional, esta capacidad de transformar la opresión en movimiento creador, impregna toda la práctica de Obá.

La capoeira no es solo una referencia cultural en su obra: constituye el principio estructural. Como los capoeiristas que evolucionan en el círculo sin tocarse nunca, manteniendo una tensión permanente entre el ataque potencial y la retirada estratégica, Obá construye sus cuadros en un equilibrio precario entre violencia y gracia. Sus personajes dormidos o como bajo un hechizo encarnan esa suspensión, ese momento antes del movimiento donde todas las posibilidades permanecen abiertas. ¿Están muertos, sueñan, meditan? El artista se niega a decidir, manteniendo al espectador en esta incertidumbre fecunda que caracteriza precisamente la roda, ese círculo de capoeira.

El historiador de la danza podría ver allí una apropiación de los códigos de la performance contemporánea. Sería perderse lo esencial: Obá no performa para el white cube occidental, actualiza una tradición de resistencia corporal que se remonta a las bodegas de los barcos negreros. Cuando realiza en 2016 esta performance escandalosa donde raspa una escultura de la Virgen María en cera blanca y se cubre el cuerpo con ese polvo, no se trata de una provocación gratuita. Cumple un gesto de capoeira espiritual: transformar la imagen de la dominación colonial en un adorno identitario, convertir el símbolo de la opresión religiosa en material de reapropiación corporal.

Esta performance le valió tal estallido de odio en Brasil que tuvo que exiliarse varios meses en Bruselas. Pero ahí también, se impone el paralelismo con la capoeira: la esquiva no es una huida, es un reposicionamiento táctico. El cuerpo negro aprende muy pronto que debe navegar entre los golpes, anticipar la violencia, calcular sus movimientos para sobrevivir. Obá transforma esta necesidad histórica en método artístico. Sus obras nunca son frontales: sortean, sugieren, desplazan. Bailan alrededor de su tema en lugar de enfrentarlo directamente.

En sus pinturas recientes, los personajes parecen flotar en un espacio indeterminado, sus cuerpos dibujados con esa precisión que delata años de observación y práctica del dibujo académico. Pero ese dominio técnico se subvierte inmediatamente con la introducción de elementos perturbadores: búzios (cauríes) en lugar de ojos, ramas desnudas que evocan los ahorcamientos de esclavos, animales simbólicos como cuervos o monos. Esas intrusiones rompen la armonía clásica de la composición, introducen una disonancia que recuerda los golpes del berimbau, ese instrumento brasileño de cuerda única, que marca el ritmo de una roda de capoeira. La mirada no puede reposar: debe adaptarse constantemente, anticipar, interpretar.

Esta estética de la tensión permanente encuentra su expresión más lograda en las instalaciones de Obá. Sus oratorios compuestos de exvotos, campanas de latón y objetos encontrados crean espacios donde lo sagrado nunca se entrega por completo. Como en la capoeira, donde la finta forma parte integral del juego, esas instalaciones prometen una revelación espiritual que nunca entregan completamente. El visitante debe negociar su relación con la obra, encontrar su propia posición, realizar su propio movimiento de ginga, ese balanceo característico de la capoeira que mantiene el cuerpo en estado de alerta permanente.

El sincretismo crítico y la tradición pictórica

Pero reducir a Obá a su brasileñidad sería una ofensa para él. Este artista conoce perfectamente la historia de la pintura occidental y dialoga con ella de igual a igual. Sus grandes telas convocan los códigos del Renacimiento italiano, los claroscuros caravaggiescos, las composiciones monumentales de la pintura religiosa europea. Salvo que en lugar de representar santos rubios de ojos azules, coloca cuerpos negros y mestizos, cargados de una espiritualidad que se niega a elegir entre el catolicismo de sus padres y las tradiciones yoruba de sus ancestros.

Lo que algunos llaman perezosamente “sincretismo”, Obá lo practica como una crítica en actos. Sus pinturas no fusionan ingenuamente diferentes tradiciones espirituales: exponen las violencias históricas que hicieron necesaria esta fusión. Cuando representa a un joven de pie, con el cabello cubierto de palomitas de maíz, con una paloma y un nido en forma de aureola, no se limita a superponer la iconografía cristiana del Espíritu Santo y la referencia al dios Omoulou, deidad yoruba asociada a las epidemias y cementerios. Muestra cómo los cuerpos negros brasileños tuvieron que negociar su supervivencia adoptando los signos del colonizador mientras preservaban secretamente sus propias creencias.

El propio artista lo expresó con una rara precisión: “Trabajar la tierra, cosechar, conocer las plantas por su olor, por su nombre, por el dibujo de sus hojas, ver animales, atrapar gallinas escapadas, ayudar en las labores domésticas, rallar maíz para hacer pamonha, caminar en silencio por la maleza… ya he dicho en otras ocasiones que soy un poco rústico y, por supuesto, llevo estos aspectos casi como una herencia inmaterial que me une a los seres desaparecidos” [1]. Esta “herencia inmaterial” de la que habla no es una nostalgia folclórica: es un método de trabajo, una forma de aproximarse a la pintura como se acercaría a una planta, por el tacto, el olor, la intuición corporal más que por el concepto abstracto.

Obá elige además sus colores en la paleta de las casas rurales brasileñas: esos amarillos, rosas, azules y verdes desteñidos obtenidos mezclando agua, cal y polvo de tiza. Estas tonalidades populares, que el tiempo ha vuelto irregulares, llevan en sí una memoria colectiva. Inscriben a sus personajes en una continuidad histórica que supera al individuo para alcanzar a comunidades enteras. Esta atención a los materiales de construcción, a los pigmentos de la vida cotidiana, revela a un artista que rechaza la separación modernista entre arte culto y cultura popular.

Los encajes blancos que rodean a sus personajes negros no son simples adornos decorativos. Evocan los sudarios mortuorios, las mortajas de los cuerpos desaparecidos en la travesía del Atlántico, esos millones de africanos cuyos cuerpos alimentaron a los peces del océano. Los búzios que a veces sustituyen los ojos de sus figuras no son solo conchas de adivinación: también se usaron como moneda, recordando que los cuerpos negros durante mucho tiempo fueron valorados según su valor comercial. Cada elemento iconográfico en Obá funciona a varios niveles, rechaza la lectura unívoca, exige que el espectador profundice bajo la superficie.

Esta complejidad semiótica no es gratuita. Corresponde a la realidad de una identidad brasileña construida sobre capas de violencia, mestizaje forzado, apropiaciones culturales y resistencias obstinadas. Obá no busca desenredar esos hilos: los presenta en su enredo, en su confusión productiva. Sus cuadros son acumulaciones estratificadas donde cada capa de sentido cubre y revela otra simultáneamente.

A diferencia de los artistas que reclaman una autenticidad africana fantaseada o una completa asimilación a las normas occidentales, Obá asume plenamente su posición de entre dos mundos. Ha estudiado la historia del arte europeo, domina las técnicas académicas del dibujo y la pintura, conoce las reglas de la composición clásica. Pero en lugar de aplicarlas servilmente, las subvierte para contar historias que esa tradición nunca quiso escuchar. Usa la gramática del maestro para hablar el idioma del esclavo.

En una entrevista reciente, Obá declaró: “La poesía no tiene fin. Si la tuviera, seríamos seres cuya lengua está muerta” [2]. Esta frase resume perfectamente su enfoque artístico: rechazar el cierre del sentido, mantener la obra abierta a múltiples interpretaciones, preservar ese potencial de vida que caracteriza toda verdadera creación. Sus pinturas no transmiten un mensaje definitivo, plantean preguntas que cada espectador debe resolver según su propia experiencia, su propia historia.

Una intimidad política

Lo que distingue a Antonio Obá de tantos artistas contemporáneos que instrumentalizan las cuestiones raciales para construirse una legitimidad en el mercado, es esta capacidad para mantener la obra en un registro de intimidad al mismo tiempo que lleva una carga política innegable. Sus cuadros no gritan su compromiso: lo susurran, lo sugieren, lo encarnan en gestos discretos que son aún más impactantes.

Mirad esta pintura donde una niña de cuatro años, asesinada por la policía en una favela, reemplaza a san Antonio en una escena familiar inspirada en una fotografía de infancia del artista. Esta sustitución opera un cortocircuito temporal vertiginoso: la inocencia de la infancia choca con la violencia policial, la esfera íntima del recuerdo personal se carga de una memoria colectiva traumática, la iconografía religiosa revela su impotencia ante la injusticia social. Todo ello sin una palabra de explicación, sin un eslogan, sin esa grandilocuencia militante que debilita tantas obras comprometidas.

Obá trabaja en el Cerrado, esa región de sabana del centro-oeste brasileño, lejos de las metrópolis artísticas. Esta elección geográfica no es casual: testimonia un rechazo de la centralidad, una voluntad de pensar desde los márgenes. Durante veinte años, ha enseñado artes visuales a jóvenes desfavorecidos, transmitiendo conocimientos técnicos mientras desarrollaba su propia investigación. Esta paciencia, esta fidelidad a un territorio y a una comunidad, se percibe en cada obra. Nada está precipitado, nada se sacrifica a la urgencia del reconocimiento.

Los cuerpos que representa llevan la huella de esa duración. Nunca están en la acción espectacular: duermen, sueñan, meditan o esperan. Esta inmovilidad aparente oculta una tensión interior formidable. Como esas plantas del Cerrado que desarrollan raíces inmensas bajo tierra antes de producir el primer brote visible, los personajes de Obá parecen extraer su energía de profundidades invisibles. Encarnan una resistencia que no pasa por la demostración de fuerza, sino por la perseverancia, la resistencia, la capacidad de atravesar el tiempo sin renunciar a sí mismos.

El artista no mitifica el cuerpo negro. Lo muestra en su complejidad, sus contradicciones y sus zonas de sombra. Sus autorretratos disfrazados, porque muchos de sus personajes masculinos se le parecen, nunca caen en el narcisismo. Más bien cuestionan qué significa habitar un cuerpo negro en el Brasil contemporáneo, ese cuerpo que es a la vez fetichizado y despreciado, erotizado y criminalizado, celebrado en los estadios de fútbol y abatido en las favelas. Obá pinta esta esquizofrenia identitaria con una lucidez que rechaza cualquier consuelo fácil.

Por eso su obra merece algo mejor que las lecturas reduccionistas que a veces se le aplican. Obá no es ni un simple etnógrafo de su propia cultura, ni un emprendedor identitario hábil para negociar su diferencia en el mercado global del arte. Es un artista en el sentido pleno del término: alguien que inventa formas capaces de contener y expresar una experiencia del mundo irreductible a las categorías existentes. Alguien que se niega a elegir entre tradición y modernidad, entre lo local y lo universal, entre compromiso y poesía.

Sus obras recientes, expuestas en el Centre d’Art Contemporain de Genève en 2024 y luego en el Grand Palais en 2025, confirman esta trayectoria singular. Muestran a un artista que profundiza su investigación sin repetirse, que explora nuevas vías mientras se mantiene fiel a sus preocupaciones fundamentales. La madurez de su trazo, la sofisticación de sus composiciones, la riqueza de sus referencias culturales son testimonio de un creador que ha entrado en su plena potencia.

Y, sin embargo, a pesar del reconocimiento internacional (la Fundación Pinault, la Tate Modern, las bienales), Obá continúa viviendo y trabajando en Brasilia. Esta negativa al exilio voluntario, esta obstinación de permanecer arraigado en su territorio de origen, dice algo esencial sobre su concepción del arte. Para él, crear no es una actividad que se ejerza fuera de lugar, en el espacio neutralizado y climatizado de las instituciones internacionales. Es un gesto que se ancla en una geografía precisa, una historia particular, una red de relaciones concretas.

Las nuevas generaciones de artistas brasileños lo reconocen como un mayor que ha abierto caminos sin imponerlos, que ha mostrado que es posible conquistar un lugar en el mundo del arte global sin renunciar a su singularidad. Esta transmisión discreta, casi invisible, constituye quizás el aspecto más político de su trabajo. En un país donde las desigualdades sociales y raciales siguen siendo abismales, donde el acceso a la educación artística sigue siendo un privilegio de clase, Obá encarna la posibilidad de otra trayectoria.

Así que sí, podéis seguir especulando sobre su cotización en el mercado, coleccionando sus pinturas como trofeos exóticos o reduciéndolas a su dimensión decorativa. O podéis aceptar dejaros desestabilizar por la complejidad de lo que proponen. Podéis consentir la incomodidad de una obra que se niega a tranquilizaros, que no entrega sus claves inmediatamente, que exige que vosotros hagáis el movimiento hacia ella en lugar de al contrario. Esto es lo que hacen los grandes artistas: no nos dan lo que esperamos, nos obligan a reconfigurar nuestras expectativas.

Antonio Obá pertenece a esa rara estirpe de creadores que transforman la necesidad biográfica en necesidad estética, que hacen de su posición marginal no un impedimento a compensar sino una perspectiva única desde la cual mirar el mundo. Su obra no aboga, no reivindica y no se disculpa: existe, simplemente, poderosamente, incontestablemente. Y es precisamente esa presencia soberana, esa negativa a la súplica como a la confrontación espectacular, lo que la convierte en una contribución mayor al arte contemporáneo.


  1. Cita de Antonio Obá, Mendes Wood DM, São Paulo, disponible en el sitio de la galería Mendes Wood DM.
  2. Antonio Obá, entrevista con Nicolas Trembley, Numéro Magazine, febrero de 2025.
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Referencia(s)

Antonio OBÁ (1983)
Nombre: Antonio
Apellido: OBÁ
Otro(s) nombre(s):

  • Antonio Leonardo de Paula

Género: Masculino
Nacionalidad(es):

  • Brasil

Edad: 42 años (2025)

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