Escuchadme bien, panda de snobs, Camilla Engström (nacida en 1989) encarna esta nueva generación de artistas que rompe las convenciones académicas con una insolencia refrescante. Esta sueca autodidacta, que dejó el Instituto de Tecnología de la Moda de Nueva York para dedicarse al arte, nos ofrece una obra que oscila entre la provocación alegre y la meditación ambiental.
Sus paisajes metafísicos constituyen el primer eje de su trabajo artístico. A través de sus lienzos con colores psicodélicos, Engström reinventa la naturaleza con una audacia que habría hecho sonrojar a los fauvistas. Sus colinas onduladas y sus valles sensuales no son ajenos a los desiertos del Suroeste americano de Georgia O’Keeffe, pero donde O’Keeffe buscaba la esencia mística del desierto, Engström celebra la pura sensualidad de la tierra. Sus soles desmesurados, sus volcanes con formas orgánicas y sus cielos en fusión crean un universo donde la naturaleza se convierte en un cuerpo vivo, palpitante. Este enfoque hace eco a las teorías de Maurice Merleau-Ponty sobre la carne del mundo, donde lo visible y lo invisible se entremezclan en una danza cósmica. Los paisajes de Engström no son simples representaciones, son manifestaciones de lo que John Berger llamaba “la manera en que el mundo nos toca”. En sus obras recientes, el verde exuberante de la California central se mezcla con los recuerdos de los bosques suecos, creando hibridaciones cromáticas que trascienden la simple representación geográfica.
El segundo eje de su obra se articula en torno a Husa, esa figura femenina rosa y voluptuosa que encarna su alter ego artístico. Este personaje recurrente, cuyo nombre significa “camarera” en sueco, representa mucho más que una simple provocación contra los cánones de la moda. Husa es una respuesta contundente a lo que Linda Nochlin describía como “la opresión sistémica de las mujeres en la historia del arte”. Al crear este personaje con formas generosas que florece en paisajes oníricos, Engström revierte los códigos tradicionales de la representación femenina. Los pechos de Husa ya no son objetos de deseo sino fuentes de vida, alimentando la tierra con su leche en una metáfora poderosa de la relación entre feminidad y naturaleza. Este enfoque hace eco a las teorías de Lucy Lippard sobre el arte feminista de los años 1970, actualizándolas para una generación enfrentada a las ansiedades del siglo XXI.
La artista traslada sus preocupaciones medioambientales a una paleta cromática que desafía toda convención naturalista. Sus cielos magenta, sus colinas violetas y sus lagos con formas sugestivas flotan en un espacio pictórico donde la realidad y lo imaginario se confunden. Este enfoque recuerda lo que Roland Barthes denominaba “el efecto de real”, donde la distorsión misma de la representación refuerza paradójicamente su potencia evocadora. Los paisajes de Engström no buscan imitar la naturaleza sino capturar su esencia vital, en una actitud que no es ajena a las experimentaciones cromáticas de los nabíes.
Su técnica, aunque intuitiva, revela un dominio cada vez mayor de la pintura al óleo. Las texturas cremosas de sus cascadas, las ondulaciones sensuales de sus terrenos y la intensidad luminosa de sus cielos son testimonio de un enfoque donde la materia pictórica se convierte en portadora de significado. Esta manipulación de la materia recuerda lo que Arthur Danto describía como “la transfiguración de lo banal”, donde el acto pictórico transforma la simple representación en una experiencia trascendente.
La influencia de la artista sueca Hilma af Klint es palpable en el enfoque espiritual de Engström, pero donde af Klint buscaba representar lo invisible a través de la abstracción geométrica, Engström ancla su espiritualidad en la celebración del mundo sensible. Sus paisajes alucinados no son escapatorias de la realidad sino invitaciones a redescubrir nuestra relación sensual con la naturaleza. Este enfoque hace eco a las reflexiones de Gaston Bachelard sobre la imaginación material, donde los elementos naturales se convierten en catalizadores de la ensoñación poética.
La obra de Engström se inscribe en una tradición de artistas mujeres que han utilizado el paisaje como medio de subversión. Desde las acuarelas bucólicas de Rosa Bonheur hasta las abstracciones telúricas de Agnes Martin, esta línea de artistas ha reinventado constantemente nuestra relación con el paisaje. Engström continúa esta tradición mientras infunde una urgencia contemporánea relacionada con la crisis climática. Sus paisajes no son simples escapatorias estéticas sino manifestaciones de lo que Félix Guattari llamaba “la ecosofía”, un pensamiento ecológico que une lo ambiental, lo social y lo mental.
La dimensión performativa de su práctica artística, manifestada a través de sus danzas espontáneas en su taller compartidas en Instagram, añade una capa adicional de sentido a su obra. Estas performances improvisadas recuerdan los experimentos del Judson Dance Theater, donde el movimiento cotidiano se convertía en un acto de resistencia artística. Esta integración del cuerpo de la artista en el proceso creativo hace eco de las teorías de Rosalind Krauss sobre el índice en el arte, donde el gesto físico se convierte en una huella tangible de la intención artística.
Si algunos críticos podrían sentirse tentados a reducir su trabajo a una simple celebración de la alegría, eso sería pasar por alto la complejidad de su discurso. Detrás de la aparente ligereza de sus composiciones se esconde una reflexión profunda sobre nuestra relación con el mundo natural y con los cuerpos femeninos. Su rechazo deliberado a la estética del sufrimiento, tan prevalente en el arte contemporáneo, constituye en sí un acto político. Al elegir celebrar la vida en lugar de compadecerse por la catástrofe ambiental inminente, Engström propone una forma de resistencia mediante la alegría que no deja de recordar las teorías de Gilles Deleuze sobre la potencia afirmativa del arte.
A través de sus paisajes oníricos y sus figuras liberadas, Engström crea un arte que trasciende las dicotomías tradicionales entre naturaleza y cultura, cuerpo y espíritu, alegría y compromiso político. Su obra nos recuerda que la transformación social también puede pasar por la celebración de la vida y la reinvención poética del mundo. En una época marcada por la ansiedad climática y las crisis identitarias, su visión radiante ofrece no una escapatoria sino una invitación a reimaginar nuestra relación con el mundo vivo.
















