Escuchadme bien, panda de snobs, si aún no habéis explorado el universo de Antoine Roegiers, ¡preparaos para una bofetada visual que os despertará de vuestra torpeza estética! Este belga de nacimiento, francés de adopción, no es solo un pintor, sino un narrador, un director, un pirómano visual que enciende nuestras conciencias dormidas.
Graduado de la École nationale supérieure des Beaux-Arts de París en 2007, Roegiers se destacó de inmediato, no buscando reinventar la rueda, sino excavando en el suelo fértil de la historia del arte con una audacia refrescante. Él entendió, a diferencia de tantos artistas contemporáneos obsesionados con la idea de novedad a toda costa, que dialogar con los maestros del pasado puede ser la forma más radical de innovación.
Lo que encuentro particularmente brillante en Roegiers es que transforma nuestra nostalgia por la pintura narrativa en algo decididamente actual. Sus grandes lienzos, especialmente aquellos presentados en su exposición “La gran parada” en la galería Templon de París en 2024, no son simples homenajes a los maestros flamencos, son espejos deformantes de nuestra propia sociedad en descomposición.
Mira sus cielos incendiados, sus manadas de perros callejeros, sus personajes enmascarados que desfilan, indiferentes al mundo que se desmorona a su alrededor. ¿No es esta la metáfora perfecta de nuestra época, en la que continuamos nuestras absurdas paradas mientras el planeta arde? En su cuadro “La melancolía del desertor”, un autorretrato apenas velado, Roegiers se presenta como un hombre desorientado, que se ha atrevido a salir del cortejo colectivo. Esta imagen resuena como un manifiesto personal que cuestiona nuestra propia capacidad para salir del rebaño.
Hay en Roegiers algo que me recuerda al teatralismo barroco, pero visto a través del prisma de las grandes angustias contemporáneas. Su trabajo se inscribe en una larga tradición teatral, que remonta a los misterios medievales y encuentra su apogeo en el teatro barroco del siglo XVII. El teatro barroco, con su gusto por la ilusión, las metamorfosis y la inestabilidad, ofrece un paralelo fascinante con la obra de Roegiers[1].
El teatro barroco se caracterizaba por su fascinación por las máscaras y los disfraces, elementos omnipresentes en los lienzos de Roegiers. “La quemadura del despertar”, su exposición en Templon en Bruselas en 2023, presentaba precisamente esqueletos recogiendo máscaras abandonadas por los humanos. En la tradición barroca, la máscara era a la vez un instrumento de ocultación y un revelador de la verdad, una dualidad que Roegiers explora con una inteligencia mordaz. Como escribía Jean Rousset en su obra “La literatura del siglo barroco en Francia”: “La máscara es a la vez mentira y verdad, oculta para revelar mejor”[2].
En el teatro barroco, la frontera entre ilusión y realidad estaba constantemente difuminada, al igual que en los cuadros de Roegiers donde personajes enmascarados se mueven en paisajes a medio camino entre el sueño y la pesadilla. Esta estética de la inestabilidad y la metamorfosis, tan característica del barroco, encuentra en Roegiers una resonancia contemporánea impactante.
La escenografía barroca, con sus máquinas sofisticadas que permiten cambios a la vista y efectos espectaculares, encuentra un eco en la manera en que Roegiers compone sus lienzos, creando espacios imposibles donde las escalas y perspectivas parecen obedecer a una lógica onírica más que física. No olvidemos que Roegiers también ha realizado películas de animación, trasladando este gusto por el movimiento y la transformación a un medio que permite literalmente dar vida a las imágenes fijas.
El teatro barroco también estaba obsesionado con la conciencia de la fugacidad de la existencia, el famoso “memento mori”, un tema que Roegiers explora a través de sus representaciones de fuegos destructores y paisajes post-apocalípticos. Sus cuadros nos recuerdan, como lo hacía el teatro de Calderón de la Barca con “La vida es sueño” (1635), que las certezas sobre las que construimos nuestras vidas pueden desvanecerse en un instante[3].
La noción de “theatrum mundi”, el mundo como teatro, tan central en el pensamiento barroco, encuentra una expresión impactante en las puestas en escena pictóricas de Roegiers. Sus personajes parecen todos desempeñar un papel en una gran farsa cósmica cuyo guion desconocen. Esta visión del mundo como un vasto espectáculo orquestado por fuerzas que nos superan está perfectamente ilustrada en “La gran parada”, donde músicos enmascarados continúan su desfile insensato en un paisaje devastado.
El teatro barroco también disfrutaba jugando con contrastes violentos, luz y sombra, vida y muerte, belleza y fealdad, un enfoque que Roegiers adopta con destreza. Sus cuadros yuxtaponen a menudo la belleza formal de su técnica pictórica con el horror de lo que representa, creando esa tensión estética tan característica del barroco.
La estructura misma de su proyecto narrativo, esta historia sin fin determinada que desarrolla desde 2018, evoca los grandes ciclos teatrales barrocos, esos espectáculos que podían extenderse durante varios días, tejiendo relatos complejos e interconectados. Como explica el propio artista: “Es una ensoñación continua, los cuadros están conectados y se derivan unos de otros para formar un conjunto coherente a mi parecer: un hilo narrativo libre con cronología variable y sin fin”[4].
Esta dimensión teatral también se manifiesta en la forma en que Roegiers utiliza el color. Sus cielos encendidos, sus rojos sangre y sus negros profundos recuerdan las iluminaciones dramáticas del teatro barroco, donde la luz se usaba para crear efectos emocionales poderosos. Hay algo profundamente escenográfico en su manera de concebir el espacio pictórico.
Pero no se dejen engañar: Roegiers no es un simple nostálgico que recicla estéticas pasadas. Lo que hace que su trabajo sea tan impactante es su capacidad para usar esas referencias históricas para hablar directamente de nuestro presente. Sus cuadros son como producciones teatrales barrocas que han sido reescritas para abordar las ansiedades del siglo XXI, el cambio climático, la alienación social, la pérdida de sentido colectivo.
El gran teórico del barroco Eugenio d’Ors veía en esta sensibilidad no solo un movimiento históricamente situado, sino una constante que reaparece en diferentes épocas de crisis y transformación[5]. En ese sentido, Roegiers es profundamente barroco, no porque imite estilísticamente ese período, sino porque captura el espíritu inquieto y metamórfico en un momento en que nuestra propia época parece nuevamente caracterizada por la inestabilidad y la incertidumbre.
Las máscaras en la obra de Roegiers son especialmente interesantes. En “La brûlure de l’éveil”, esas máscaras abandonadas que recogen esqueletos representan el artificio que los humanos han construido a su alrededor. Es exactamente lo que el teatro barroco buscaba revelar, la naturaleza ilusoria de las apariencias sociales. ¿No decía el dramaturgo Tirso de Molina que “la vida es una comedia, y el mundo un teatro donde cada uno interpreta su papel enmascarado”[6]?
Pero también hay en Roegiers una conciencia aguda de los límites de la representación misma, otro tema querido por el barroco. Cuando reinterpreta las obras de Bosch o Brueghel, no se limita a citarlas; las anima, las deconstruye, las reinventa. Al hacerlo, nos recuerda que toda representación es una construcción, un artificio, exactamente como el teatro barroco que, paradójicamente, utilizaba los artificios más elaborados para cuestionar la naturaleza ilusoria del mundo.
Observen cómo, en sus primeras obras de vídeo como “Les sept péchés capitaux”, Roegiers descompone los cuadros de Brueghel, aislando cada elemento para luego recomponerlos en secuencias animadas. Este proceso recuerda el procedimiento de “teatro dentro del teatro” tan apreciado por los dramaturgos barrocos, esa mise en abyme que revela los mecanismos de la ilusión mientras nos sumerge más profundamente en ella.
La dimensión espectacular del barroco encuentra también un eco en la forma en que Roegiers concibe sus exposiciones como experiencias inmersivas. Cuando uno entra en una sala que presenta sus obras, se siente la misma sensación que debían experimentar los espectadores de los grandes espectáculos barrocos, la de ser transportados a un universo paralelo que, aunque claramente artificial, nos habla de verdades profundas.
El teatro barroco estaba obsesionado con los giros súbitos de la trama, los golpes de teatro que trastocan el orden establecido. Los incendios apocalípticos de Roegiers, que transforman radicalmente los paisajes, funcionan como tales golpes de teatro visuales. Encarnan esta “estética de la sorpresa” que Walter Benjamin identificaba como central en la alegoría barroca[7].
Es sorprendente cómo Roegiers, en “La gran parada”, subvierte los códigos de la procesión triunfal, otro motivo recurrente del teatro barroco, para convertirlo en la expresión de una absurda colectividad. Sus músicos enmascarados, marchando al paso en un mundo en ruinas, evocan a esos personajes del teatro barroco que siguen sus intrigas fútiles, inconscientes del desastre inminente.
Esta tensión entre conciencia e inconsciencia está en el corazón de la obra de Roegiers. Sus personajes enmascarados parecen prisioneros de sus roles, incapaces de ver la realidad que les rodea, mientras que el artista, y nosotros por extensión, observamos su parada con una mezcla de fascinación y espanto. Es exactamente el tipo de posición incómoda en la que el teatro barroco gustaba colocar a sus espectadores.
El motivo del eclipse, presente en “La gran parada”, es particularmente revelador de esta sensibilidad barroca. En el teatro barroco, los fenómenos celestes se usaban a menudo como metáforas de trastornos terrestres. El eclipse, en Roegiers, nos recuerda, como él mismo dice, que “no somos más que un pequeño confeti en este gran universo”[8]. Esta conciencia de nuestra insignificancia cósmica era precisamente lo que el teatro barroco buscaba despertar en sus espectadores.
La figura del desertor, que Roegiers representa en su autorretrato, evoca esos personajes del teatro barroco que, repentinamente iluminados sobre la naturaleza ilusoria del mundo, se encuentran aislados en su lucidez. Como el Sigismundo de Calderón preguntándose si la vida no es más que un sueño, el desertor de Roegiers parece desorientado por su propia toma de conciencia.
Otro aspecto de la obra de Roegiers que resuena con la estética barroca es su interés por las figuras grotescas e híbridas. Las criaturas fantásticas que pueblan sus cuadros, heredadas en parte de Bosch y Brueghel pero reinventadas para nuestra época, recuerdan a los personajes monstruosos que aparecían en los intermedios cómicos de las tragedias barrocas. Estas figuras liminales encarnaban la ambivalencia fundamental del barroco, su fascinación por los límites y las transgresiones.
El teatro barroco también se caracterizaba por su gusto por la acumulación y la saturación visual, una estética que Roegiers recoge a su favor en composiciones abundantes donde cada centímetro cuadrado del lienzo parece vivo y significativo. Este horror vacui, este miedo al vacío que impulsa a llenar todo el espacio disponible, crea un efecto de mareo cercano al que buscaban los directores barrocos.
Pero lo que distingue verdaderamente a Roegiers es que hace de esta estética barroca no un fin en sí mismo, sino un medio para hablar de nuestro presente con una urgencia implacable. Sus incendios no son simples efectos espectaculares, son manifestaciones visuales de las crisis ecológicas que atravesamos. Sus personajes enmascarados no son solo figuras pintorescas, son emblemas de nuestra propia incapacidad colectiva para afrontar la realidad.
En este sentido, Roegiers logra lo que el mejor teatro barroco intentaba hacer: utilizar los artificios más elaborados para confrontarnos con las verdades más esenciales. Como escribía Jean Rousset, “el barroco hace de la inestabilidad misma un principio de organización”[9], una descripción que se aplica perfectamente a la manera en que Roegiers estructura sus narraciones pictóricas.
Hay algo profundamente teatral en la forma en que Roegiers concibe la pintura misma. Para él, como explica, pintar es “explorar un mundo que no existe y darle cuerpo”[10], una definición que bien podría aplicarse también al arte del director teatral. Cada cuadro se convierte en una escena, cada exposición en un acto de una pieza más amplia que se despliega a lo largo de los años.
Esta dimensión performativa se refuerza por el hecho de que Roegiers literalmente se representa a sí mismo en escena en algunas de sus obras. Su autorretrato como desertor no deja de recordar esos momentos del teatro barroco en los que el autor rompe la cuarta pared para dirigirse directamente al público, creando un efecto de distanciamiento que paradójicamente refuerza el impacto emocional de la obra.
Me llama particularmente la atención la manera en que Roegiers utiliza el humor en sus composiciones más oscuras, otro rasgo característico del teatro barroco que gustaba de entrelazar lo cómico y lo trágico. Sus perros desaliñados observando con perplejidad la parada humana introducen un elemento de comedia en un cuadro por lo demás apocalíptico. Esta yuxtaposición crea una tensión emocional compleja que también buscaba el teatro barroco.
Lo que hace la fuerza de la obra de Roegiers es que reactiva para nuestra época esa sensibilidad barroca que florecía precisamente en periodos de crisis e incertidumbre similares a los nuestros. Como escribía Heinrich Wölfflin, “el barroco expresa no la perfección y el cumplimiento, sino el movimiento y el devenir”[11], una descripción que capta perfectamente la naturaleza dinámica y procesual del proyecto narrativo de Roegiers.
A través de sus lienzos incendiados y sus personajes enmascarados, Roegiers nos invita a reconocer que quizá nosotros mismos vivimos en una nueva era barroca, una época donde las certezas se desmoronan, donde las apariencias engañan y donde la frontera entre lo real y lo ilusorio se vuelve cada vez más porosa. Su obra nos tiende un espejo teatral en el que podemos contemplar nuestra propia parada absurda.
La próxima vez que te encuentres frente a una de sus obras, no te limites a admirar su técnica impecable o sus referencias históricas. Déjate llevar más bien por el drama visual que se despliega ante tus ojos, acepta ser a la vez seducido y desestabilizado, como lo estaban los espectadores de los grandes espectáculos barrocos. Porque es precisamente en esa tensión entre fascinación y incomodidad donde reside el poder subversivo del arte de Roegiers.
En un mundo del arte contemporáneo a menudo obsesionado con la deconstrucción y la conceptualización desmesurada, Roegiers se atreve a abrazar la narración, el espectáculo, la emoción, no para ofrecernos un refugio cómodo en la nostalgia, sino para confrontarnos mejor con las contradicciones y las crisis de nuestro presente. En ello, es no sólo el heredero de los grandes maestros flamencos, sino también uno de los pintores más pertinentes de nuestra época.
Mientras nuestro mundo arde literalmente y metafóricamente, necesitamos artistas como Roegiers que nos ofrezcan un espejo teatral en el que podamos contemplar nuestra propia absurdidad colectiva. Porque, como sugieren sus lienzos enigmáticos y flameantes, quizás la única respuesta sensata ante el apocalipsis sea continuar nuestro desfile, pero siendo plenamente conscientes de su naturaleza insignificante.
- Jean Rousset, La literatura de la época barroca en Francia, José Corti, 1954.
- Ibid.
- Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, 1635, trad. Bernard Sesé, Flammarion, 1992.
- Antoine Roegiers, citado en el dossier de prensa de la exposición “La brûlure de l’éveil”, Galerie Templon, Bruselas, 2023.
- Eugenio d’Ors, Del Barroco, Gallimard, 1935, trad. Agathe Rouart-Valéry, 1968.
- Tirso de Molina, El vergonzoso en palacio, 1611, citado por Jean-Pierre Cavaillé en Baroques, Honoré Champion, 2019.
- Walter Benjamin, Origen del drama barroco alemán, 1928, trad. Sibylle Muller, Flammarion, 1985.
- Antoine Roegiers, citado en el dossier de prensa de la exposición “La grande parade”, Galerie Templon, París, 2024.
- Jean Rousset, op. cit.
- Antoine Roegiers, citado en el dossier de prensa de la exposición “La quemadura del despertar”, Galerie Templon, Bruselas, 2023.
- Heinrich Wölfflin, Renacimiento y Barroco, 1888, trad. Guy Ballangé, Gérard Monfort, 1985.
















